La vigencia de un clásico.

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E.H. Gombrich (en conversación con Didier Eribon)

Lo que nos cuentan las imágenes. Conversaciones sobre arte y ciencia.

Prólogo de J. F. Yvars

Barcelona, Editorial Elba, 2013, 238 pp.

La historia del arte y Breve historia del mundo son dos libros que pueden encontrase fácilmente en la mayoría de las bibliotecas particulares y escolares de Occidente. Su autor, E. H. Gombrich (1909-2001), es sin duda el historiador del arte más conocido del siglo XX y uno de los críticos más influyentes del pensamiento contemporáneo. Didier Eribon, periodista del Nouvel Observateur, pudo conversar con él a lo largo de los años y el resultado de estas charlas es el libro que ahora publica editorial Elba: Lo que cuentan las imágenes. Una buena oportunidad para repasar los episodios más destacados de su vida, el contenido de sus libros y las discusiones intelectuales en las que participó.

Gombrich explica con humildad cómo le sorprendió el éxito de La historia del arte, un simple encargo editorial que acabó por cambiarle la vida. Le brindó la oportunidad de ocupar la cátedra que en su día había ocupado John Ruskin en la Universidad de Oxford y, gracias a este nuevo cargo, numerosas universidades norteamericanas le invitaron a que pronunciara las conferencias que hoy constituyen sus libros. Gombrich, por lo tanto, se vio obligado a vivir, según sus palabras, una doble vida. Por un lado la del exitoso conferenciante y por otro la del erudito ligado al Instituto Warburg; la del reputado especialista que trabajó junto a otros grandes maestros de la iconología, que escribió densas y exhaustivas investigaciones acerca de grandes pintores como por ejemplo Poussin y Leonardo da Vinci y que leyó con regularidad los artículos académicos de carácter científico que llegaban al Instituto.

Precisamente, fue una oferta de trabajo del Instituto Warburg la que le permitió abandonar providencialmente la ciudad de Viena el año 1938. En este libro, Gombrich narra las dificultades que su familia y él padecieron durante los años de guerra y la precariedad con que vivió durante los inicios de su carrera profesional en Londres. La rememoración de estos años evidencia que su compromiso con la tradición crítica del humanismo liberal nace precisamente de la experiencia y el temor al totalitarismo. Gombrich trabajó de 1939 a 1945 en un puesto de escucha de la bbc registrando, traduciendo o leyendo las emisiones de radio alemanas y tuvo la oportunidad de familiarizarse con los dispositivos de la propaganda nazi. Los mismos mecanismos de la repetición y el emocionalismo puestos en práctica en los actos políticos de masas se difundían ahora de forma amplificada gracias a la radio, con la pretensión de convencer a los ciudadanos alemanes de que la historia mundial que testimoniaban o protagonizaban era en realidad el cumplimiento de un destino. En Ídolos e ideales puede leerse el artículo que Gombrich escribió a raíz de esta experiencia. En él explica cómo Goebbels, en un dramático llamamiento del año 1945, hablaba de la diosa de la historia. Para Gombrich, en cambio, la historia no hace más que registrar, “modestamente y de mala gana, los crímenes que son cometidos en su nombre”.

Gombrich, significativamente, explica a Didier Eribon que fue durante estos mismos años de guerra en que colaboraba con la bbc cuando ayudó a su maestro Karl Popper a publicar La sociedad abierta y sus enemigos en la editorial Routledge. La presencia de Popper en este libro de conversaciones es constante y Gombrich admite su deuda con el legado de su amigo en múltiples ocasiones: “lo que saqué de él, esencialmente, es el principio metodológico de que se puede refutar una teoría, pero nunca demostrarla”. Popper estaba convencido de que la ciencia no brinda verdades absolutas y de que su éxito solo será posible si renuncia a la idea de una verdad definitiva. De hecho, la supresión de este deseo de certezas absolutas es el único antídoto frente al totalitarismo o contra la amenaza que significa para la civilización cualquier modalidad de sueño utópico. Es por este motivo que Popper sugiere que el único programa político posible es una nada sistemática transformación gradual de los mecanismos sociales. La transformación gradual, según su estricta convicción liberal, es lo único que puede pedírsele a la sociedad.

Lo que nos cuentan las imágenes permite comprender hasta qué punto la concepción de la historia del arte de Gombrich está estrechamente vinculada con esta idea de la “sociedad abierta”. Lejos de cualquier esencialismo, él nunca interpretó las obras o el estilo como una expresión directa del “espíritu” de una época o del “espíritu” de un pueblo. A diferencia de Panofsky, siempre creyó que la historia del arte había que narrarla en función de cuál había sido el desarrollo progresivo de aquellas técnicas de la representación que permitían captar la apariencia de las cosas. Del mismo modo que Popper recela de cualquier pretensión revolucionaria en lo social o lo político, él descree del arte revolucionario de las vanguardias y las neovanguardias, con sus radicales propuestas de ruptura: “Hay infinidad de libros que no he leído, sobre Duchamp y todo el asunto ese del urinario que mandó a una exposición… Se dice que habría redefinido el arte. ¡Qué trivialidad!”, exclama en su conversación con Didier Eribon.

Es cierto que Gombrich daba por supuesto una definición del arte que no quiso nunca problematizar. Es una restringida concepción del arte que depende exclusivamente de aquellos episodios de la historia en que los artistas aspiran a captar la imagen de las cosas gracias a las técnicas ilusionistas. Ahora bien, que no pusiera en cuestión esta concepción suya de lo artístico no significa que sus libros sean simples alegatos a favor del realismo pictórico o que sean fruto de un ingenuo optimismo evolucionista que concebiría la historia del arte como un desarrollo lineal que iría desde el arte primitivo de las culturas arcaicas hasta el arte realista de la civilización racional. De hecho, con Didier Eribon insiste en más de una ocasión en lo determinante que fue la experiencia de la Segunda Guerra Mundial en su trayectoria intelectual. Así hay que interpretar el lamento que pronuncia en este libro: “¡Tantas experiencias han venido a desmentir nuestro hermoso optimismo!”

Aunque Gombrich recibió duras críticas durante aquellos años en que la militancia antimetafísica de estructuralistas y posestructuralistas lo convirtió en un desdeñable racionalista eurocéntrico, no hay que olvidar que su concepción del arte, por restringida que fuera, no tiene precisamente nada de metafísica. Como queda claro cuando recuerda junto a Didier Eribon la influencia de su libro Arte e ilusión, para Gombrich el arte sobre todo tiene que ver con la tecnología que ha permitido a lo largo de la historia simular la impresión óptica. Así se explica la actualidad de su pensamiento y la vigencia de su legado. Los análisis que hace Gombrich, por ejemplo en Arte e ilusión, de las imágenes reproducidas en anuncios publicitarios, ilustraciones científicas o pósteres de carácter popular son un precedente claro de los análisis que hacen hoy los diferentes representantes de los conocidos como Estudios Visuales. El humanismo crítico de Gombrich no tiene por qué interesar solo a los que sientan alguna nostalgia de una supuesta sociedad letrada perdida. Al contrario, serán muchos los que al leer estas páginas encontrarán interés en el método de un crítico que nunca quiso ver lo artístico al margen de lo tecnológico. Un método nada desdeñable, si tenemos en cuenta el poder de la actual cultura visual y la dependencia del conocimiento contemporáneo de la imagen y su difusión. ~

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(1976) es profesor de teoría de la literatura comparada en la Universidad de Barcelona. En 2010 publicó La ciudad y su trama (Lengua de Trapo), que obtuvo el VIII premio de ensayo Caja Madrid.


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