Hace un par de años me vi gratamente sorprendido por la lectura de El espejo de las ideas, un tratado (como indicaba su subtítulo) del escritor francés Michel Tournier (París, 1924) que buscaba la iluminación a través de las ideas, a partir de parejas de conceptos en apariencia antitéticos: el nómada y el sedentario, el hombre y la mujer, el agua y el fuego, el sol y la luna, etcétera. Era aquel un libro lleno de nombres y de cifras que partía, según su autor, de dos ideas fundamentales, a saber: que “el pensamiento funciona con la ayuda de un número finito de conceptos-clave, que pueden ser enumerados y dilucidados” y que “dichos conceptos van a pares, pues cada uno posee un contrario ni más ni menos positivo que aquél”. Demostraba a las claras la capacidad de sugerencia de su autor y su inusual facultad para concretar, mediante ese juego binario, el pensamiento abstracto.
Llega ahora en la misma colección, traducido también por Luis María Todó, Celebraciones, y la impresión causada por el Tournier ensayista ahonda en la creencia (personal pero transferible) de que nos encontramos ante un pensador fresco y original (por paradójico que parezca), especialmente dotado para ensalzar la asombrosa variedad del mundo. En la apoteosis de la crisis de los géneros, este libro viene a incidir en lo ridículo que al cabo resulta ese afán por las taxonomías. Imposible asignar a este libro uno de los géneros tradicionales pues que participa del ensayo pero sin perder un ápice de su pulso narrativo (se regodea en el contar), y mucho menos un deliberado espíritu poético. Estamos ante una pequeña gran enciclopedia portátil redactada después de una vida larga de lecturas y mapas por alguien al que en otro tiempo se le habría otorgado el título de sabio. Son muchos los saberes que transitan con naturalidad por este libro. Y lo hacen, insisto, sin afectación. Destilan de la experiencia de un hombre que ha viajado y ha vivido con la envidiable intensidad del que no se resigna. Tras la escondida senda de los asombros, camino siempre de la perplejidad perdida, parece pasear Michel Tournier, con cara de perpetuo sorprendido. Hay algo de esa mirada infantil en Celebraciones, tan es así que uno cada poco se ve en la obligación de preguntarse por el alcance real de los descubrimientos que va encontrándose a medida que avanza por sus páginas. En ese sentido, son muchas las ocasiones en que he sentido la tentación de ponerme a leer en voz alta o, lo que es lo mismo, en que he notado la necesidad de compartir la lectura con alguien, por ejemplo, mi hijo. Sí, porque hay algo en él de didáctico, en el mejor sentido de la palabra. Quiero decir que su tono es el más adecuado para transmitir el conocimiento: la claridad del estilo, lo atractivo y variado de los temas que toca, el sobrio acarreo de múltiples materiales susceptibles de provocar admiración, todo eso que casi hemos desterrado de la vida cotidiana, sobre todo de esa existencia superficial y práctica que abunda en los alrededores de la gran urbe moderna. Contra el olvido de las operaciones sustanciales y a favor de la incalculable riqueza de matices que se ocultan en la naturaleza; contra la prisa del que huye sin saber hacia dónde y a favor del que sueña una vida más alta; contra la gravedad y el nihilismo de la descreída sociedad posmoderna y a favor de la sencilla conmemoración de lo que pasa, se alza este humilde monumento a la lucidez escrito desde la humana altura de quien se sabe “una superposición de laberintos”.
Hay en él un regusto de libro antiguo (más por clásico que por viejo), el que sólo es capaz de escribir aquel que se retira no para desertar del mundo sino para contemplarlo con la debida perspectiva; desde una casa rectoral, como es el caso, perdida en un valle con jardín “dominado por siete árboles seculares” al que limitan una iglesia con campanario y cementerio.
Seis son las partes que componen este deslumbrante mosaico: “Naturalia”, “Cuerpos y bienes”, “Lugares”, “Las estaciones y los santos”, “Imágenes” y “Personalia”.
La primera gira en torno al convencimiento de que “Nuestra madre Tierra es una profunda memoria. Inscribe en su rostro devastado todos los acontecimientos que sufrió desde la noche de los tiempos”. Y que sigue sufriendo, podríamos añadir, Prestige mediante. La segunda se interna por el bosque apasionante de los alimentos y del sueño, de los tatuajes y las rodillas, de la salud y la enfermedad, del vino, el juego, el oro, el dinero y el suicidio. Ciudades alemanas, puentes franceses, rectorías y castillos, viajes orientales y un delicioso elogio de las cometas son los protagonistas de la tercera parte. Como de la cuarta lo son los santos y los ángeles, los personajes bíblicos y los seres de leyenda. En la quinta nos encontramos reflexiones sobre el laberinto, la radio, el cine, la melancolía y las canciones. En la última aparecen los maestros y los amigos (“¡Qué difícil resulta hablar de quienes amamos!”): el rostro arrugado de Marguerite Duras, la juventud perdida con Gilles Deleuze o una intensa elucubración sobre el pliegue a propósito de la diseñadora Azzedine Alaïa.
Tournier hace suya una frase de Gautier: “Yo soy un hombre para el que el mundo exterior existe”. Pertenece a una estirpe de escritores vitales, solares y llenos de curiosidad. Lo dice él mismo: “Este librito celebra pues la riqueza inagotable del mundo”. ¿Cabe mejor intento? ~
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