James Kelman
Era tarde, muy tarde
Traducción de Vicente Campos
Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2013, 336 pp.
¿Pero es que queda algún escritor en lengua inglesa por traducir? ¿No pican las grandes editoriales el cebo con novelistas que parecen diseñados a conveniencia de los talleres de escritura creativa? ¿Es que no escarban todavía lo bastante a fondo las independientes? ¿Acaso no dedicamos las portadas de suplementos a los títulos más crepusculares de viejas glorias de la novelística en inglés? ¿Es posible mejorar nuestro comportamiento como aplicada colonia cultural? ¿No pedimos cada octubre (¡yo el primero!) el Nobel para Philip Roth?
Pues parece que ni con toda esta vigilancia podemos evitar que se pase por alto un autor de la envergadura de James Kelman (apenas un tímido asomo en nuestras librerías a principios de los noventa), que no es precisamente un desconocido ni un marginal, que nació en 1946, ganó el Booker en 1994, y ha protagonizado fragorosas polémicas con llepafils que le acusan de vandalismo literario.
Se me ocurren dos motivos para explicar este descuido. El primero estaría relacionado con nuestras expectativas como lectores. Igual es cierto que existen personas que compran novelas atraídas por la ilustración de cubierta, pero en la mayoría de las elecciones de mis allegados reconozco un ingrediente que podemos llamar provisionalmente “expectativa de recompensa”. La novela, como medio para proveerse de cultura (o lo que sea que nos suministre el arte), parte con desventaja en relación al cine o a la música: requiere una inversión enorme de tiempo (desventaja que se agudiza si tenemos en cuenta que el primer libro de un escritor con un mundo propio suele aturdirnos). Los lectores elaboramos con la imaginación una “expectativa de recompensa” donde pesan bastante consideraciones como el juego que nos dará en las conversaciones o el grado de identificación personal: una suerte de reverso práctico del esnobismo. Aunque se trate de un motivo menor, conviene señalar que el proyecto de lectura de Kelman ofrece pocas recompensas extraliterarias: ni diseña caligramas ni se viste como un karateka, es escocés (en algunas fotografías se insinúa que incluso podría ser pelirrojo), no trufa el texto de citas eruditas, ni se dedica a recorrer ruinas con cara de dolor de estómago.
El segundo motivo me parece más serio; con cierta frecuencia la crítica maneja un sistema de clasificación que funciona como un interruptor con dos posiciones que se excluyen mutuamente: la de los interesados en indagar en el lenguaje y la de aquellos que se proponen replicar la realidad. Kelman es de esos escritores cuya poética al proponerse esfuerzos en ambas direcciones cortocircuita una distinción tan artificiosa.
El lector de Era tarde, muy tarde, enseguida se encontrará con un estilizadísimo manejo del idioma. Claro que para Kelman “estilizar” el habla no significa ofrecer un inglés pulido y elegante, sino violentar el idioma valiéndose de una invasión constante y muy calculada del working-class Glaswegian, y de un montón de tacos y palabrotas. Kelman va más allá de ofrecernos un crisol con el habla de la calle, consigue proporcionarle un ritmo a lo malsonante, una asombrosa cadencia de reniegos que Vicente Campos ha conseguido trasvasar al castellano de manera portentosa.
Esta sensibilidad lingüística (que entronca con los logros de Joyce o Woolf, orillados como influencia explícita por la mayoría de sus coetáneos británicos), lejos de agotarse en su propia fantasía, se aplica, y de aquí la sorpresa, al escrutinio de las vidas de hombres y mujeres desclasados, arrojados a trabajos mal remunerados, atontados por el recreo alcohólico, beneficiarios y víctimas de los subsidios. Era tarde, muy tarde se posa sobre Sammy, un tipo de treinta y ocho años, que pasó un tiempo en prisión por un asunto del que se hubiese salvado con un buen abogado, al que le ha abandonado su mujer por un brote de sinceridad, y que tras una noche de borrachera pierde la vista en un interrogatorio con la policía (la descripción de las primeras horas ciego es uno de los grandes logros de la novela), a la que no quiere denunciar por miedo a perder su miserable subsidio.
El personaje de Sammy obliga a reconsiderar el juicio de Evelyn Waugh de que la novela social fracasó en Gran Bretaña porque los escritores nunca llegaron a saber nada sobre los obreros, que escribieron sobre personajes sin sangre, representativos apenas de sus ideas bienintencionadas. Si Sammy termina siendo un excelente instrumento para escrutar las condiciones de vida en los arrabales de la protección social es porque ante todo se representa a sí mismo, Kelman se ha preocupado de configurar una mente con limitaciones y aspiraciones propias, cuya defensa ante las exigencias continuas del mundo es tararear un surtido (parcialmente inventado) de letras pop. Gracias a esta impresión de conciencia individual el recorrido de Sammy por la burocracia británica (que podría calificarse de kafkiana si no fuese porque Kelman se cuida mucho de despojarla de cualquier halo de trascendencia) nos deja el ánimo pringado de terrores corrientes.
Quizás el principal acierto de Kelman radique en que sus logros lingüísticos y su empeño en retratar un espacio usualmente desatendido de la realidad británica en lugar de discurrir por vías paralelas aparecen fundidos sobre el texto. Se trata de encuentros que a menudo provocan chispazos de humor: involuntarios para Sammy y muy deliberados por parte de su autor. Queda en el alero del lector decidir si Kelman pretende sugerir que cualquier mejora social debe pasar primero por poner orden en el propio lenguaje, o si como tantos maestros irlandeses nos está insinuando que los cambios políticos pasan por soliviantar los usos bien establecidos del lenguaje oficial que lo ampara. En la misma solapa de Era tarde, muy tarde, se anuncia la traducción de otra de las novelas “vandálicas” de Kelman You Have to Be Careful in the Land of the Free, de manera que el lector tendrá más oportunidades de responder a estas preguntas, y que prospere la apuesta, y que vengan más oportunidades. ~