Los bosques de Maine, Henry David Thoreau, Baile del Sol.
Naturalezas, Ralph Waldo Emerson, La línea del Horizonte.
En un metro de bosque. Un año observando la naturaleza, David George Haskell, Turner.
Verdolatría. La naturaleza nos enseña a ser humanos, Santiago Beruete, Turner.
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Tanto en el libro de la naturaleza como en el de la ciudad letrada habita una misma ansia: que el universo sea legible. Sin embargo, durante algunos meses, cuando la pandemia de covid-19 mandó a millones de personas al cautiverio, la naturaleza pareció reclamar su lugar con imágenes de ciervos y lobos paseando por grandes avenidas despojadas de coches, de paisajes que volvían a ser visibles en el horizonte, árboles y flores creciendo a sus anchas.
Esto no significa que la naturaleza esté de regreso. En realidad, siempre estuvo ahí, impasible ante la separación artificiosa de lo humano y lo natural. La cuestión que la pandemia puso de manera urgente sobre la mesa, tras evidenciar lo que sucede con la explotación indiscriminada de los ecosistemas, es si todavía existe la posibilidad de reconciliarnos con ella. Ese viejo anhelo de filósofos, naturalistas y escritores cobra un nuevo significado ahora que tratamos de recuperar nuestro lugar en esa gran casa que vemos desde el encierro.
Las dos conferencias de Ralph Waldo Emerson reunidas en Naturalezas funcionan como una excelente introducción a la filosofía trascendentalista y, en particular, su panteísmo. En ambos textos, pronunciados y publicados entre 1836 y 1841, el poeta estadounidense presenta su visión de la naturaleza como una presencia que se expresa a través de “una hoja, una gota, un cristal, un instante de tiempo”, elementos que son partícipes por igual de “la perfección del todo”; donde cada nacimiento repite el origen y la vida del universo, en la cual las obras humanas son una traducción del lenguaje en el que está inscrito el orden natural. Como señala Carlos Muñoz Gutiérrez en el prólogo, Emerson veía la potencia de la democracia estadounidense reflejada en sus majestuosos paisajes, desde los bosques del noroeste, desiertos como el de Arizona, ríos como el Misisipi o las Grandes Planicies. Que muchos de estos lugares hayan sido clausurados y convertidos en reservas, cuando no han sido puestos a disposición de industrias como la minería o el fracking, confirman una de las profecías lanzadas por Emerson: que el hombre, separado de la naturaleza, no es más que “un dios en ruinas”.
Otro libro que recuerda lo mucho que la sensibilidad norteamericana se ha alejado de su originario vínculo intelectual con la naturaleza es Los bosques de Maine (1854), de Henry David Thoreau, un diario pormenorizado de sus viajes –con presupuestos y viáticos incluidos– por las faldas del “Ktaadn”, como el autor se refiere al monte Katahdin, el pico más alto en la cordillera de los Apalaches. La prosa de este libro es tan pragmática como las decisiones de Thoreau, inmerso en la espesura del bosque y sus ríos laberínticos. Si en su obra más conocida, Walden (1864), la naturaleza es objeto de contemplación desde una cabaña, en los trayectos a pie, en canoa y por distintos campamentos de Los bosques de Maine esta aparece de manera contundente, en una suerte de combinación de belleza y riesgo. Y aunque hay pasajes en los que Thoreau, frustrado por la dificultad de su expedición, quisiera dominar los elementos del bosque con la precisión de su bitácora, los mejores momentos de este libro son aquellos donde hace una pausa para simplemente observar la bruma, los animales y la vegetación que lo rodea.
Ya en pleno siglo XXI, el biólogo inglés David George Haskell experimenta la legibilidad del mundo con un diario donde se entrecruzan la divulgación científica y la meditación: En un metro de bosque. Un año observando la naturaleza, Haskell relata el año que pasó observando lo que sucedía en una parcela de nueve metros cuadrados de bosque virgen en la meseta de Cumberland, Tennessee. Para contemplar ese espacio mínimo, el autor elige al mandala como metáfora, unidad donde todo está en todo: el liquen, las estaciones, los gusanos parásitos, los moluscos y las aves. En vez de volverse monótono, ese espacio se torna inabarcable, un sitio donde converge el universo con su simetría, sus leyes y, lo que más remueve las emociones de Haskell, su indiferencia ante los quehaceres humanos. Al cabo de cientos de páginas, esos metros de bosque ya son una presencia familiar, cercana, pero, como sucede con los mandalas budistas, también son un espacio sagrado, ajeno al mundo cotidiano.
Esa ambigüedad, en la que el humano es al mismo tiempo ajeno y pariente de la naturaleza, lleva a Santiago Beruete a componer en Verdolatría. La naturaleza nos enseña a ser humanos, una serie de ensayos breves sobre la semejanza de los filósofos con las plantas, el amor al silencio o la claustrofilia, lo que cuentan los anillos de los árboles sobre la vida en la Tierra, semillas que saltan, y otros temas donde botánica, lírica y filosofía conviven como flores de un mismo huerto. Beruete se refiere a sí mismo como jardinósofo (también es autor de una historia filosófica de los jardines), y en estos ensayos invierte la ruta de sus colegas anglosajones al recorrer una vida dedicada al cuidado y observación de las plantas, pero bajo la luz de los libros.
Así, la revelación podría ocurrir en cualquier lugar porque los libros de la naturaleza siempre están abiertos y parecen exigir una sola cosa: paciencia; ya sea para observar las partículas de agua, enfrentar los obstáculos de un viaje a tierras silvestres o para cuidar de mandalas y jardines. Puede que su mensaje para nosotros no sea un reclamo de amor ni tampoco una exigencia de alejamiento, sino algo más complejo: una petición de amistad. Y estos son solo algunos de los caminos –empedrados de metáforas– que nos llevan de vuelta a la casa de esa vieja amiga.
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