Con esta serie de conferencias (Madrid, 2006), Claudio Magris se suma al movimiento explorador de las relaciones entre derecho y literatura, movimiento importante en el mundo anglosajón, casi desierto en el orbe hispano. El autor rechaza la idea romántica que contrapone la literatura al derecho. En principio –sostiene– toda obra de arte revela una esencia moral y es afín a una ley previa ajena a la arbitrariedad del sentimiento. Pese a que muchas historias literarias son adversas al derecho y a su práctica, ellas mismas encarnan leyes en un plano profundo; como los códigos jurídicos y la administración sabia de la justicia, siguen una coherencia interna y representan en parábolas los mensajes contenidos en mandamientos y leyes abstractas. Las relaciones entre ley y mito han sido exploradas por la investigación antropológica. Contra esta evidencia, el persistente rechazo romántico a la ley termina por asimilar la literatura a la fe y a la gracia, las cuales no necesitan el examen de las acciones concretas.
En el mundo actual, señala Magris (Trieste, 1939), las ideas jurídicas generales tienden a disolverse en un laberinto de leyes y normas específicas cambiantes debido a las presiones globales. La razón, la ley y el sujeto centrales se eclipsan ante el avance de leyes y reglamentos particulares que invaden todos los ámbitos de la existencia individual. Hay una eclosión jurídica, la cual crea nuevas materias y estructuras para la literatura. Este espacio inmenso es el nuevo far west literario a conquistar. Al ignorarlo, los literatos evaden la exploración de un sinfín de conflictos humanos que están en el centro de la vida moderna.
Bienvenida la invitación de Magris, pero su mensaje se queda corto ante el conocimiento acumulado en las últimas décadas. El debate en Estados Unidos empezó en 1973 con The Legal Imagination de James Boyd White, de enfoque más o menos moralista, pero con mucha información sobre los vínculos entre ambas materias. Desde entonces se han propuesto nuevos enfoques y han surgido escuelas que invitan a leer la literatura clásica y moderna con nuevos ojos. Law and Literature (Harvard University Press, edición revisada y ampliada de 1998), de Richard A. Posner, hace una revisión exhaustiva de lo acumulado hasta ese momento.
Posner, juez pragmático del distrito de Chicago, impugna severamente la pretensión de renovar el derecho, la jurisprudencia y la abogacía a partir de la literatura, pero su retórica muestra en sí misma la buena influencia de la novela y el drama sobre su mente de abogado. Uno de sus puntos fuertes es leer las novelas como un forense escudriña la escena del crimen o la trama de los expedientes judiciales en busca de evidencias. El resultado es una muestra muy rica de capacidad de síntesis y orden expositivo. La principal impugnación de Posner a la literatura como fuente del derecho es su propensión a extrapolar los conflictos por razones dramáticas. La mayoría de las novelas clásicas y contemporáneas con tema legal no resisten el análisis jurídico profesional. Cualquiera que sea la postura ante el punto de vista de Posner, sus resúmenes y comentarios encierran una lección de eficacia intelectual para la crítica literaria vaporosa.
Otro libro interesante para la crítica literaria es La fábrica de historias / Derecho, literatura, vida (Buenos Aires, fce, 2003), de Jerome Bruner, reunión de conferencias dictadas en un seminario animado por Paolo Fabbri y Umberto Eco en la Universidad de Bolonia. Es un libro rico en ideas y referencias bibliográficas sobre el funcionamiento de la mente al declarar ante la ley y al narrar. Es extraño que Magris no lo consigne. A diferencia de Posner, Bruner encuentra afinidades profundas entre derecho y literatura en el hecho de que ambas disciplinas se basan en relatos. Los expedientes judiciales son relatos y las leyes mismas están vinculadas a historias de vida, experiencias concretas que las hacen necesarias. Los casos judiciales, como los relatos literarios, abundan en expectativas fracasadas. La literatura convierte estos contratiempos humanos en géneros y así nos enseña, sin proponérselo necesariamente, a domeñar los conflictos, a preverlos, a no repetirlos. Por tanto, la formación literaria es aconsejable para los abogados.
Uno voltea hacia el ejercicio del derecho en México. He ahí el caso de Jacinta, para no ir lejos, donde el aparato judicial fabrica la culpa en vez de probarla, como en El proceso de Franz Kafka. Ambas historias tienen en común la presunción de la culpa (en vez de la presunción de la inocencia). En algún momento Josef K. empieza a convencerse de su culpa. Jacinta, al salir libre, declara que aprendió nuevas palabras, como “amparo”, “diligencia” y otras: su mente había empezado a ser gobernada por la lógica del aparato judicial, como los menonitas de Chihuahua, que acaban de descubrir la palabra “sicario”.
La presunción de la culpa es corolario jurídico de la idea del pecado original (somos culpables por el hecho de haber nacido). Aunque esta idea ha sido erradicada de casi todos los órdenes jurídicos, algunos aparatos judiciales siguen asumiéndola en la práctica como forma de dominio sobre el acusado. El Código de Justicia Militar de México aún la conserva: “La intención delictuosa se presume, salvo prueba en contrario” (art. 102). En el drama La exposición Claudio Magris incluye el siguiente parlamento: “La culpa estaba allí, la culpa está en el comienzo, antes de todo […] la vida es ley, es una desgracia que no naciera muerto.” Esto es similar a la frase final de El proceso: “Y era como si la vergüenza hubiese de sobrevivirle.” ~
(Santa Rosalía, Baja California Sur, 1950) es escritor y analista político.