Lodo, de Guillermo Fadanelli

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Guillermo Fadanelli, Lodo, Debate, Madrid, 2002, 300 pp.

NOVELA
Eduarda en las ciudades

Septiembre es un mes idóneo para matar. Al menos inconscientemente así lo ratificaría Humbert Humbert, que hace ya medio siglo balaceó a Clare Quilty, un perseguidor y pervertidor de menores disfrazado de dramaturgo, en un arranque de celos detonado por Dolores Haze, la nínfula que conscientemente trastocó el mundo de Humbert. "El curioso —señala John Ray, doctor en filosofía, en el prólogo de Lolita— puede encontrar referencias al crimen de 'H. H.' en los periódicos de septiembre de 1952; la causa y el propósito del crimen hubieran continuado siendo un misterio absoluto de no haber permitido el autor que estas Memorias fueran a dar bajo la luz de mi lámpara." Alumbrado por una luz más escéptica que la nabokoviana, Benito Torrentera, un cincuentón especialista en filosofía como el doctor John Ray, fanático de Silvestre Revueltas y adicto a las prostitutas como Humbert Humbert en su juventud, acaba de redactar sus memorias para confesar el asesinato de dos rancheros motivado por una Lolita oriunda de Iztapalapa: Flor Eduarda, rebautizada como Magdalena Gutiérrez en una credencial de elector falsa. Al igual que Humbert, Torrentera va a la cárcel por un crimen cometido en septiembre, detalle del que nos enteramos gracias a su manía por las fechas —en prisión hay tiempo de sobra para evocar el pasado con exactitud; en su caso, sin embargo, es condenado no por el homicidio de los dos rancheros sino por el de un narcotraficante que le achaca la policía de Michoacán, treta que revela los engranajes cada vez más evidentes de la corrupción mexicana, esa maquinaria que deberíamos patentar. A diferencia del alter ego de Nabokov, que muere de una trombosis coronaria en la cárcel dos meses después de su crimen, el personaje de Lodo, la nueva novela de Guillermo Fadanelli, termina de escribir su relato tres meses después de su delito, o mejor, del delito que le han imputado; es decir que sobrevive, aunque si recordamos lo que el propio Torrentera anota al citar el Fedón ("Hacer filosofía es practicar el estar muerto") tendríamos que pensar que lo que leemos en realidad son los papeles de un difunto en vida, un filósofo que se asume cadáver en la tumba prematura de su celda y al que le "[complace] hacer espirales antes de llegar a [su] destino". Ambos, Humbert y Torrentera, comparten la obsesión por una nínfula que los lanza a un doble viaje justamente en espiral: viaje interior por sus respectivas ideas y biografías, viaje exterior por ciudades y carreteras que los conduce al fondo de sí mismos, a un sino que redunda en la decrepitud y la soledad.
     Pero no hay que llamarse a engaño. Fadanelli, a través de su alter ego, echa por tierra las conjeturas nabokovianas del lector, luego de que los dos rancheros con los que Eduarda flirtea en un billar de Zitácuaro empiezan a seguirla: "Este acoso podría recordar algunos pasajes de Lolita. No hay que ser ingenuos: lleven a pasear a la más bella de sus hijas en minifalda a un pueblo michoacano y nueve de cada diez veces sucederá algo parecido. Uno debe leer menos y vivir un poco más." Fiel a este precepto, Torrentera deja a un lado los libros —que no las referencias culturales, que pululan en su discurso y fungen como su columna vertebral— para urdir una road movie amorosa —aunque los amorosos sean "la escoria de la humanidad"— rumbo a Tiripetío, cuna de la primera cátedra de filosofía en América; la filiación literaria persiste, no obstante, y no sólo con Lolita. En Torrentera y Eduarda, losers entrañables que tardan en advertir que se están "convirtiendo en una pareja", es fácil detectar la impronta de Abelardo y Eloísa, los amantes del siglo xii; de Walter Faber y Sabeth, los viajeros de Homo Faber, la novela de Max Frisch, que descubren que son padre e hija una vez consumada la relación carnal; y también, por qué no, de Philip Winter y Alice, el fotógrafo y la niña abandonada que recorren los freeways de Alemania en Alicia en las ciudades, la película de Wim Wenders. Secundada por un elenco en el que sobresalen Artemio Bolaños, versado asimismo en historia y filosofía, y su novia Copelia, que renuncia a sus intentos por seducir a Eduarda, la pareja dispareja de Fadanelli entronca con la tradición on the road cimentada por la literatura estadounidense pero únicamente para fundar su propia ruta, una ruta tanto geográfica como cultural y lingüística. El español castizo que se recupera y mezcla en sus páginas es, sin duda, uno de los mayores aciertos de Lodo; otro es el ritmo que se le imprime a la trama. Pese a estar salpicada de apostillas y digresiones que lindan con lo ensayístico —"La novela para sobrevivir se ha transformado en ensayo"—, la acción fluye sin tropiezos, con una rapidez que registra el velocímetro del coche que Torrentera le compra a Artemio y que quiere obsequiarle a Eduarda: un vehículo que acaba por devenir emblema del desplazamiento mental del protagonista, que "acostumbraba llevar a pasear un poco a los conceptos para curarlos del miedo a la aventura, amaba embarrarlos de lodo para hacerlos más humanos".
     Dueño de un pulso narrativo inconfundible, y a sabiendas de que "los estudios no matan las pasiones", Guillermo Fadanelli ha sacado a pasear los conceptos obtenidos a lo largo de sus lecturas y vivencias para regresar con una novela de madurez y dos de sus creaciones más firmes: Benito Torrentera y Eduarda, esa suerte de ilusión que ronda las ciudades y "toma la forma de tus deseos". Dos creaciones que, como todo ente literario que se respete, adquieren contornos de carne y hueso para habitar junto a nosotros esta lodosa realidad. ~

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(Guadalajara, 1968) es narrador y ensayista.


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