Para María Zambrano, Unamuno fue mucho más que un predecesor: fue una afinidad electiva. Sentía por él una admiración y un respeto extraordinarios. El último artículo que dedicó a su figura (“La presencia de don Miguel”, 1986) evoca la primera vez que lo vio y oyó: “Aún no puedo olvidar, ni lo podría en siglos, cuando se me dio, siendo casi una niña, ver en Segovia a don Miguel, a don Antonio Machado y a mi padre. Mi padre también tenía presencia. Era muy alto. Y vi a los tres como tres altas torres.” Mercedes Gómez Blesa, editora e introductora del volumen que nos ocupa, sugiere incluso que Unamuno podría haber llamado a Zambrano su “hermana menor”. Al fin y al cabo, ambos pensadores compartieron una misma empresa intelectual (“españolizar Europa”), una misma manera a veces, maniera de filosofar (la prosa visceral y rica en metáforas) y un mismo ideal de filosofía (la sabiduría poética, o realismo vital-existencial). Por compartir, compartieron hasta los errores: errónea fue la confusión de la decadencia del idealismo (más bien, del neokantismo de la Escuela de Marburgo) con la decadencia de casi toda la tradición filosófica europea; erróneo fue su menosprecio del concepto; errónea, la desmedida alabanza del tropo como trasunto de aquél; errónea, en fin, la discreta apreciación del valor y novedad de otras vías filosóficas coetáneas hacia la existencia (la de Heidegger, por ejemplo).
A Unamuno, a la Zambrano y a Ortega se debe, sin embargo, la creación de un estilo filosófico hispánico que no sufriría transformaciones profundas hasta los años sesenta, con la irrupción de la generación de la Transición (la de Eugenio Trías o Fernando Savater). En el caso de María Zambrano, este estilo alcanzaría su forma plena en Filosofía y poesía (1939) y produciría luego auténticas obras maestras (El hombre y lo divino [1955] o Claros del bosque [1974]). Actualmente, el influjo de su pensamiento ha traspasado los límites del ámbito cultural hispánico y se abre paso en Alemania (Suhrkamp), Francia (Broché) y en Italia (Lavoro). En este último país se celebran congresos sobre su obra (Florencia, 2000; Salerno, 2003) y existen páginas Web dedicadas a ella (así: http://lgxserver.uniba.it/lei/rassegna/zambrano.htm).
María Zambrano escribió Unamuno y su obra durante los primeros años de su exilio cubano, entre 1940 y 1942. El ensayo, inédito hasta la fecha, es el borrador final de una versión definitiva que nunca abandonó el limbo de lo posible. Gómez Blesa completa su excelente edición adjuntando como apéndice todos los textos de Zambrano dedicados a él, desde “El Otro, de Unamuno” (1933) hasta el artículo arriba citado de 1986.
“Este libro”, escribe la autora en la “Justificación” que precede al texto, “se escribe no desde la objetividad, sino desde la participación”. Esta circunstancia le permite esquivar tanto la biografía intelectual género que exige cierta dedicación a la minucia como la tentación hagiográfica, a la que sólo cede en algún que otro pasaje (“Tiene [Unamuno] mucho de señor de castillo, comunero, de figura adscrita a un lugar desde el cual puede extenderse a toda la tierra.”). En realidad, Zambrano ensaya en Unamuno una de sus ideas más propias, expresada por ella misma como a vuelapluma: “La vida entera, con eso que se llama la experiencia, no es sino el doble proceso de eliminación de nuestros yos multitudinarios, de nuestros muchos imaginarios, y la salida y salvación de nuestra nada para alcanzar, por fin, la unidad.” O dicho también con sus palabras: el más alto propósito vital es, justamente, “proponerse existir”. Tras la expresión del pensamiento hay siempre un pathos que excede siempre dicha expresión, un conatus insaciable en su anhelo de ser: spinozismo patético. En materia vital, más pleno de sentido y más valioso que el éxito es el fracaso.
Zambrano convierte los fracasos de Unamuno en signos de un sublime exceso existencial: poeta demasiado filósofo, filósofo demasiado poeta, novelista de “novela suicidada”, autor trágico incapaz de escribir una tragedia… Este último fracaso es “el verdadero hueco de la obra de Unamuno, su manquedad, su última confusión, pues de haber realizado al fin la tragedia, sus grandes temas, temas trágicos que no llegó a resolver en pensamiento, hubiese llegado a una grandeza excepcional, se hubiese enteramente autorrealizado”. El “fracaso” de Unamuno debe ser entendido, claro está, desde la personal concepción de la tragedia que, sutilmente, proyecta la autora sobre la obra de su don Miguel. El centro del pensamiento unamuniano se desplaza: su gran obra no es Del sentimiento trágico de la vida, sino la Vida de don Quijote y Sancho, a la que se dedica un capítulo específico: “la lucha en don Miguel no es entre religión y filosofía […] sino entre tragedia y religión. Es Job, siempre Job, el personaje en quien quiere convertirse y rechaza al mismo tiempo la conversión”. Y la tragedia es, sobre todo, tragedia de la existencia, ante la cual el discurso religioso cede su puesto ante la fe de vida, cuyo género adecuado es la guía espiritual. Por eso el ensayo unamuniano sobre Cervantes y su Quijote adquiere tantísima relevancia para Zambrano: “así, la primera angustia, la eterna angustia mortal, no será la muerte, sino aquella otra que surge en la conciencia al despertar, cuando ella nada sabe todavía […] si supiéramos cuál es este patrón eterno, ‘esta mi Dulcinea’, no temeríamos a la muerte, y vida y razón no serían enemigas, porque la razón tendría claramente su lugar”. El hambre de inmortalidad unamuniana se trastoca en hambre de nacimiento, núcleo del pensamiento de Zambrano.
Algo tiene este ensayo de joya antigua, magníficamente anacrónica. Conmueve la prosa de su autora y conmueve su emoción ante el drama vital de Unamuno. El mundo de Unamuno, en cambio, parece irremisiblemente lejano y extraño, como si su recuerdo se hubiera perdido en la memoria colectiva, como si hubiéramos olvidado incluso el olvido. Como si aquella España, en fin, hubiera sido una insoportable pesadilla. ~
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