La crรญtica literaria es una forma especial de lectura. Recordarlo puede sonar a trivialidad, pero en un tiempo en el que su ejercicio anda perdido entre los suplementos culturales y un puรฑado de revistas, reducidas a las dimensiones que le dejan el diseรฑo y la publicidad, puede no estar de mรกs retomar este punto de partida. Por mucho que el mercado literario imponga paratextos a los productos que ofrece al consumo (y su demanda es comprensible entre un pรบblico lector abrumado por el nรบmero desmesurado de publicaciones y desorientado sobre su valor), la crรญtica fundamentada requiere otros ritmos, otras dimensiones, y hasta otros espacios. Por eso hay que saludarla cuando reaparece en libros que se elevan sobre el trรกfago de lo actual y las polรฉmicas: muestra que lo que arraiga es lo que se cultiva, lo que invita a la relectura porque nace del detenimiento en la lectura.
Los rostros del tiempo es, creo, un buen ejemplo de ello. Juan Malpartida es un lector vocacional y profesional a un tiempo, pero lee siempre por gusto. El volumen ofrece la decantaciรณn mรกs grata de su constante lectura, los diรกlogos que mรกs recuerda Malpartida, los autores a los que ha vuelto con deleite. En casi todos los ensayos se revela, de hecho, un grado de frecuentaciรณn muy poco usual: en varios casos se comenta prรกcticamente la obra entera.
La nรณmina de autores es en sรญ misma reveladora y personal, y son las presencias menos obvias las que mรกs nos dicen sobre lo que intriga a Malpartida: Sainte-Beuve, Stephen Spender, Elizondo; tambiรฉn, por encima de las fronteras de los gรฉneros, Gerald Brenan, Francis Bacon o Castilla del Pino. De la autobiografรญa de este รบltimo llega a decir, con deliberada contundencia, que โla considero de las dos o tres mรกs importantes que se han publicado en Espaรฑa en cualquier รฉpocaโ (p. 203): la valoraciรณn apunta a una carencia histรณrica y perfila un interรฉs temรกtico. Se habla de artistas apasionados y meditativos (generalmente ambas cosas a la vez), pero a todos les une la atenciรณn a lo vital y al erotismo, a la memoria y las fronteras de la identidad. El tรญtulo del libro no es casual: frente a los excesos postheideggerianos que proclaman la muerte del autor (porque el lenguaje habla solo), Malpartida ausculta rostros con que dialogar. Lo formal le interesa secundariamente, en la medida en que enmarca nuevos ensayos de experiencia. Un grado de conciencia epocal se hace en tal caso imprescindible, porque al mundo de la interioridad, como al de fuera, apenas le quedan ya tierras vรญrgenes (y las trivialidades sensacionalistas siguen desecando el paisaje emocional). Todos los autores comentados son hijos tardรญos del romanticismo, y lo saben. Su herencia es una apuesta por lo autรฉntico, y su pecado original la pรฉrdida de la ficciรณn de la inocencia.
Esta obsesiรณn moderna por la lucidez se manifiesta en la insistencia con que Malpartida rastrea la โexactitudโ. La palabra se eleva a lema en el ensayo sobre Yourcenar (una de las autoras mรกs inteligentes del pasado siglo), y reaparece en cada uno de los modelos que se ha dado Malpartida. Hay uno que destaca sobre todos: Octavio Paz. Tras las estelas de sus precursores, se nos dice: โPaz alcanza a su vez una prosa cuya exactitud y velocidad es impensable hasta entonces. No se ha escrito en espaรฑol asรญ hasta ese momento. Esa velocidad, aclaro inmediatamente, no es prisa: me refiero a una prosa construida de tal manera que posibilita la agilidad del pensamientoโ (p. 153). Me atrevo a desarrollar el matiz: esa velocidad, esa relampagueante rapidez que Malpartida admira en Paz y alcanza en muchos de sus mejores momentos, requiere la ausencia de prisa, la decantaciรณn calma de lo esencial, de las lรญneas de fuerza decisivas. Lo que se busca aquรญ (y el gesto revela tanto cortesรญa como honestidad) es ahorrarle al lector sinuosidades distractorias, artificios verbales que suelen enmascarar la vacuidad. De nuevo es significativo, a este respecto, que tantos de los rostros con los que dialoga Malpartida pertenezcan a la tradiciรณn inglesa, menos dada que la nuestra a enredarse en excesos retรณricos (aunque al exceso tienden asimismo, puede que por ansia de otredad, dos autores โnorteamericanosโ de la nรณmina: Ezra Pound y Henry Miller).
Lo que leyendo a Malpartida recordamos es cรณmo la precisiรณn es resultado de la calma, y que la agilidad resulta del detenimiento (que no es lo mismo que la parรกlisis). Unas vastas lecturas, la recurrencia sostenida de unas reflexiones, no bastan por sรญ solas para generar esa finura crรญtica, pero son sus condiciones insalvables. Condiciones que explican otros rasgos de estilo del buen crรญtico, aรบn mรกs urgentes entre la banalidad organizada: la mesura que nace del equilibrio de tensiones (y no de la comodidad equidistante), la naturalidad en seรฑalar aspectos menos positivos (sin regodearse en lo fiscalizante). Cuando la crรญtica de libros incurre ya casi por norma en el intercambio de favores y vendettas, la relectura de los clรกsicos ayuda a conjurar la tentaciรณn: frente al propรณsito esencial de comprensiรณn del texto, las actitudes de desdรฉn o adulaciรณn por un autor son sรญntomas casi infalibles de mala lectura. La disposiciรณn hermenรฉutica es dialogante, no admonitoria ni inquisitorial: quizรก cierto humanismo sea otra de sus condiciones de posibilidad, frente a las bรบsquedas metรณdicas que ensayan formalismos y escolasticismos varios (y que hacen bien difรญcil integrar contradicciones). Comprender un texto no difiere en lo esencial de comprender a una persona: exige escucha, tiempo, tolerancia crรญtica, paciencia. En tal caso enriquece. Siempre.
Habrรก quien encuentre excesivo derivar todo esto de un libro que recela programรกticamente del academicismo y pretende sรณlo responder a una curiosidad sentida. Entiendo que es esa actitud la que debe inspirarnos: quizรก lo lรบdico y lo lรบcido tengan que ver en la lectura. Que puede, y hasta deberรญa ser, un gran placer. Un placer necesario. ~