Lunar Park, de Bret Easton Ellis

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Lunar Park empieza como una cruza entre Los hechos y Operación Shylock de Philip Roth. No demora en transformarse en algo que recuerda mucho a El resplandor y a La mitad oscura de Stephen King, con sangre, ectoplasma y duelos frankensteinianos entre creador y criatura. Todo esto sin dejar de coquetear ya desde el título con los territorios de la alucinación suburbana que John Cheever patentó a su nombre en varios relatos y, muy especialmente, en la ácida y oscura y criminal Bullet Park. Y cierra con un último y magistral e inesperadamente emotivo capítulo que recuerda a las páginas finales de Campos de Londres de Martin Amis o, digámoslo sin vacilar, a “Los muertos” de James Joyce.

Pero más allá de influencias y de reverencias, Lunar Park confirma a Ellis como a uno de esos alumnos que pasa al frente y, una vez allí, ya no vuelve a sentarse en el pupitre porque se sabe –y nos hace saber– que está a la altura de sus maestros y de sus modelos y, ya que estamos, de sí mismo.

Porque Lunar Park es un libro de Bret Easton Ellis que trata sobre Bret Easton Ellis. Y aun así… La maniobra no es nueva. El autor como personaje. Allí estuvieron Dante y Hemingway y Mailer y Borges y Cortázar entre muchos otros. Y ahí está, ahora, Bret Easton Ellis, quien de un modo u otro siempre estuvo allí, apenas escondido detrás de un delgadísimo velo.

A saber: el protagonista de Lunar Park es un escandaloso y poco confiable y siempre al borde del crack-up escritor norteamericano que responde al nombre de… Bret Easton Ellis. Y han sido las primeras cuarenta páginas y algo de Lunar Park las que, de entrada, llamaron la atención de crítica y lectores y fans. Porque allí, para empezar, Ellis no vacila en escribir una sucinta pero monstruosamente eficaz (valga la paradoja) autobiografía no-autorizada donde no sólo se desnuda sino que, enseguida, procede a autoflagelarse mientras lanza carcajadas y se arranca los livianos y casi transparentes retratos utilizados en sus iniciáticas Menos que cero y Las leyes de la atracción. Y allí, al principio de Lunar Park, está todo lo vivido hasta ahora y el resumen de lo publicado, narrado con voz mecánica pero fluida. Enumeremos: el éxito temprano y los varios millones recibidos, las drogas duras (todas) y el sexo duro (con todos, con lo que se cruce), la caída libre en fiestas tóxicas o en clínicas de desintoxicación, las correrías por noches blanquísimas junto a su colega Jay “The Jayster” McInerney (quien acaba de publicar The Good Life, que también editará en España Mondadori), el escándalo por ese clásico moderno que es American Psycho, los tour-books en estado zombie promocionando Glamourama. Todo esto y un buen puñado de incómodas e inquietantes revelaciones entre la que se cuenta una que da miedo y que es en la que se asienta toda la nueva novela: el modelo para el asesino serial Patrick Bateman no fue otro que Robert Marin Ellis (1941-1992), difunto y disfuncional padre del escritor que llevó a su familia a la ruina pero dejó como herencia a su hijo varios trajes de Armani manchados de sangre en la entrepierna porque, uh, la operación de prolongación de pene no salió del todo bien, parece.

Y así, bajo su máscara de sátira o de novela de terror, Lunar Park –abarcando poco más de una semana de pesadilla– no es otra cosa que una sensible y muy emocionante novela sobre padres e hijos.

Porque –allá vamos– en la parte inventada de Lunar Park, Easton Ellis vive en una lujosa casa de los suburbios y está recién casado con una antigua amante: Jayne Dennis, una mediocre pero hot actriz de Hollywood con la que tuvo un hijo hace años. Un hijo, Robby, al que Ellis –autoconvencido de que se trataba de un bastardo de Keanu Reeves– siempre ignoró. Un hijo con el que ahora, ya convertido en un adolescente disfuncional
y misterioso, el escritor procura hacer contacto durante los ratos libres que tiene entre un intento y otro de seducir a una hermosa –y próxima
a ser descuartizada– asistente a su más bien poco ortodoxo curso de escritura creativa. Ah: en sus escasos ratos libres y raptos de coherencia, Ellis intenta escribir una novela salvaje y cáustica y comercial. Un “thriller porno”
a titularse –luego de descartar títulos como Holly Shit! por “poco atractivos”– Teenage Pussy. Una variación de American Psycho o algo así. La vida y obra y eyaculaciones de Michael
Graves, inventor de cocktails de
nombres absurdos y de posiciones sexuales más absurdas todavía. Un
sádico sexópata serial que reduce a toda mujer a pedazo de carne multi-
orgásmico mientras les dice cosas como “¿Vas a llamar a la policía? Bueno, pero antes de que llegue… ¿puedo acabar en tu cara?”. Sumarle a las proezas de Graves una inocente chica de 16 años a la que el mega-lover tortura aplicando cocaína en su clítoris mientras la obliga a leer a Milan Kundera y –nos informa al pasar Ellis– en su editorial, Knopf, están más que ansiosos por recibir el manuscrito.

Pero muy pronto queda claro que no es fácil escribir cuando los acontecimientos se precipitan. Ellis comienza a ser asediado por el espectro de su padre y, ya que estamos, por una eficiente y dedicada materialización de Patrick Bateman. Y los cadáveres comienzan a acumularse mientras los niños del barrio desaparecen de sus casas sin dejar mensaje o explicación, abandonando a sus padres en casas súbitamente grandes y silenciosas. Y Ellis –despreciado por su mujer, quien ya no aguanta sus recaídas químico-etílicas– se escuda en un alter-ego, “El Escritor”, quien lo ayuda a mantener la calma, quien “lee” todo como si se tratara de un posible libro mientras Ellis asiste a
sesiones con su psicoanalista (para la que inventa sueños absurdos), reuniones de padres (donde sus sugerencias son recibidas con cierto temor),
entrevistas con un detective demasiado parecido al de American Psycho (que se declara admirador de su obra) y –para poder soportar todo esto– consume ingentes cantidades de jugo ruso y
polvo de marchar boliviano. Tarea en la que, alguna noche, recibe la colaboración de “The Jayster” (Ellis contó que McInerney no se molestó porque lo haya retratado aspirando cocaína pero sí que lo haya descrito como “parecido a Jerry Lewis”).

Interferencia marca Ellis y fragmento de Lunar Park. Sintonicen:

 

Para todos aquellos que por entonces no estaban en la habitación, va el resumen para el examen: yo escribí una novela sobre un joven, adinerado y alienado yuppie de Wall Street llamado Patrick Bateman que, además, era un asesino serial rebosante de la inconmensurable apatía característica del apogeo de los años de Reagan, durante los ‘80. La novela era pornográfica y extremadamente violenta; tanto que mis editores en Simon & Schuster rechazaron el libro amparándose en criterios de buen gusto y prefiriendo sacrificar un adelanto en la parte media de las seis cifras. Sonny Metha, jefe de Knopf, se hizo con los derechos y ya antes de la publicación la novela había provocado una enorme polémica y escándalo. Yo no dije demasiado porque no tenía ningún sentido hacerlo: mi voz hubiera sido ahogada entre tanto gemido indignado. American Psycho fue acusada de estrenar para los norteamericanos el concepto de que los asesinos seriales podían ser chic. […] Los debates se sucedieron uno detrás de otro y ni siquiera la Guerra del Golfo en la primavera de 1991 distrajo la fascinación y las preocupaciones del público en lo que a la retorcida existencia de Patrick Bateman se refería. Y yo hice más dinero del que podía gastar. Fue el año de ser odiado.

Lo que yo no hice –y no podía hacer– era confesar que la escritura del libro había sido una experiencia extremadamente perturbadora… Me daba asco lo que estaba creando y no quería ser responsable: Patrick Bateman reclamaba todo el crédito. Y una vez que el libro fue publicado, fue como si él pareciera aliviado y, a su pesar, satisfecho. Dejó de aparecerse pasada la medianoche para atormentar mis sueños y yo pude, por fin, relajarme y dejar de sufrir la inminencia de sus visitas nocturnas. […] Mi padre nunca me dijo nada acerca de American Psycho. Aunque –situación más bien extraña– luego de leer la mitad de la novela durante aquella primavera, le envió a mi madre, sin ninguna nota aclaratoria, un ejemplar del semanario Newsweek en cuya cubierta, sobre el angelical rostro de un bebé, se leía: “¿Es su hijo gay?”.

 

Y en una reciente entrevista, Ellis explicó cómo fue que se le ocurrió todo esto y mucho más:

 

A lo largo de todos esos años en que fui planeando el libro me sucedieron muchas cosas que comencé a incorporar al argumento. Episodios como todo el asunto de American Psycho, (libro que me vi obligado a releer y que me pareció muy bueno aunque, es verdad, hay escenas verdaderamente horripilantes; pero esa era la idea). […] Y en algún momento se me ocurrió la idea de añadir a alguien, a un personaje de ficción, que se dedicara a recrear los crímenes de la novela. Me atrajo esta idea. La muerte de mi padre también era algo sobre lo que me interesaba escribir. Toda esta mezcla no me hizo click hasta que me di cuenta que la vida del narrador tenía muchos puntos de contacto con la mía. Así que me dije: ¿por qué no? Veamos que sale. Conviértelo en Bret. Y entonces el libro comenzó a despegar con fuerza y su escritura se convirtió en algo mucho más significativo para mí. Así fue como nació Lunar Park. […] En lo que a mí como persona y personaje respecta, digamos que en Lunar Park hay algo de verdad (un 60%), mucho de mentira, y que me pareció muy gracioso burlarme de mí mismo. Retratarme del modo en que la gente piensa que soy y así, de paso, burlarme de ellos riéndome del modo en que ellos me ven y me leen.

 

Y la cuestión es, claro, cómo ven y leen a Bret Easton Ellis los demás. ¿Qué piensan de él y de sus libros y de ese ruido blanco sonando entre uno y otros? La verdad es que mucho y nada. Porque todo parece indicar que Ellis sigue siendo un prisionero de sus inicios. Y ahora, la lectura de las críticas a Lunar Park ofrece, casi en su totalidad, una conducta tan enfermiza como la de su antihéroe y, se supone, la de su antiheroico autor. Celebran el libro, alaban la prosa, encomian su pericia satírica pero, otra vez, les inquieta el nombre del autor en la cubierta. Y sí: son muchos los que ya a la altura de American Psycho se atrevieron a insinuar la posibilidad de que Ellis fuera un genio pero, acto y punto seguido, agregaban que se trata de un genio incómodo. Y es que Ellis es alguien difícil de ubicar en los estantes de lo que ahora es cool por más que lo haya anticipado. El mismo Ellis –mucho más cerca de Francis Scott Fitzgerald que de Don DeLillo– declaró no sentirse parte
de la “camada de chicos listos tipo
Wallace, Franzen y Lethem”.
Tampoco parece encajar en los lineamientos de Dave “McSweeney’s”
Eggers o en los experimentos verité de Charlie Kaufmann o Larry David. Sin embargo, Ellis llegó primero que todos ellos –la mirada ácida, el manejo de tics de la sociedad de consumo, la disfuncionalidad como forma de afecto, la autorreferencia– y pagó caro por su osadía. Pero Ellis no se arrepiente de nada salvo de no haberse defendido en su momento.

Por ahora, aquí está esta novela
extraña y formidable y que arranca enumerando, una a una, por orden cronológico, las primeras frases de Menos que cero (1985), Las leyes de la atracción (1987), American Psycho (1991), Los informantes y Glamourama (1998). Enseguida Ellis anuncia que la primera frase de Lunar Park será “Haces una increíblemente buena imitación de ti mismo”. Pero la frase en cuestión recién aparece más de treinta páginas después. Para entonces ya sabemos lo que Ellis supo siempre: se sale más fuerte, pero nunca del todo entero, luego de haber sido expuesto a la radiación de la fama. Y se está condenado a habitar un mundo donde la línea que separa a la realidad de la falsificación es curva y se muerde la cola.

Lo que nos lleva al final, al último capítulo, a lo mejor que ha escrito Ellis en toda su carrera y a lo mejor que ha escrito cualquiera en mucho tiempo. Allí, Ellis –uno u otro, da igual– se excusa ante los lectores y se despide por fin de su padre y se pregunta a dónde se habrá ido y dónde estará ese hijo que no tiene en la vida pero sí en la novela.

Y le dice a uno que “tú eras quien yo necesitaba, te amé en mis sueños” y al otro que lo extraña, “que piensa en él” y que lo espera “aquí mismo, cuando quiera, en las páginas y entre las cubiertas” al final de un libro titulado Lunar Park. Y, leyéndolo, es como si también nos los dijera a nosotros. ~

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es escritor. En 2019 publicó La parte recordada (Literatura Random House).


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