El cine. Aunque fue uno de los fundadores y principales animadores de la Escuela Internacional de Cine y TV en San Antonio de los Baños, Cuba, Gabriel García Márquez y el cine mantuvieron una prolongada relación mal avenida. De las películas inspiradas en sus relatos o incluso aquéllas en las que el escritor colaboró como guionista no hay una sola que pueda considerarse una obra memorable —la mayoría son producciones olvidables, y acaso la excepción la sea El gallo de oro (Roberto Gavaldón, 1964), coescrita con Juan Rulfo. Quizá poco más de una veintena de títulos de filmes mexicanos y coproducciones entre Cuba, Colombia, Chile, Italia, Venezuela o Dinamarca —desde En este pueblo no hay ladrones (Alberto Isaac, 1965) hasta Memoria de mis putas tristes (Henning Carlsen, 2011)— sean suficientes para demostrar la ingratitud del séptimo arte con el escritor colombiano. Entre las fallidas películas vinculadas a su pluma están, por ejemplo, La viuda de Montiel (Miguel Littin, 1979), Crónica de una muerte anunciada (Francesco Rosi, 1987) y Un señor muy viejo con las alas enormes (Fernando Birri, 1988), además de El amor en los tiempos del cólera (2007),tedioso melodrama que mereció un Globo de Oro por mejor canción original… de Shakira.
La moral. La mala fortuna cinematográfica volvió a asediar al Nobel colombiano durante la filmación de su novela Memoria de mis putas tristes, en 2010, esta vez debido a la protesta de la periodista Lydia Cacho y la demanda de Teresa Ulloa —directora de la Coalición Regional contra el Tráfico de Mujeres y Niñas en América Latina y el Caribe— contra “quienes resulten responsables por el delito de apología de la prostitución infantil y la corrupción de menores”. En “Pedófilos preciosos y el Nobel” (El Universal, 5-10-09) Lydia Cacho cuestionó a García Márquez por no expresarse sobre la intención del gobierno del estado de Puebla de invertir en ese filme —en sociedad con las empresas Televisa y FEMSA— pues, según ella, sería “una apología fílmica de la trata de menores”. La película se rodó finalmente en San Francisco, Campeche, en 2011 y se estrenó en 2012, con una actriz no tan jovencita y un actor que no parece de noventa en los papeles principales.
El enojo de la periodista era comprensible pues el entonces gobernador poblano Mario Marín había fraguado su secuestro y vejación en complicidad con el empresario y pederasta Kamel Nacif, denunciado por ella en su libro Los demonios del Edén (Grijalbo, 2005). La labor de denuncia de abusos sexuales realesa menores que llevan a cabo Lydia Cacho y otras personas y organizaciones es necesaria y debe ser respaldada y protegida por el Estado, pero “querer meter todo en el mismo saco (ficción, realidad, literatura, moral, hechos, opiniones) para avalar lo que piensa uno es intelectualmente insostenible”, escribe el periodista español Pablo Santiago, autor de Alicia en el lado oscuro. La pedofilia desde la antigua Grecia hasta la era de Internet (Madrid: Imagine Press, 2004).
En su libro Lydia Cacho cita un reproche de la periodista colombiana Sonia Gómez a su paisano por no “haberse ocupado, a estas alturas de la vida, por contarnos historias que nos den luces para salir de esta noche negra de Colombia, donde los niños y especialmente las niñas, se han convertido en carne tierna para roedores humanos”; para ellas dos El Escritor debe ser la luz y la guía moral de la sociedad. “La pregunta a responder es”, dice Lydia Cacho, “¿tienen o no escritores y artistas una responsabilidad moral por lo reflejado en sus obras y por cómo se utilicen?” Para la activista la cuestión es tan simple como que la creación literaria y artística no debería abismarse en temas escabrosos ni hurgar en la psicología profunda de seres humanos imaginarios o de carne y hueso, en sus razones, delirios y motivaciones más hondas, sino que debería empeñarse en la construcción de personajes y ficciones edificantes que no inquieten a los lectores ni, peor aún, los estimulen a mitificar o imitar conductas reprobables. Con ese patrón moralista habría que arremeter contra una multitud de habitantes del vastísimo catálogo de la literatura y la cinematografía universal que pasarían por apologistas del asesinato, la prostitución, la drogadicción, el adulterio… Por ello no deja de ser tan risible como preocupante que una novela y una película como Memoria de mis putas tristes puedan ser acusadas de ser tan perniciosas como una red de pederastas en la vida real. (Curiosamente, Lydia Cacho y la mencionada Coalición pasaron por alto que el gobierno de Puebla financió con 14 millones de pesos la película Arráncame la vida, de Roberto Sneider, 2008, basada en el best-seller de la poblana Ángeles Mastretta y en la que Catalina Guzmán, de apenas quince años, se deja secuestrar y desvirgar por el prepotente y asesino general revolucionario Andrés Ascensio, ya casi en sus cuarenta.)
La literatura.¿Puede un escritor escribir dos grandes novelas? No es, por cierto, lo más común. La lectura de Cien años de soledad fue una experiencia deslumbrante pero que no se repitió con obras posteriores de García Márquez —sin menospreciar obras como El otoño del patriarca o Crónica de una muerte anunciada. Leí El amor en los tiempos del cólera con una decepción que aumentaba a cada página, y de plano abandoné los Doce cuentos peregrinos. ¿A dónde se había ido el genio del colombiano? Decidí darlo “por leído”, aunque seguía las noticias sobre su obscena amistad con el dictador Fidel Castro: el autor por antonomasia del realismo mágico convivía felizmente con el responsable de una realidad sangrienta en Cuba. Mario Vargas Llosa —quien le había asestado un puñetazo en plena cara dejándole un ojo morado— lo tildó de “cortesano de Castro” y Guillermo Cabrera Infante —a quien prefiero muy por encima del colombiano— lo acusó de sufrir de “totalitarium delirium”. “García Márquez es otro caso que yo no comprendo. Como hombre político no lo comprendo. Esa lealtad a Fidel Castro, pase lo que pase en Cuba. Es una lástima”, dijo Herta Müller antes de viajar a la Feria Internacional del Libro de Guadalajara en 2011.
La crítica de la obra de García Márquez muchas veces es parcial pues se contamina con elementos extraliterarios como la moral o su fidelidad a Fidel. Quise leer Memoria de mis putas tristes, lo confieso, debido a las reacciones de activistas como Lydia Cacho y a la crítica feminista o políticamente correcta que, como hemos apuntado, confunden los crímenes de la vida real con los de la ficción literaria y se empeñan en señalar los estereotipos machistas y misóginos de la literatura. Esa crítica feminista abomina del machismo aun en la ficción, pero cae en el exceso de ignorar o desdeñar construcciones literarias que pueden ser caricaturas, ensoñaciones o meras fantasías —y que responden, sí, al imaginario del autor y a su contexto, esa maldita heteronormatividad, como anota la farragosa teoría queer. “Todo estudiante de primer año de literatura sabe que no le conviene confundir al autor con el narrador, pero también sabe que en cada texto literario existe una función llamada ‘el autor implícito’ entendido como una postura ideológica que opera dentro del texto y lo determina”, dice, condescendiente, la doctora Diana Palaversich*. ¿De verdad se trata de un crimen aberrante y condenable el deseo y el amor del nonagenario por la quinceañera durmiente? ¿Habrá que juzgar de la misma manera a Nabokov y su Lolita o condenar a Renoir por el embeleso ante la rozagante desnudez de su última musa? Narrada con solvencia y fluidez —no diría que con maestría—, la novela roza los linderos del folletín rosa y se vuelve predecible. De no haber sido por la polémica que desató seguramente la habría evitado. Creo que esta frase del viejo periodista nonagenario podría ser el epitafio de García Márquez: “Era por fin la vida real, con mi corazón a salvo, y condenado a morir de buen amor en la agonía feliz de cualquier día después de mis cien años”.
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* Diana Palaversich, “Las trampas del sexo. Dos caras del realismo sucio”.
(Torreón, 1956) es periodista, escritor, editor de la revista cultural Replicante y profesor del ITESO. Actualmente está enfrascado en la redacción de su primera novela.