Pancho Villa, una biografía narrativa, de Paco Ignacio Taibo II, y Zapata, de Pedro Ángel Palou.

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Limpiar la tumba y ponerle flores cada tanto para que no se olvide la memoria de los héroes, santos laicos, penates o iconos parecería ser una misión que se arrogan las megaeditoriales, en su papel de preservadoras del panteón de la cultura y promotoras del gusto literario –antes, responsabilidad de la crítica– que les confiere el poder de sus ventas. Son ellas las que en gran medida han influido en el apogeo actual de la novela histórica, cuyo prestigio explota la fe popular en las historias verídicas, basadas en hechos reales, que permitirían compartir vicariamente aunque sea una probadita de experiencias extremas verdaderas, satisfacer la nostalgia por lo que no se ha vivido. “La historia, una disciplina siempre popular, vuelve como género pop”, señala Carlos Monsiváis.

Montados en esta oleada, los libros Zapata y Pancho Villa / Una biografía narrativa, de Pedro Ángel Palou y Paco Ignacio Taibo II, respectivamente, conforman la mancuerna con la que la Editorial Planeta pone al día el culto a los héroes insolubles por excelencia de la Revolución mexicana. Muy distintos en intención y género –Zapata es una novela histórica y Pancho Villa una biografía con el curioso apellido “narrativa” (¿en contraste con la historia?)–, ambos libros reportan visiones que se antojan cotejables de escritores pertenecientes a generaciones distintas: Taibo II, temperado en la fragua del 68 y consecuente con la búsqueda de vindicaciones sociales originales; y Palou, nacido en los 60 y, por tanto, distanciado de la pasión revolucionaria afianzadora de mitos, aunque nutrido en una sólida documentación libresca.

Ambos escritores comparten un paralelismo: la existencia de, al menos, un libro canónico extranjero acerca de sus asuntos respectivos: Pancho Villa de Friedrich Katz, y Zapata y la revolución mexicana de John Womack, obras con o contra las que escriben las suyas Taibo II y Palou. Taibo II justifica su empresa biográfica aduciendo que, más que elaboración sociológica, intentó mantenerse dentro de los márgenes de una “historia de vida”; mientras que Palou, tras declarar su frecuentación admirada al libro de Womack, persigue reformular preguntas contenidas en éste.

No es que un libro sea inexplicable sin el otro, pero cómo ganan ambos héroes si sus caudas legendarias son abordadas parejamente, como concesión melodramática –erigida por la casa editora– a la entrañable foto que corona el efímero encuentro entre los dos caudillos en Palacio Nacional.

Taibo II, precisamente, afinca en buena medida su narración en el análisis detallado de la iconografía villista como método de, por un lado, enderezamiento tanto de la autoría posible o comprobable del material, como de la reivindicación documental del momento retratado; por otro, el autor desconfía metodológicamente de las aspiraciones de autenticidad del mar de fuentes autorizadas tradicionalmente y opta por una vía interpretativa y acumulativa donde las fotos brindan un nutrido banquete a modo de disparador narrativo.

Aquí, el lector de esta suma del villismo se topa con un escollo lamentable de orden técnico: el anuncio de la casa editora acerca de que el volumen incluye “más de 400 fotografías” se antoja una tomadura de pelo que no sólo decepciona al ojeador posible, sino que constituye una falta de respeto a la intención de la obra, pues apenas se enfilan al calce de cada capítulo imágenes tamaño estampilla, a veces distorsionadas, cuando el cuerpo narrativo exige despliegues humanamente visibles.

Con todo, la lectura de esta biografía villista, si bien ardua y casi sólo para fans debido a su corpulencia, consigue situar al lector en una perspectiva a caballo entre la historia y el mito, donde los datos duros se quieren confirmables y la evocación de los pasos exclusivos del biografiado hallan grandeza pedestre en la difícil condición ordinaria dentro de lo extraordinario.

Cabalgatas imposibles y asaltos nocturnos multitudinarios se emparejan con carnes requemadas y malteadas de fresa al son de ejecuciones caprichosas contra los borrachos, del bando que fueren: el antialcoholismo de Villa se antoja un rasgo inverosímil de tan conspicuo, que torna aún más memorable a un personaje que, como también advierte el autor, nunca amanecía en el mismo lugar donde dormía.

Documentalmente, el cotejo de las múltiples fuentes que maneja Taibo II resulta admirable, pues procede por acumulación y no duda en echar mano, a veces, de reelaboraciones literarias –bajo advertencia– más verosímiles que verdaderas porque dan idea clara y evocadora del clima de la época y los lugares. Así, Nellie Campobello, Rafael F. Muñoz y Martín Luis Guzmán conviven con Jorge Aguilar Mora y Friedrich Katz.

Al final de cada capítulo, Taibo II continúa desgranando información en las notas, conformando un cúmulo muy interesante de datos curiosos que en ocasiones el lector no se explica por qué no figuraron en el cuerpo central del libro. Además y de pronto, el autor no consigue contener su protagonismo y entremezcla comentarios autobiográficos con los de su biografiado. Pancho Villa –al que, por cierto, el autor jamás nombra mediante el epíteto de Centauro del Norte– es por sí mismo tan apabullante que muchas de las figuras que lo acompañaron en sus campañas y en su vida cotidiana aparecen en esta biografía desdibujadas o intercambiables. Cosa semejante ocurre con la descripción de las batallas.

Si Taibo II procedió por acumulación –por cinemascope épico– en Pancho Villa, Palou lo hace por eliminación: “La viñeta, el fragmento, el pequeño recuadro vinieron entonces a sustituir la gran escena a lo Rojo y negro”. El novelista encarriló su historia sobre las guías del corrido, que siempre contaría la misma historia que culmina en muerte. De tal modo que, en la narración, a cada tanto aparecen estrofas que redondean ciertas escenas, además de que hay imágenes recurrentes –sueños y modalidades de plantearse preguntas íntimas por parte del protagonista, por ejemplo– como estribillos orgánicos.

Mientras que Taibo II informa al lector de que a Villa le gustaban las palanquetas y los helados, a Zapata se le imagina encendiendo y saboreando su cigarro o recibiendo el calor del cuerpo de alguna de sus mujeres cuando se le cuela entre las sábanas; en su biografía Taibo II demuestra, mientras que en su novela Palou muestra. El procedimiento de este último deja lugar para la duda, materia prima para las conjeturas del lector, como las escenas ligadas entre el encuentro homosexual de Zapata y don Ignacio de la Torre y Mier y el encono posterior contra Manuel Palafox, quien intriga en perjuicio de Zapata y suspira por él.

¿Cómo venera a sus héroes cada nueva generación? ¿Qué los hace perdurables o al menos inolvidables y, acaso hasta siempre, comunicables y compartibles? El recuerdo genuino de los héroes se antoja personal e íntimo, una pulsión espontánea, pues ni la grandeza si es tal requiere de barnices, ni las tradiciones que se las defienda. Queda claro que Villa y Zapata están condenados a no descansar en paz, a que sus memorias sean motivo de rizar el rizo con mayores o menores logros literarios, cuando no sujetas a emulaciones potencialmente peligrosas como las enarboladas por el Frente Popular Francisco Villa o el EZLN. ~

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