Claderilla de la Ilustración

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Évariste Parny (1753-1814) es uno de esos poetas curiosos —y por supuesto menores, por no decir mínimos— cuyo recuerdo se ha mantenido siempre vivo entre los coleccionistas de libros preciosos y aficionados a la literatura erótica. Ese interés se ha visto reforzado por la persecución de que fueron objeto sus escritos a partir de la restauración borbónica siguiente a la caída de Napoleón, y durante todo el siglo XIX, persecución que no pudo impedir que sus obras completas se publicaran más de una vez en Bruselas a partir de 1824. A esa atracción de lo prohibido y de lo llamado obsceno responde la edición de lujo, hoy rarísima, que apareció en París en 1949. Lo hizo más accesible al lector la antología Les poètes de l’Ile Bourbon, publicada por Seghers en 1966.
     Para el historiador de la cultura francesa del XVIII, Parny representa dos cosas, y relevantes ambas. Por una parte fue un poeta amoroso y erótico, en la variante dieciochesca de la tradición anacreóntica que algunos llaman —acertadamente a mi modo de ver— poesía rococó, y que entre nosotros cultivaron Cadalso y Meléndez Valdés. Pero por otra fue Parny uno de los ilustrados que escogieron la sátira de corte erótico para intentar ridiculizar el pensamiento cristiano, y a ese propósito responde el poema La guerra de los dioses, aparecido en 1799 y objeto de varias reediciones hasta que Waterloo puso fin a la libertad de expresión aportada por la Revolución Francesa. En sus aproximadamente cinco mil versos, la obra es tanto una epopeya burlesca como uno de esos poemas reflexivos o filosóficos que el XVIII utilizó para defender ideas reformistas o ejercer la crítica de las consideradas retrógradas desde el punto de vista de la Ilustración. La cubierta de esta edición lo define como “una joya de la literatura erótica y anticlerical francesa del siglo XVIII”. Acaso pueda considerarse una joya por el desenfado de las ilustraciones, que nada dejan por representar a la imaginación; dudo que merezca ese nombre en términos de mérito literario. Tampoco me parece acertado definirlo como “anticlerical”. Lo anticlerical pone en solfa las flaquezas, la hipocresía o los crímenes de los miembros del clero secular y regular, presentándolos como esclavos de instintos que no pueden ni pretenden reprimir, o como delincuentes que se amparan en el hábito y en el poder de la Iglesia para cometer sus desafueros. Y si bien hay en la obra algún toque de ese tipo, sus tiros se dirigen ante todo contra el dogma cristiano, con lo cual deberíamos considerarla primordialmente un documento del ateísmo de la época. Para terminar con la cubierta, creo que en modo alguno corresponde a su contenido la elegancia y la delicadeza de la obra de Bronzino que en ella se reproduce.
     El poema comienza por una invocación a los “hermanos del Evangelio” (el evangelio del amor), a los que se pone al corriente de la visita nocturna al autor de una paloma (el Espíritu Santo) que le ha ordenado componer un poema que confirme “la fe de los franceses” (en el placer erótico). La historia se inicia durante un banquete en el que los dioses del paganismo advierten que su culto está en peligro por la competencia del cristianismo respaldado por el emperador Constantino. Júpiter pretende ridiculizar a Cristo —nació en un establo, murió como un malhechor—, pero la sagaz Minerva observa que su doctrina está llamada a tener gran éxito al convenir a la angustia de una sociedad en decadencia, y ser útil a los gobiernos tiránicos en su desdén de la realidad en aras de una recompensa ultraterrena. Los dioses olímpicos quieren conocer al enemigo y organizan un banquete para recibirlo, entre burlas relativas a que pueda tratarse tanto de tres dioses como de uno. Con ellos aparece la Virgen María, presentada como una joven campesina recién llegada a París y cuyos encantos provocan comentarios lascivos. Es introducida —siguiendo el tópico de la perversión de la criada rústica— en las estancias de Venus, donde queda encandilada por el lujo, se prueba los ricos vestidos de la señora y se tiende en su lecho, rodeado de espejos, donde recuerda al efectivo padre de su hijo, el Pantera que cierta tradición había forjado como deformación del término partenos (doncella), alusivo a la maternidad virginal.
     El canto ii nos describe el empíreo cristiano, con sus distintas clases de ángeles y sus santos. Las personas de la Trinidad conversan burlándose de la estupidez de quienes las adoran y engullen los disparates del dogma que les concierne. Devuelven la invitación a los dioses paganos, y tras el frugal banquete —compuesto exclusivamente de hostias— se escenifican varios misterios medievales. En ellos, sucesivamente, se ridiculiza la noción de pecado original, se representa la Encarnación y la relación entre María y el Espíritu Santo como la de Leda y el cisne jupiterino, y el actor que encarna a Jesús en la cruz entra en erección al contemplar a una sugestiva Magdalena medio desnuda en el desorden de su aflicción.
     En el canto IV se pone en solfa la compra de indulgencias para rescatar almas del Purgatorio, y Pantera —cuyo amor con María continúa en el Cielo— hace una confesión completa de cómo se convirtió en amante de la esposa de José y engañó a éste fingiéndose el Espíritu Santo y convenciéndolo de la inocencia de María. Un mártir que oye la verdad reniega de su fe y deserta al Olimpo pagano, donde incita a Príapo a atacar con el señuelo de las once mil vírgenes. Príapo y sus sátiros son convertidos y enviados a la Tierra a fundar monasterios. El v se refiere a los antecedentes paganos del dogma cristiano y a la superchería histórica de los Evangelios, además de ridiculizar los sacramentos en clave erótica. El VII condena los crímenes (asesinato de su hijo y de su esposa) del supuestamente piadoso Constantino. El VIIi censura como idéntico disparate el dogma de Nicea y las extravagancias heréticas de los siglos IV y v, denuncia el uso político de la religión en la Edad Media cristiana y los crímenes cometidos por la Iglesia en nombre de Dios y de la ortodoxia (cruzadas contra los cátaros y Palestina, matanza de San Bartolomé), y los escándalos y vicios de la familia Borgia. El IX aporta un tema típico de la literatura llamada “gótica”, el horror de la reclusión conventual de mujeres convertidas en víctimas de la lujuria clerical, e imagina la alianza entre los dioses del paganismo y los del panteón germánico, actualizado por la moda ossiánica que tanto favor disfrutó en tiempos de Napoleón. Este rápido resumen podrá dar una idea de cuál fue la inspiración de Parny, a la que en el mismo registro debemos unas Galanterías de la Biblia publicadas en 1805.
     Esta edición tiene el acierto de traer el texto francés en epílogo, con muy pocas erratas. En cuanto a la traducción en prosa, acaso hubiera sido mayor fidelidad al espíritu del original darla en endecasílabos blancos. ~

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