Fábulas sin moraleja

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Riveroll, Juan Patricio; Fuegos artificiales, Tusquets, México, 2015, 186 pp.

 

Durante una visita académica a Medellín en julio de 2008, que coincidió con la efervescencia política derivada de la liberación de la política Ingrid Betancourt –secuestrada por las FARC durante más de seis años y fagocitada por sí misma y por los medios en menos de la mitad–, intenté construir una imagen al respecto de un país envilecido que parecía condenado a una cadena perpetua de violencia y barbarie, razón por la que al inquirir a mis interlocutores por el momento en que Colombia se había despeñado en esa horrible pesadilla de impunidad, obtenía respuestas incompletas y elusivas. La situación se complicaba puesto que si bien se trataba ya de los rescoldos de una época infausta para la sociedad colombiana, era difícil comprender en un país estragado por la corrupción y el terrorismo la pertinencia de llevar a cabo congresos internacionales de filosofía así como la posibilidad de la vida social y la aparente tranquilidad urbana ante una realidad que por evidente casi pasaba desapercibida: se trataba de un país en guerra que parecía no estar en guerra. Por ello a mi pregunta más bien ociosa del tipo en qué momento se jodió el Perú la respuesta, en el caso más amable, se remontaba a la década de los cincuenta del siglo pasado; puesto que si me empeñaba en insistir las explicaciones laberínticas tomaban como punto de partida los estertores del siglo XIX colombiano.

Empiezo con esta digresión porque al pensar en las dinámicas y gramáticas de espanto en que se encuentra sumida buena parte de la República mexicana, me percato de que no podría culpar a un sexenio en particular o poner una fecha precisa de la descomposición del país: recuerdo con demasiada nitidez las sobremesas de mi infancia donde era común escuchar cómo había desaparecido cierto líder sindical, algún político incómodo o el asesinato de periodistas en algún lugar ignoto de provincia. En México el asesinato político, la extorsión profesional y la simulación de garantías para el grueso de la población son parte de la misma caja de Pandora, florilegios del averno sobre los que se construye Fuegos artificiales, la segunda novela de Juan Patricio Riveroll.

La historia, contada con las precisión que exige un buen thriller político, parece ubicada en un momento de la historia mexicana: el asesinato de José Francisco Ruiz Massieu, punto clave con el que algunos analistas políticos han pretendido datar el tiro de gracia al México pleno de corrupciones emanado del alemanismo pero que de alguna manera, tambaleante y enclenque, caminaba bajo la consiga implícita de represión y progreso (se trata apenas de una hipótesis de lectura). En el imaginario mexicano abundan tantos y tan variados crímenes políticos que incluso una narración abiertamente ficcional donde los personajes tienen nombres inverosímiles (la novela está poblada de extravagantes que responden a los nombres Wérner Trejo, Álister Weston, Herbert Fógarty, Witoldo Negrete, Luc Thompson, Bernard Freiras o Catalina Rhichardson) el lector puede emparentar a los habitantes del libro con los villanos políticos de su preferencia. Y es que en Fuegos artificiales resulta imposible no asociar de manera inmediata a la realidad con la ficción: en el libro, como en el país, porque parece mentira la verdad nunca se sabe.

La anécdota sucede de manera lineal y sin mayores sobresaltos, lo que permite que la novela se lea de un tirón no solo por la solvencia de una prosa sin adherentes literarios –ese grado cero de la escritura que Elmore Leonard demandaba a los buenos narradores– sino por la velocidad que le imprime al lenguaje la concreción y la puntería. Varios de los capítulos –todos de extensión corta– parecen escenas sacadas de un guión policiaco, por ello la novela sucede antes los ojos casi sin que nos demos cuenta (en varios sentidos, la narración recuerda a aquella consigna de los cineastas comprometidos brasileños de los años setenta, en plena dictadura, cuando colocar la cámara en un sitio determinado era ya una postura política).

Luego de la muerte del primer regente del partido oficial de una nación bananera, los hombres de la cúpula política verán aparecer actores políticos que los obligarán a cambiar sus estrategias y sus destinos. La creación de una utópica cooperativa obrera será el telón de fondo que le permita al narrador pintar un fresco al respecto de lo que sería el destino de un país “si otra cosa hubiera pasado”. En ese sentido la novela más que una fábula, es una auténtica ucronía.

Empero, la creación de un mundo más justo donde las fuerzas oprimidas serían capaces de organizarse para subvertir al mal gobierno regido por el capital peca de idealista y en tanto propuesta política resulta de una candidez superficial. A contra pelo de lo que piensa cierta izquierda bien pensante, la razones por las que un pueblo oprimido no se revela tienen poco qué ver por su vocación esclavista o falta de alicientes incendiarios (Vasconcelos recuerda en el Ulises Criollo las palabras de Antonio Díaz Soto y Gama cuando lo invitó a reunirse con Madero: “no vale la pena sacrificarse por un pueblo que nunca responde al llamamiento de sus mejores”). El caso mexicano es elocuente al respecto. Como recuerda José Agustín en su Tragicomedia mexicana, desde tiempos de Lázaro Cárdenas la represión ha sido una de las formas más continuas del gobierno, lo que ha aplastado los brotes de ferrocarrileros, estudiantes, profesores, electricistas y tantos otros. En México, según la opinión de juristas de valía, lo que no ha habido nunca es estado de derecho. No falta de protesta.

Sin embargo es posible comprar la ilusión de la novela porque, después de todo, para eso están los novelistas (sobre todo los educados en la moral literaria del siglo XIX, realistas furibundos al amparo de Tolstoi): resulta sorprendente y tonificante que incluso hoy día puedan imaginarse mundo mejores que al menos sirvan como combustible para apuntalar una esperanza.

Fuegos artificiales pinta algunas escenas dantescas en las que todo lo no negativo se antoja como un arrebato de la fantasía. Sin embargo, en un país donde las compañías de seguros se ofrecen a hacer la negociación y pagar el rescate ante la corrupción de la autoridades, la tortura es una práctica generalizada y los cuerpos que desaparecen no conocerán jamás la cristiana sepultura, es posible calibrar una fábula política que si bien no contiene moraleja sirve como reflejo para fotografiar un país imaginario en donde los fuegos de la guerra no son lo que señalan, sino apenas llamaradas de artificio.

 

 

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