El 2 de octubre del año pasado, el equipo del Programa de Arqueología Urbana (PAU) del Museo del Templo Mayor encontró una enorme escultura –3.57 por cuatro metros y un espesor máximo de 0.38 metros– que representa a Tlaltecuhtli, Señor/Señora de la Tierra, deidad que ostentaba, entre otras misiones, la de devorar los cadáveres. En ocasiones se presenta en su aspecto masculino y en otras femenino, siempre en posición que nos recuerda la manera en que se paría en el México prehispánico. Más de cuarenta esculturas con esta figura se conocían con anterioridad, con la particularidad de que la gran mayoría siempre estuvieron colocadas boca abajo, sin estar a la vista. No se conoce templo ni ritual alguno en su honor; tampoco cuenta con fiestas específicas como las que se practicaban a otros dioses. La razón de esto puede deberse a su carácter de devorador de la carne y sangre de los individuos muertos, lo que debió de causar profunda impresión en la población.
Sin embargo, esta figura tiene características que no aparecen o son muy raras en sus otras representaciones conocidas. Una de ellas es que en el pelo lleva banderas, símbolo del sacrificio. También tiene cráneos en las coyunturas (codos y rodillas) a diferencia de las restantes, que llevan una especie de máscara con afilados dientes. Otro aspecto distintivo es que del centro de la figura sale un chorro de sangre que se dirige hacia la boca de la diosa. A esto hay que agregar la presencia de un glifo que se encuentra dentro de la garra de la pierna derecha, formado por una cabeza de conejo con dos círculos encima de ella y por debajo de la misma diez círculos más, lo que nos da el glifo 2-Conejo y 10-Conejo o 12-Conejo si se unen. Finalmente, la pieza se encuentra boca arriba, lo que de inmediato atrajo nuestra atención, aunque hay que aclarar que el piso de la última etapa constructiva la cubría, siguiendo así el patrón de no encontrarse visible.
La presencia de estas particularidades y las características del conjunto nos llevó a plantear al doctor Leonardo López Luján y a mí que todo esto obedecía a la función que la figura tuvo en el pasado. Lo anterior motivó la presentación de una hipótesis que se sustenta tanto en la arqueología como en las fuentes históricas. Consiste en considerar que la pieza es una lápida mortuoria que cubre los posibles restos de uno de los tlatoani de Tenochtitlan: Ahuítzotl, quien gobernó los destinos del imperio entre 1486 y 1502, año de su muerte. Así parece refrendarlo el glifo 10-Conejo, que corresponde al año de muerte del gobernante y también coincide con el día de su entronización. Las otras dos interpretaciones del numeral (2-Conejo) guardan relación una con el pulque y la otra (12-Conejo) con un eclipse. Por otra parte, en algunas fuentes históricas se menciona que los restos de algunos gobernantes se colocaron en un edificio denominado Cuauhxicalco, concretamente los de Axayácatl y Tízoc, en tanto que los de Ahuítzotl se pusieron “en el lado del Cuauhxicalco”. Este edificio lo hemos identificado frente al Templo Mayor.
Hay que agregar que la posición que tiene la pieza –la cabeza hacia el poniente y los pies o garras hacia el oriente– también obedece a una intención. Pensamos que la diosa de la tierra va a parir al sol por el oriente, es decir, al nuevo gobernante en la persona de Moctezuma ii, en tanto que el tlatoani muerto está colocado debajo de la tierra-diosa, en el inframundo, y se convertirá en el nuevo tlatoani ya mencionado. De ahí que guarde una posición diferente con las otras representaciones.
Actualmente el doctor López Luján ha diseñado el proyecto de investigación para tratar de verificar si lo anterior es correcto o habrá, con base en lo que se encuentre, que modificar el planteamiento. Es necesario mover primero los fragmentos de la escultura para poder trabajar debajo de ella y posteriormente reintegrarla a su lugar. Todo ello se hará durante la séptima temporada de excavaciones del Proyecto Templo Mayor, dentro de otras labores en las que se cuenta con la colaboración de diversos especialistas como el doctor Saburo Sugiyama, de la Universidad Prefectural de Aichi, Nagoya, Japón, y el doctor Luis Barba, del Instituto de Investigaciones Antropológicas de la UNAM y personal académico del INAH, como son los arqueólogos Ximena Chávez y Carlos González y las biólogas Aurora Montúfar y Norma Valentín, entre otros. ~