Sara Mesa
Cicatriz
Barcelona, Anagrama, 2015, 200 pp.
Cicatriz, la estupenda cuarta novela de Sara Mesa, contiene una historia de amor, una crítica del consumo, un caso de sexualidad marginal y un áspero retrato de la vocación literaria. Lo asombroso, sin embargo, no es que mezcle todos esos elementos; es que lo haga en el marco de una novela epistolar. Y aunque traslada ese marco a nuestra época, se mueve con tiempos internos casi decimonónicos. Sus dos protagonistas, una chica de veintipocos llamada Sonia y un chico que se hace llamar Knut (por Hamsun), se conocen en un foro literario de internet (intuimos) a principio de los años 2000 y, durante la siguiente década, se dedican a poco más que a escribirse. Hay un encuentro algo incómodo, pero el grueso de la relación ocurre por correo electrónico o incluso por correspondencia de papel.
No es que todo sea un asunto de palabras: la correspondencia es también un juego de seducción, y todo seductor quiere algo de la persona a la que seduce. Qué quiere Knut no está muy claro al principio, cuando solo le pide a Sonia una foto de carnet, pero los personajes no tardan en adoptar roles que tienen el peso de una conducta. “Él asume el papel de guía literario y ella se deja guiar con complacencia”, se dice en un momento. Desde su pantalla, Knut se dedica minuciosamente a recomendar lecturas, películas, música. Mientras tanto, le manda a Sonia paquetes llenos de libros, que “adquiere” en grandes almacenes. Según le cuenta sin empacho, “hacerlo es tan fácil que no puedo dejar de preguntarme cómo la gente no arrasa con ellos”. Dicho de otro modo, Knut es un ladrón, aunque tampoco cualquier ladrón. Tiene al respecto un discurso muy armado, aunque lleno de intelectualizaciones vanas: “escapar del sistema burgués pasa en primer lugar por cambiar el paradigma de la propiedad”, etc. Entre sorprendida y halagada, Sonia acepta los cada vez más abultados envíos.
Y entonces empieza a llegar ropa: primero un sujetador, más tarde una falda, una americana y, quizá una marca de fetichismo, muchísimos zapatos de tacón. ¿Desea Knut vestir a Sonia del mismo modo en que quiere influir, por así decirlo, en su desarrollo intelectual, instándola a leer y escribir? ¿Es Sonia víctima de su retórica, o simple cómplice de sus robos? ¿Alude la autora a una relación enfermiza entre las palabras y las cosas? ¿Es un escritor un fetichista del lenguaje? La novela de Mesa dispara estas y otras preguntas así en la mente del lector, o al menos de este lector, pero tiene la invaluable virtud de nunca plantearlas directamente. Pese a los discursos palabreros de Knut, es además una narración que no teoriza sobre los conflictos que pone en escena. Más adelante, por ejemplo, Sonia empieza a tener dificultades con su marido, un personaje difuso, que no llegamos a ver del todo, porque casi nunca se encuentra en el primer plano del cuadro, que es la conciencia de Sonia. Pero Mesa no se despacha con una meditación sobre la falta a los deberes maritales de su personaje, sino que dice todo lo necesario mediante la poca atención que Sonia le presta a su marido. Del mismo modo, con la historia de Knut, que se mueve en el plano de lo secreto o lo clandestino, Mesa puede aludir sutilmente a zonas oscuras de nuestro tiempo.
Una virtud adicional del libro es que nunca echa mano de fórmulas manidas como, por ejemplo, “zonas oscuras de nuestro tiempo”. Mesa escribe en una prosa libre de lugares comunes, pulida y precisa, en la que solo de cuando en cuando aparece una metáfora, casi siempre oculta en un verbo: una ventana, por ejemplo, “vierte” algo de claridad; pero rara vez el lenguaje es más figurado. Este tipo de expresión llana me hace pensar en un juicio que hizo Susan Sontag de Edad de hombre, de Michel Leiris: “Muy bien escrito, pero no bellamente escrito.” Para los estándares de la prosa castellana actual, Mesa escribe, de hecho, estupendamente bien, pero no se encuentra aquí la variedad tonal que convierte algunas lecturas (digamos, Marcelo Cohen, o Matilde Sánchez) en una experiencia cuasi sensorial. Y así como una prosa continuamente calculada deja fuera la textura desigual de la realidad, uno de los problemas de la novela, y de las novelas de Mesa en general, es su tendencia a la abstracción. ¿Un personaje obsesivo siempre tiene que ser obsesivo? ¿Y qué se gana con situar las historias en espacios o momentos innominados?
En cualquier caso, hay mucha belleza en Cicatriz (como en Edad de hombre), y yo diría que se trata de una belleza de concepción, de inteligencia narrativa. Leyendo la recomendable novela anterior de Mesa, Cuatro por cuatro, que alternaba entre primera y tercera persona, entre un narrador más o menos omnisciente y un testigo más bien desconcertado, uno intuía que la autora jugaba con las personas del verbo porque le interesaban los puntos de vista de cada uno de los personajes y la manera en que las distintas personas procesaban sus experiencias. Sobre todo en la primera parte, que recordaba por su contundencia a Agota Kristof, se trataba de una novela harto lograda; pero daba la impresión de que, a la larga, los cambios de foco no se armonizaban del todo. Lo que ha diseñado Mesa en este caso, en cambio, es una aparato impecable para hacernos ver el conflicto de fondo. Enfrascados en su soledad, dos personajes se obsesionan, se provocan y se hablan al filo de una comunicación que se revela imposible, y en la que literalmente se les va la vida. La voz narradora, una tercera persona impertérrita, que no yerra una coma siquiera ante la visión del descalabro, se limita a contarnos lo que se dicen. Por citar uno de los pensamientos de Sonia: “Todo es delicado, vaporoso y, al mismo tiempo, profundamente perverso.” ~
(Buenos Aires, 1972) es crítico literario y traductor. Colabora en Revista de Libros, Revista Otra Parte y The Times Literary Supplement.