Cartas a Toutouche, de Alejo Carpentier: un comentario

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Alejo Carpentier

Cartas a Toutouche

Textos introductorios y notas de Graziella Pogolotti y Rafael Rodríguez Beltrán, La Habana, Instituto Cubano del Libro, 2010, 461 pp.

 

 “Hay golpes tan duros en la vida”, dijo César Vallejo. El suceso que traumatizó a Alejo Carpentier hasta su muerte fue la desaparición inopinada del padre cuando el futuro novelista contaba con diecisiete años. Georges Carpentier le dejó a Alejo tres dilatadas tribulaciones: la penuria, el acento francés y la madre. La súbita pobreza, luego de una niñez acomodada, hizo de Carpentier un hombre obsesionado por la estabilidad económica por el resto de sus días, algo que ya se transparenta en estas cartas. La porfiada “r” gutural lo torturó sin cesar, especialmente si pensamos que Carpentier hizo radio en Caracas, y luego pronunció muchísimas conferencias públicas cuando alcanzó la fama. En una de las Cartas a Toutouche  dice sentirse cómodo hablando francés en París porque “no tengo la obsesión de mi acento” (p. 46). La madre fue una carga para Alejo a partir del abandono del padre: tuvo que dejar sus estudios para mantenerse y mantenerla, se desvela por ella desde París y le envía dinero, y la apoya hasta su muerte, aparentemente ocurrida en 1964.

Todo esto se hace patente en esta colección de cartas que Carpentier le escribió a su madre luego de su partida a París en 1928, motivada en parte por la agitación política de Cuba, debida a la dictadura de Gerardo Machado. Carpentier se vio envuelto en algunas de las protestas y escapó a París como resultado, pero también por su ambición de abrirse paso en la capital francesa como escritor. Aunque aburrido y carente de grandes revelaciones, Cartas a Toutouche  es un libro que aclara dos áreas oscuras de la vida de Carpentier: su actividad política temprana y la relación con el padre. Hay, además, atisbos dispersos de interés sobre su personalidad y aspiraciones artísticas y económicas.

La introducción y el aparato editorial del libro son deficientes, sobre todo la primera; no respetan ni las prácticas establecidas en la crítica e investigación, ni la verdad. El texto de Pogolotti está plagado de omisiones, reticencias, vaguedades y evasivas. Por ejemplo, se dice muy poco sobre el origen y conservación de las cartas, que estuvieron en manos de Lilia Esteban Hierro, viuda de Carpentier, lo cual nos hace sospechar sobre la integridad de la colección, si no sufrió censura por parte de quien fue cómplice de Carpentier en todos sus tapujos y mentiras acerca de su familia y actividad política. No se explica nunca a cabalidad quién fue Toutouche.

Sabemos que Lina era de origen ruso, pero dio a luz a Alejo en Suiza, y Carpentier, hasta en el cariñoso mote, con frecuencia se dirige a ella en francés, como si fuera su idioma o el que compartieron a causa de Georges. Tiene que haber en Cuba documentación sobre los orígenes de la madre de Carpentier y los sesenta años que vivió en la isla. Hay otras omisiones. Se habla en la introducción del manuscrito de una novela inédita intitulada El clan disperso, pero se dice muy poco sobre este, como por qué nunca fue publicado y cómo ha llegado a manos de Pogolotti y la Fundación Alejo Carpentier, que ella dirige. También se hace referencia a una autobiografía inconclusa, pero sin dar detalles sobre su conservación, o la posibilidad de que vea la luz algún día. El origen y la procedencia de los documentos comentados es una cortesía fundamental en este tipo de libro.

Se soslaya además la desaparición del padre, a quien se alude como “intelectual librepensador” (p. 12) sin explicaciones o pormenores. Pogolotti también pasa como gato sobre ascuas en lo referente a la militancia de Carpentier en el grupo, luego partido político antimachadista conocido por el ABC, de centro-derecha y rival de los comunistas, que es el descubrimiento más sorpresivo y revelador en este volumen. En suma, Pogolotti se pliega a las directrices del régimen cubano sobre lo que se puede o no decir sobre Carpentier, y se hace eco de clichés de su manida retórica, como “frustración republicana” y “dependencia del imperio” (p. 10), al referirse a la época de las vanguardias en Cuba cuando, a pesar de todo, surgieron entonces, en medio de una vigorosa actividad intelectual, editorial y política, figuras como el propio Carpentier, Nicolás Guillén, Fernando Ortiz, Juan Marinello, Wifredo Lam, Jorge Mañach y otros, pléyade que no ha tenido igual durante los más de cincuenta años de dictadura fidelista. Pogolotti derrocha espacio, que podía haber dedicado a temas de mayor relevancia, en anécdotas sobre su propia familia.

Las notas de Rafael Rodríguez Beltrán, que identifican a los artistas, políticos, periodistas e intelectuales que Carpentier menciona, son competentes; no se podía esperar menos en época de la red y de Google. Pero se permite una apostilla gratuita y fuera de tono sobre Herminio Portell Vilá, a quien acusa, sin mayores justificaciones, de haber “abandonado” el país “luego del triunfo de la Revolución”, y de haberse convertido “en una de las voces más reaccionarias de la emigración cubana en Estados Unidos” (p. 189). Y en la nota en que identifica a Jorge Mañach (p. 139), Rodríguez Beltrán no dice nada sobre su liderazgo en el ABC, a tono con las evasivas al respecto de Pogolotti en su introducción.

En un breve texto introductorio, “El recurso al bilingüismo”, Rodríguez Beltrán le consagra una nota a identificar a Lina Valmont en la que acota lo siguiente (p. 21):

Nombre con el que se conoce de Ekaterina Vladímirovna Blagoobrázova (1884-1964), madre de Alejo Carpentier. Este se dirige siempre a ella con ese cariñoso apodo, cuyo posible significado a partir de la lengua francesa o acaso (menos probable) del ruso sería pura especulación.

Pero esto es lo que todos sabemos sobre Lina. Interesante sería averiguar por qué se le conocía por Lina Valmont. ¿Cambió de nombre en Suiza o en Cuba? Toutouche, “toca todo”, pudiera ser derivación femenina de “toutou”, apodo afectuoso que se les da a los perritos en francés, por cierto, pero quién sabe si es algo ruso. En esta introducción, Rodríguez Beltrán, presa de un delirio de adulación, se refiere a Carpentier como “perfecto bilingüe” (p. 22) cuando, aparte de que no hay perfectos bilingües, el escritor habla en varias cartas de tener que rogarles a allegados de lengua francesa que le corrijan sus escritos en esa lengua porque comete, entre otros, errores de ortografía. Habría que añadir que a Carpentier se le deslizan en las cartas algunos galicismos. Por ejemplo, se refiere a “piezas para piano y canto de [Alejandro García] Caturla con palabras [es decir, “letras”] mías” (p. 167); y “no tuve literalmente el tiempo de hacer nada otro [rien d’autre]” (p. 324). No hay perfectos bilingües porque en los que manejamos varias lenguas se nos contaminan unas con otras y hay áreas de conocimiento que se dominan en una, pero no en otra. No estaría de más, por cierto, rastrear los galicismos en las obras mayores de Carpentier, que los hay.

Cartas a Toutouche  es un libro repetitivo, tedioso, en que hay muy poco, casi nada, sobre la creación de las obras importantes de Carpentier. Esto se debe a dos razones. La primera es que el libro abarca de 1928 a 1937, y Carpentier se convirtió en el gran escritor que llegó a ser a partir de su regreso a Cuba en 1939. Su primer libro importante, La música en Cuba, es de 1946, y su primera gran novela, El reino de este mundo, de 1949. En Cartas  nos enteramos de los esfuerzos de Carpentier por dar forma a lo que llegó a ser ¡Écue-Yamba-Ó!, que él veía entonces como la respuesta cubana a Don Segundo Sombra, y de obras de teatro musical, no carentes de interés, pero que forman parte todas, con la novela, de la iuvenilia  carpenteriana. La segunda razón de la monotonía del libro es que son cartas a la madre, que no era una intelectual o escritora, aunque se ve una mujer instruida y políglota, a la que no le iba a hacer confesiones muy profundas sobre sus inquietudes artísticas. Lo que sí tenemos son detalles profusos sobre las crónicas que Carpentier enviaba a Cuba, especialmente a la revista Carteles, en gran medida para mantener a Toutouche en La Habana. También tenemos las insistentes garantías de Carpentier a su madre acerca de su solvencia en París, tratando de convencerla (y convencerse) de que se impone en la capital francesa tanto en términos monetarios como artísticos. Sabemos así que el propósito de su “exilio” a Francia fue sobre todo ese, y resulta enternecedor percibir cómo Alejo se esfuerza por justificarle a Lina su ausencia, el haberla dejado sola y desamparada en Cuba, un país extranjero para ella.

La relación de Carpentier con Lina debe ser interesante para los que quieran dibujar el perfil psicológico del escritor, así como el sufrimiento de asma en su niñez, que lo hizo retraído y tímido con el sexo opuesto en su primera juventud, según le dice a la madre. Todo lo que le cuenta sobre sus mujeres es también significativo, pero también lo que le oculta. Carpentier me dijo a mí que estuvo casado a fines de los veinte con una suiza, que se le murió de tuberculosis en un sanatorio de los Pirineos, lo cual explica los episodios en esa región de El siglo de las luces porque hacía largas caminatas cuando no podía estar junto a su esposa. Pero este matrimonio no se menciona en Cartas. Tampoco se alude a Eva Fréjaville, con quien Carpentier tuvo una larga relación, con la que regresó a Cuba y con quien, en efecto, se casó en La Habana en 1939. Fréjaville, se dice, era hija natural del pintor mexicano Diego Rivera y una francesa casada. Fue, según la chismografía, una mujer de insaciable sexualidad, que dejó a Carpentier a poco de casarse con él y luego sostuvo relaciones con buena parte del mundo artístico e intelectual cubano, hombres y mujeres. Ahora me entero por medio del especialista en Neruda, Hernán Loyola, que Eva además le fue infiel a Carpentier con el poeta chileno durante un viaje que la pareja hizo a España durante la Guerra Civil.

Es extraño que Alejo no se la mencionara a Toutouche, aunque ella, se ve en las cartas, fiscalizaba la vida amorosa de Carpentier, lo cual es en sí significativo, y probablemente habría desaprobado a Eva. Lina fue la pareja que el padre tránsfuga le pasó a Alejo. Pero lo más asombroso del vínculo entre madre e hijo que se desprende de Cartas, visible en las fotos de la portada (Lina) y contraportada (Alejo), es el extraordinario parecido entre ambos, como si la cara de Carpentier negara la intervención del padre perdido en su origen.

En cuanto a él, las Cartas  descubren que Lina y Alejo lo encontraron en Colombia, que Carpentier intentó infructuosamente establecer relaciones epistolares con él, que la familia, acomodada, era de Burdeos, donde Alejo la había visitado a los doce años (p. 104), que tuvo contactos tenues con ella más tarde durante sus años en París, y que sentía gran resentimiento contra Georges por el abandono. Siempre se refiere a él como “el otro”, recuerda que lo dejó “a los diecisiete años, débil, sin oficio, sin dinero, sin recursos ante la vida” (p. 65). No ha olvidado tampoco los malos tratos a los que el padre lo sometió de niño (p. 285). Todo esto contrasta con las declaraciones de Carpentier que pintaban al padre como un europeo harto de Europa, adepto a Dreyfus y por lo tanto asqueado de Francia, que emigró a Cuba en 1902 y consiguió brillantes empleos como ingeniero-arquitecto, a quien se deben algunos edificios importantes de La Habana de principios de siglo. Pero la capacidad de fabulación de Carpentier en lo que respecta a su vida, que he documentado en mi libro Cartas de Carpentier, es ya conocida, a partir de la mentira que siempre dijo de haber nacido en La Habana (en la calle Maloja, para más detalles), cuando ahora sabemos que había nacido en Lausana, Suiza.

Cartas a Toutouche  no resuelve las contradicciones que ahora surgen, y las incógnitas que estas versiones cruzadas crean. ¿Cómo fue que Georges llegó a conseguir tan jugosos contratos? ¿Qué fue de las propiedades que tuvo en Cuba, como la finca cerca de El Cotorro, donde Carpentier dice haberse criado? ¿Cómo fue que los poderosos socios de Georges no ayudaron al joven Alejo al verlo desamparado? Una biografía cabal, documentada, sin genuflexiones al aparato represivo cubano debía aclarar todo esto. Lo que sí queda claro leyendo las cartas a Lina es el rencor de Alejo contra Georges, lo cual tal vez ilumine la fisonomía de las (pocas) figuras paternas en su ficción, como las de Los pasos perdidos  y El siglo de las luces. También debe quedarnos de su lectura esa admiración por lo mucho que Alejo Carpentier logró, a pesar del traumático percance de la desaparición de su padre: el tesón y la disciplina que revela. Él mismo especula, en carta de 1931 (p. 262), si la desgracia no fue un acicate para sus éxitos, que entonces eran mínimos comparados con los que vendrían.

Descubrir ahora que Carpentier fue militante del ABC, desde París dicho sea de paso, es de sumo interés y permite aclarar no pocas incógnitas, no tanto sobre su conducta política temprana, como de su actuación en la Cuba de Fidel Castro. El ABC fue un grupo político de clase media, que contó con intelectuales probos y prestigiosos como Jorge Mañach y Francisco Ichaso, entre otros, que alcanzaron posiciones políticas relevantes durante la República, pero que se conoció también por sus actividades terroristas. En 1933, el ABC estuvo a favor de pactar con Sumner Welles, el procónsul enviado por los Estados Unidos a Cuba para intervenir en la caída del dictador Gerardo Machado y su secuela. Esto, y algunos roces con los comunistas, le crearon al ABC la reputación de ser una organización de derechas, lo cual es solo parcialmente cierto. En todo caso, Carpentier, que yo sepa, nunca manifestó pública ni privadamente su militancia en el ABC, lo cual hace con vehemencia en estas cartas a su madre, donde alardea de haber estado a cargo de propaganda en París. Hay que partir de que Carpentier fue en extremo precavido en cuestiones políticas, pero por encima de todo hay que tener en cuenta que el ABC fue estigmatizado por el régimen de Fidel Castro. Saber hoy que Carpentier fue miembro de este grupo explica varias cosas, entre otras los equívocos de Carpentier sobre su participación en la lucha contra Machado, pero especialmente la hostilidad contra él que siempre manifestó Juan Marinello, viejo comunista, que escribió reseñas negativas de ¡Écue! y de El acoso, y que en 1974, durante los festejos para celebrar los setenta de Carpentier y su incorporación al Partido Comunista, dijo que de entonces en adelante iba el novelista a hacer su mejor obra… ¡a partir de los setenta! Revela además este descubrimiento la conspiración de silencio que ha habido en la Cuba de Castro sobre el pasado político de Carpentier; muchos tienen que haber conocido la participación de Carpentier en el ABC, pero nunca se mencionó, ni apareció en las múltiples notas biográficas, cronologías, historias de la literatura, antologías, recopilaciones de artículos, ni ninguna de las tantas publicaciones de divulgación a todos niveles que han salido desde 1959. Fue un secreto colectivo impuesto por motivos partidistas, como el del lugar de nacimiento de Carpentier que, según me dicen, algunos siempre supieron en Cuba. La introducción y notas del presente libro perpetúan estas prácticas.

Lo que nunca llegamos a saber leyendo estas cartas es cuándo tuvo Carpentier el tiempo para hacerse de la vasta y profunda cultura que sin duda poseyó, cuándo leyó tanta literatura e historia, dónde aprendió tanto de historia del arte y de la música. Sus actividades con músicos contemporáneos, sobre las que sí nos enteramos en Cartas, nos permiten ver cómo Carpentier pudo estar tan al día en cuestiones de música clásica y popular de su momento. Pero la sólida preparación que llegó a tener, por ejemplo, en historia de América tuvo que exigirle horas de lectura de largos, complicados textos coloniales, algunos de difícil acceso en su época. En cuanto a su capacidad como investigador, que se manifiesta en todas sus grandes novelas, debe haberla adquirido solo, porque Carpentier, aparte del bachillerato cubano, y los inicios de una carrera de arquitectura en la Universidad de La Habana, fue un autodidacta. De la síntesis de todos esos conocimientos surgió su obra grande, cuando aprendió, probablemente del Dante, a conciliar la experiencia personal y la historia, en relatos en que los orígenes del Nuevo Mundo son el tema principal; por ejemplo en esa joya tardía suya que fue El arpa y la sombra. El cómo y el porqué del secreto de esa síntesis no lo íbamos a descubrir en Cartas, ni en ninguna otra parte. ~

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(Sagua la Grande, Cuba, 1943) es Sterling Professor de literatura hispanoamericana y comparada en la Universidad de Yale.


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