Práctica del artificio

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Álvaro Uribe, Autorretrato de familia con perro, México, Tusquets, 2014, 248 pp.

Se ha dicho ya suficientemente: Álvaro Uribe es un esteta. Un artista que, consciente de su oficio de escritor, ejerce la resistencia al interior de sus libros. Sus narraciones son piezas impecables a las que no les sobran ni faltan palabras. Todo parece planeado desde el principio, y no me estoy refiriendo a una novela, cuento o ensayo en particular, sino a la totalidad de su obra. Cada una de sus creaciones embona con la anterior, tiene ecos del pasado, se conecta: digamos, dialoga. Y a decir de Juan José Saer, una obra, cuando lo es en verdad, encuentra siempre un espacio para insertar lo nuevo, poniéndolo en comunión con el resto de lo creado. En esta dinámica no hay, pues, creación aislada, sino temporalmente desamparada. Cierto, en muchos casos esto podría significar de manera inequívoca comodidad, presunción y agotamiento. Una señal de que el autor ha caducado y no le queda más que refreír el pasado: ofrecer lo mismo, pero de otra forma, y así mantener, de algún modo, bien que mal, sus libros en el perverso mercado editorial. No obstante, aquí, la razón es otra. A la manera de algunas novelas de Juan García Ponce —La presencia lejana, La invitación, El libro—, la apuesta de Uribe ha sido hasta ahora la materialidad de la prosa: el puro placer del texto. Escritura felizmente trabajada que se pausa, se distiende y se subordina con gracilidad. Texto que insiste en ser texto y se resiste a la inmediatez.

Ahora: la mayoría llamamos a Uribe estilista y a sus textos maquinaria infalible. Todos —o casi todos— encomiamos su prosa: rica pero no pedante, exquisita pero no torpe, alta pero no altanera; en otras palabras, armónica, equilibrada, precisa. Sin embargo, al deshacernos en cumplidos prosísticos dejamos de lado, o más bien, damos la impresión de que cada uno de sus textos es un artefacto demasiado estilizado como para ser en verdad leído; como si lo que hiciéramos en realidad con cada novela, libro de cuentos o ensayo de Uribe fuera colocarlo en un elegante atril a la entrada de nuestra casa para el regodeo y goce de nuestra parte más intelectual. Injusticia: nada más equívoco que eso, pues si un mérito tiene su trabajo, especialmente sus novelas, es el registro elocuente construido a partir de una inusual habilidad para hilvanar palabras de cualquier tipo. Sus enunciados, independientes, ligeros e inesperados, saben y suenan a conversación: tienen digresiones, omisiones, se equivocan, se retractan, se corrigen y vuelven a empezar. Es decir, la voz de cada uno de los personajes al interior de sus novelas resulta ajena a la anterior y deja un gusto en el paladar de verdadera voz humana: artificio de escritura que se deja leer sin mayor esfuerzo. En esta dirección, y ya entrando en materia, Autorretrato de familia con perro no representa —pues ni siquiera quiere hacerlo— una ruptura con las convicciones ya ensayadas en, por ejemplo, Por su nombre o Morir más de una vez, sino que más bien lo que aquí se esboza es una continuación astuta y razonada. Eso sí: en esta ocasión, el mosaico de personajes surgidos de la pluma de Uribe, de la imaginación de Uribe, no se parecen a Uribe (salvo uno o dos de ellos que son Uribe, pero que se resisten a serlo: “Que no se me confunda con el hombre que firma este libro tras el seudónimo de ‘Álvaro Uribe’”). Con lo anterior he tratado de decir que detrás de todo esto hay oficio, y un trabajo tan bien hecho que no se miran las costuras y los cambios de ritmo como si fueran artimañas, sino que de verdad da la impresión de que fueron la sirvienta, la peinadora, la inquilina del edificio, el ingeniero, el contador, la agente de viajes y la cuidadora quienes comunicaron sus testimonios al autor, y que el autor en calidad de simple recopilador y curador los trasvasó al espacio del libro. Digámoslo fácil: el autor de Autorretrato de familia con perro no es el clásico autor habilidosamente travestido que imposta algunas voces para darle un tono plural a su obra; no, nuestro autor, infinitamente más radical, va más allá: se trata de un transexuado que se encarna en cada uno de los personajes de la novela y toma prestados sus formas, sus vestidos, su sexo, su voz.

En consonancia con el mosaico pluridialectal de Autorretrato de familia con perro, encontramos también una voluntad metaficcional del autor, quien no deja de problematizar lo dicho por los personajes al interior de la novela. Los gemelos Urquidi Manterola están siempre en pugna, cuestionando la veracidad de los testimonios y, de pasada, poniendo en apuros al lector, el cual se vuelve, irremediablemente, un personaje más de Uribe. Lector: personaje al servicio de Uribe que, a la más mínima conjetura, toma el papel poco ético de juez y parte en el caso Malú. Y es que, no hay uno ni muchos retratos de los Urquidi, sino infinitos. Pues Uribe, al ofrecernos varias decenas de testimonios apenas hilvanados por un nombre —la difunta María Luisa Manterola, alías Malú—, obliga y obligará a cada lector a construir su juicio muy propio, es decir, enteramente subjetivo, sobre todo lo que ha acontecido, a lo largo de varias décadas, a esa familia tan disfuncional que gira en torno a un puñado de temas convencionales: las relaciones humanas, la enfermedad, la vejez, el dinero y, sobre todo, un perro (o siendo más precisos, dos perros). Pues habrá que decir que las opiniones de quienes convivieron con Malú no son en ningún momento unívocas, sino más bien contradictorias. Tanto detractores ponzoñosos como cómplices y alcahuetes ofrecerán sin mayor resistencia sus testimonio a Alberto Urquidi Jr., maestro de ceremonias de este proyecto coral que, según alguna voz al interior del libro, no tiene más objetivo que difamar a la ausente. En Autorretrato de familia con perro la trampa es perfecta:el lector se involucra hasta el tuétano en los chismes y conflictos de una familia clasemediera instalada desde mediados de los cincuenta en el centro de la ciudad de México y aporta su versión, una versión de segunda mano, a los hechos. Contribuyendo así a deformar un poco más la realidad.

 

 

 

 

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