Jesús Aguado
El fugitivo. Poesía reunida (1985-2010)
Prólogo de Vicente Luis Mora, Madrid-México, Vaso Roto, 2011, 562 pp.
El principal rasgo de la poesía de Jesús Aguado (Madrid, 1961), recogida casi enteramente en El fugitivo. Poesía reunida (1985-2010), es su variedad, tanto en los temas como en las formas. Desde Mi enemigo( 1987), su segundo poemario –el primero, Primeros poemas del naufragio (1984), no se ha incluido en el compendio–, hasta Verbos (2009), el más reciente, Aguado apenas ha dejado metros, rimas, estrofas, registros, estilos o asuntos sin tocar: en todos se mueve con la familiaridad de un piloto de cabotaje por las sinuosidades de la costa. En sus páginas menudean los versos clásicos de la tradición española, como el octosílabo, el endecasílabo y el alejandrino. También encontramos sonetos, romances, décimas –algunas encadenadas y humorísticas– y estrofas tan infrecuentes como la septilla; y, junto con estas formas cristalizadas a lo largo de los siglos, leemos poemas en verso libre, o en versículos, o en prosa, uno de los símbolos de la modernidad. Algunos de estos últimos son, casi, relatos, como “Fragmentos del diario del polizón”, de Heridas (2004), o bien textos en prosa que presentan la paradójica singularidad de estar también en verso, como el v de la primera parte de Lo que dices de mí (2002). El poema extenso, de relumbres épicos, e incluso el libro unitario, como el que da título al volumen, conviven con el minimalismo de Heridasy el haiku de Algunos haikus (o no) desde la nada (2007), un género oriental con el que Aguado está familiarizado –tanto por su conocimiento de la literatura universal como por sus años de residencia en la India–, pero en el que inserta, en una especie de bucle dialógico o de influencia inversa, las tradiciones occidentales, como esa composición, antes oulipiana que japonesa, en la que enumera hasta siete pentasílabos finales posibles, para que sea el lector quien elija su conclusión. Intensificando este ejercicio, no de brevedad, sino de condensación, el poeta ha practicado el monóstico, como el que define “Invitar” en Verbos: “Bienvenido tu no”. Por otra parte, Aguado ha escrito poesía amorosa, filosófica, infantil, satírica, metafísica, metapoética, social y hasta apócrifa, y seguramente se me olvide alguna. Sin embargo, su ductilidad, casi ilimitada, y su pluralidad de registros no se manifiestan en compartimentos estancos, sino que se entremezclan con promiscuidad. El poeta no encuentra obstáculo en saltar de la dicción figurativa a la simbolista, en que cohabiten los chispazos oníricos y el feísmo urbano, en cohonestar lo coloquial y lo ultraterreno. Así, en poemas hondamente meditativos, como “Las metamorfosis de Ovidio”, una larga reflexión carente de signos de puntuación, irrumpen cuñas vulgares –“tu puta madre chilla el texto empapado en sudor”–,y en otros, cósmicos, se desciende, sin pestañear, a lo más insignificante y cotidiano. En general, Aguado no se encumbra: puede practicar la poesía narrativa o el recuento existencial, puede incurrir en el realismo o rozar la irracionalidad, puede cantar una nana o encadenar paradojas –o puede hacer todo esto a la vez–, pero su voz nunca se atipla, pese a su intensidad metafórica: mantiene en todo momento una dicción accesible y enjundiosa. Vicente Luis Mora, en el prólogo del volumen, ha subrayado la diversidad de la obra de Aguado, “enemiga de seguir dos veces la misma estrategia estética”, basándose, no solo en la evidencia de los poemas, sino en las manifestaciones de su autor, para quien cada poemario “es un plan de fuga puesto en práctica para escapar de una cárcel diferente”. En el epílogo de El fugitivo, Aguado precisa que la labor de un poeta es:
buscar el afuera, […] escaparse de las diferentes cárceles que el Yo (y sus múltiples asociados institucionales, también los pertenecientes a las instituciones Poesía, Literatura, Pensamiento o Arte) alza para controlarle a uno y que […] se solidifica en forma de libro o poética o pertenencia a uno u otro de los cánones en lucha de su tiempo.
Es una idea fundamental en esta obra poliédrica y proteica: huir del yo. El fugitivo de este libro es el propio autor, “el triste, el imposible, / el traicionado por el tiempo, el tachado, el inútil”, como enumera en “Variaciones sobre la tristeza”, de Libro de homenajes (1993). Ese yo se representa como un largo infortunio, como una pesadumbre que nos consume o nos aplasta, o que nos aprisiona por dentro. “¿Qué hacer con tanto yo?”, se preguntaba Cioran, otro fugitivo. Escapar, responde Aguado: anulándose, fragmentándose, contradiciéndose, volviendo a empezar, aprendiendo a escribir otra vez en cada libro, luchando contra las certidumbres, contra las convicciones más sólidas, contra ese agente provocador que somos, infiltrado en nuestra conciencia, como afirma otro poema sobresaliente, “El náufrago rescatado”, metáfora existencial de un ser humano zarandeado por fuerzas incomprensibles e incontrolables, pero que, sabedor de su extravío ontológico, aspira a construir su propio naufragio, porque solo esa construcción, indeciblemente frágil, lo salva. El fugitivo promueve la alteración, la subversión, la incomodidad, la imprevisibilidad, el tránsito: algo líquido e inasible que condice con el yo de Jesús Aguado, con ese yo en constante metamorfosis, reacio a someterse a la muerte cotidiana que supone alcanzar una definición, aunque esa definición sea “Jesús Aguado”. El yo gira, pues, o serpentea, en la infinita rueda del mundo y de la vida, y, fluido como el cosmos, desemboca en el cosmos. El uno encuentra su negación más fecunda en devenir otro, o todo. Los poemas de El fugitivo abundan en transformaciones: tanto explícitas –en sendas composiciones, el yo lírico encarna en Ovidio, en Rilke o en un mendigo; y en Los poemas de Vikram Babu (2000), este gurú guasón concluye las suyas con preguntas al lector que son, al mismo tiempo, un epifonema y un acertijo– como apenas discernibles, resultado de una conexión subterránea o sideral. La consecuencia es que “los hombres, sin dejar de ser hombres, / quedaban confundidos con el mundo circundante, se hacían / invisibles de tanto serlo todo”. En último término, esta fusión universal no se produce con el ser, sino con la nada, que, muy orientalmente, constituye su sustancia. El vacío surge, en la poesía de Aguado, como algo no solo tangible, sino también deseable, y cobra con frecuencia el perfil del agua: “borbotones alegres de la nada”. El despojamiento, pues, posee densidad, una espesura incorpórea que se proyecta en algunos motivos que adquieren consistencia de metáfora obsesiva, de asunto primordial, como el amor. Aguado es un poeta sentimental, en el sentido más alto de la expresión: fiel a las emociones esenciales, con las que se sobrevive al desamparo. El amor comparece tenazmente en su obra, desde los escarceos juveniles de “El viaje”, el primer poema de El fugitivo, hasta los montuosos estremecimientos de “Novela de amor sin Marta Grant”, uno de los últimos. Un amor dialogado, melancólico, no exento de ingenuidad, sensual pero de escasos encrespamientos eróticos, avasallador. Un amor que es también tristeza, situado, como se encuentra, entre el deseo y la nada, los poderosos reyes de la existencia y los polos, tan transitables, de su poesía. ~
(Barcelona, 1962) es poeta, traductor y crítico literario. En 2011 publicó el libro de poemas El desierto verde (El Gato Gris).