El diario íntimo es un extraño género literario. No solo por ser, quizá, el único realmente nuevo desde que Aristóteles dividiera la literatura en épica (narrativa), lírica (poesía) y dramática (teatro), sino porque no queda claro si entra dentro de la literatura. Más que pertenecer a ella por definición, como otros géneros, el diario merodea en torno a sus fronteras. En sus inicios, era una escritura privada sin más: Samuel Pepys (1633-1703), por ejemplo, estaba tan decidido a que nadie leyera nunca su diario que lo redactaba en un lenguaje cifrado de su invención; se necesitaron dos siglos para “traducirlo” y darlo a la imprenta. A partir del ejemplo de André Gide, el primero en publicarlo en vida, las y los escritores saben que lo que anotan en privado puede terminar siendo público. Sigue sin quedar claro, sin embargo –hasta para ellas o ellos mismos– si es ese su deseo, su intención. En su prólogo a Renacida, el hijo de Susan Sontag, David Rieff, explica que su madre nunca le dio instrucciones respecto a lo que debía hacer con los cuadernos después de su muerte porque nunca aceptó (contra toda evidencia) que iba a morirse pronto; “ya sabes dónde están los diarios” es lo más que llegó a decirle. De modo que, al quedar huérfano, Rieff se encontró con dos decisiones que tomar. La primera, evidentemente, era si debía o no publicar el material. Esta no era difícil: conocedora del interés que suscitaba su obra y suscitaría sin duda su persona, Sontag tenía que saber que su diario vería la luz si ella no daba instrucciones en sentido contrario, y no las dio.
Resuelto el qué, la segunda pregunta se refería al cómo, y se subdividía en otras muchas: ¿qué selección hacer?, ¿de qué extensión?, ¿en cuántos volúmenes?, ¿con qué criterio?… Aquí, como en otros casos (la hija de José Donoso en Correr el tupido velo, la de Carmen Laforet en Música blanca…), queda claro que una cosa es ser buen hijo, y otra muy distinta ser buen editor. Un editor profesional habría puesto en este libro una cronología de la vida de Sontag, un índice onomástico, fotografías, quizá una pequeña introducción para cada año, notas al pie (como hizo Anne Olivier Bell en su modélica edición del diario de Virginia Woolf)… En vez de eso, nos encontramos con un libro que no nos proporciona los datos objetivos imprescindibles –como la fecha y lugar de nacimiento de Sontag, o quiénes eran sus padres– ni nos explica con qué criterio cuantitativo (la obra impresa, ¿representa el 10%, el 50%, el 90%… del texto original?) o cualitativo se ha seleccionado el texto. No entendemos qué sentido tiene conservar, por ejemplo, anotaciones como las siguientes: “Cortinas opacas”, “Hablar de dedos fríos”, “La hoguera frente al bachillerato (Verona)”, o “Calle Ochenta y cinco O., 1. En el West Side”. Por si fuera poco, la versión española deja mucho que desear, con palabras y frases tan extrañas como “mis ojos me escocían”, “el problema de las emociones es uno de drenaje”, “es renuente a reconocer”, “estoy comprometida a Philip Rieff”, “cuando tenía diecisiete quería saber…”, “¿se menoscaba el caso feminista?” o “trabajaba en el Monte Sinaí” (sin especificar que no se trata de montaña alguna, sino de un conocido hospital neoyorquino).
Pero entremos ya en el contenido de Renacida. Una persona que inicia su diario a los catorce años con una lista de sus convicciones, la primera de las cuales es que Dios no existe –y sigue con otras de orden ético y político–, muestra ya lo que será característico de Susan Sontag: una inteligencia arrolladora y de una fiera independencia. Escribe David Rieff en el prólogo que había dos temas que su madre prefería evitar: su (homo)sexualidad y su ambición. En estas páginas los expresa, en cambio, sin ambages. Quizá, bien mirado, ambición y libertad sexual son dos facetas de lo mismo: una fuerte conciencia de la propia individualidad; y ella lo tenía claro, como vemos en esta entrada: “El orgasmo concentra. Deseo escribir. La llegada del orgasmo [es] el nacimiento de mi ego.” Al igual que para otros ilustres diaristas como André Gide (cuyo diario Sontag leyó muy joven), Simone de Beauvoir o Sylvia Plath, el erotismo es para Sontag paradigma y clave de bóveda de su vitalidad, de esa voracidad que la empuja también a leer, a escribir, a viajar, a asistir a fiestas, e incluso –no queda claro por qué, si por hambre de todo tipo de experiencias o como tentativa, pronto fallida, de llevar una vida convencional– a casarse y tener un hijo.
Como cualquier diario, Renacida refleja el día a día de su autora; a veces a modo de agenda, desnuda de comentarios, otras con el acompañamiento de reflexiones siempre interesantes sobre todo tipo de temas: la estética de Nueva York, el feminismo, el matrimonio (cuyos fines, según ella, son “el embotamiento de los sentimientos, la repetición, la creación de mutuas y sólidas dependencias”), la naturaleza de la verdad o el diabolismo en la literatura moderna. Y como en cualquier diario auténtico, abundan en él las instrucciones dirigidas a sí misma: “Escribir a Madre 3 veces por semana, comer menos, escribir dos horas al día como mínimo, nunca quejarme en público de Brandeis [universidad en la que trabajaba] o de dinero, enseñar a David a leer.”
Por último, como es habitual en los diarios de escritores, este incluye notas de lectura, esbozos de proyectos literarios, listas de libros por leer… Pero además de todo esto, Renacida es un diario de veras íntimo, en el doble sentido de la palabra: Sontag aborda en él no solo (como todo el mundo espera cuando se pronuncia la palabra mágica “intimidad”) su vida erótica, sino su visión de sí misma; no solo la vida privada, pues, sino la vida interior. Su relación con sus amantes –a lo largo de los años que cubre Renacida tuvo dos relaciones importantes– es quizá el tema objeto de mayor desarrollo en estas páginas, el que se refleja con más matices, y el único aspecto en el que atisbamos una Sontag realmente humana (en otros momentos parece más bien sobrehumana), asediada por sus emociones, lo que no impide que las desmenuce con esa capacidad intelectual que es lo que predomina, de lejos, en su carácter. En cuanto al análisis de sí misma, Sontag lo lleva a cabo también con una inteligencia despiadada como un bisturí: “Vivo mi vida como un espectáculo para mí”, escribe por ejemplo, “para mi edificación propia. Vivo mi vida, pero no vivo en ella”. La profundidad de su introspección es tal que llega a inventar un concepto (le llama “X”) para un determinado tipo de sentimientos y situaciones que ningún término existente define a su satisfacción: “Todas las cosas que desprecio en mí misma son X: ser una cobarde moral, mentirosa, indiscreta, farsante…”, “La manera de superar X es sentirme (ser) activa, no pasiva.”
Es una lástima –no puede una evitar pensar cuando cierra el volumen– que este diario no nos haya llegado podado, reescrito en algún momento, trabajado por la autora y/o por un buen editor. Pues aunque Sontag –a diferencia de una Virginia Woolf, de una Sylvia Plath, de un André Gide en sus mejores momentos– no tiene madera de gran diarista (quizá porque no le interesaba: era pensadora, más que narradora), su diario contiene diamantes, solo que es la lectora o lector quien tiene que encargarse de sacarlos del barro. ~