Vasco Pratolini
Crónicas de pobres amantes
Traducción de Carlos Manzano, Barcelona, RBA, 2012, 544 pp.
El neorrealismo italiano, del que Pratolini (1913-1991) constituye una figura medular junto a Alberto Moravia, Cesare Pavese y Elio Vittorini, incurrió en una paradoja sumamente interesante al tratar de consagrarse a una narrativa muy cercana a la crónica social o a lo que podríamos calificar de costumbrismo crítico. Esto es, al tratar por un lado de popularizar el arte como resultado de un proceso orquestado de homenaje a un pueblo que comenzaba a incorporarse tras el sometimiento que le fue impuesto por el fascismo (del neorrealismo como un nuevo realismo emocional o psicológico, y en modo alguno como un realismo experimental o sociológico como el que derivó en naturalismo), y por otro lado al dejarse caer en la tentación de superar las tradiciones autóctonas y tratar de aclimatar en Italia las conquistas formales de autores foráneos del modernism: Faulkner, Dos Passos o Hemingway, de los que se ocupó Pavese en 1951 en La literatura norteamericana y otros ensayos (Lumen, 2008). O dicho de otro modo, autores muy leídos y enseñados, guarnecidos con una fuerte ideología y un conocimiento directo de las tendencias narrativas más candentes, escribían textos cuya máxima aspiración no podía ser sino la autenticidad, la imposible ausencia de toda huella de la sofisticación del arte, pues cualquier pretensión de naturalidad, de transparencia, colisiona con la ineludible certeza de su impostura. Crónicas de pobres amantes (1947) encarna muchos de los valores eclécticos del neorrealismo. En el espejo de una calle, Via del Corno, Florencia, se refleja todo un mundo; un plano cenital convierte a sus habitantes en un enjambre que representa la soberanía de un pueblo legitimado por su heterogeneidad por encima de la uniformidad pretendida por las sucesivas élites del poder, la última de las cuales, el Fascio, siguiendo a su manera las perversas intuiciones de Balla, Marinetti y otros futuristas de la Vanguardia iluminada, ha querido convertir al individuo al servicio de su propio e incierto destino en autómata al servicio de una maquinaria tan represiva como condenada al fracaso. Un tratamiento coral de los personajes afianza una estructura fragmentaria y caleidoscópica, aprendida de novelas como Manhattan Transfer de Dos Passos o Berlín Alexanderplatz de Döblin, que no construyen el sentido social deduciéndolo de la óptica única del héroe novelesco sino sumando visiones parciales (no es ya el cubismo, sí en cambio su legado velado pero inmarcesible, su marca de agua). El narrador omnisciente no adopta la actitud totalitaria y distante del notario del realismo decimonónico, prefiere la del cronista empático que ejerce de vecino al que se le ha entregado la responsabilidad de atestiguar la vida colectiva, de evitar que una vez más el carácter efímero de la existencia venza a su carácter trascendente, y el narrador relata lo que sucede en Via del Corno como pregonaría un bando minucioso un moroso alguacil (“Ha cantado el gallo del carbonero Nessi, se ha apagado el farol del hotel Cervia […] El urinario de la esquina de Via dei Leoni está atrancado y desborda desde hace meses […] Ha muerto el suegro de Milena […] Este año Via del Corno no ha celebrado el Carnaval. Nadie tenía ánimo para tomar la iniciativa”). La clase trabajadora desbanca a la burguesía en el índice de protagonismo: sastres, militantes de base del partido fascista, Carlino y Osvaldo, Cecchi el barrendero, Alfredo, cigarrillo en la comisura de la boca y en camiseta y calzoncillos por el bochorno veraniego, mira a su esposa Milena sentado a la mesa de la cocina: el dramatis personae de la novela es el ocioso y sofisticado mundo proustiano de En busca del tiempo perdido vuelto del revés, el intimismo campechano sustituye a la intimidad ampulosa, y un sidecar recorre las calles de la novela como las vespas circulan por el cine neorrealista a partir de Roma, ciudad abierta (1945) de Rossellini y Ladrón de bicicletas (1948) de De Sica. Es el fin de la grandilocuencia porque ninguna máscara le queda ya a la realidad para ocultar su sordidez, y es asimismo el fin de toda narrativa esteticista: vida cotidiana de los desheredados, une tranche de vie retratada en blanco y negro y expuesta ante los ojos de un lector que, de vez en cuando, aquí y allí, reconoce la inevitable voluntad de estilo de Pratolini, sus sutiles pinceladas de humor tragicómico, su colorido impresionista, su delicadeza en el manejo de los sentimientos (“–¿Te doy asco? –No. No, porque te he visto sufrir mientras me insultabas”) y, desde luego, su propensión a facilitar una lectura ideológica que parece inevitable habida cuenta de la voluntad constante del autor de impulsar en ese mismo lector una toma de conciencia de clase a la que contribuyen las referencias a Gramsci (“el Partido es la vanguardia consciente del proletariado”) o a El Capital, el ideólogo comunista que alienta a los artistas para que no haya más inspiración en su obra que la Italia real. Pratolini, que tomó partido desde muy joven por la militancia política en la Resistencia, enseguida quiso erigirse en cronista de una sociedad moralmente arruinada, fogueándose en su novela Il Quartiere (1944), que fue en más de un sentido el borrador para Crónicas de pobres amantes, o por lo menos el taller en el que se ensamblaría su poética de la crónica social: evocadora de un ambiente popular, minuciosa en los detalles de las escenas costumbristas (“En la lechería Mogherini el mozo echaba serrín al suelo”), habilidosa en la construcción de diálogos que preserven la oralidad sin transcribirla hasta extremos experimentales –y en este terreno la traducción de Manzano es irreprochable (“¿Te gusta la goma de mascar? Es una novedad. Ten. Está un poco sucia, porque se me había pegado en el bolsillo, pero si te apetece”)–, respetuosa con un lenguaje de la calle que no se desea estilizar o literaturizar en el texto (en una carta de 1955, Italo Calvino invita al escritor novel Renato Frosi a leer “a los buenos escritores que nos han dado una lengua viva y no de papier maché, empezando por Verga hasta los contemporáneos, Pavese, […] Pratolini. Aprenderá así a aprovechar su sustrato dialectal, que puede ser un riquísimo terreno en el que hunde sus raíces un estilo”), pero lustrada siempre con un betún ideológico que adscribe inequívocamente la novela al neorrealismo de La romana (1947) de Moravia, de Conversación en Sicilia (1941) de Vittorini o de películas como La tierra tiembla (1948) de Luchino Visconti o Roma, hora once (1952) de Giuseppe De Santis. Chinches y pulgas, un plato caliente de tortellini, postales tristes de posguerra, injustica social y un cartel tachado que reza “Qué bello es vivir”: he ahí el neorralismo, una ópera de cuatro cuartos, un puñado de seres atrapados en la posguerra entre realidad e ilusión, La comedia humana (1943) de William Saroyan, que Vittorini tradujo, en su versión mediterránea, la verdad social liberándose de la mentira política. ~
(Barcelona, 1964) es crítico literario y profesor de la Universidad Pompeu Fabra.