Sor Juana a través de los siglos (1668-1910), de Antonio Alatorre

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Me ha parecido recordar que alguien dijo una vez que la madurez de una literatura estaba condicionada por el estado de su corpus crítico, es decir, por la calidad de los estudios, aproximaciones o análisis interpretativos que fuese capaz de inspirar. Encarnada en la figura de Sor Juana Inés de la Cruz, la literatura mexicana semeja cumplir este supuesto desde los tiempos de la Colonia, cuando la fama literaria de la monja empieza a consolidar su propia cauda de comentarios y va gestándose el vasto conglomerado de textos que ahora constituye la más añeja y sostenida bibliografía sobre la recepción de un autor nacional. Igual que Garcilaso en España, y guardando las debidas proporciones, Sor Juana se convierte en el primer clásico de las letras castellanas de México, asumiendo en vida una profusión de glosas a su persona y su aportación artística, entonces novedosa, y sintonizando a través de un pensamiento cosmopolita con el aire de universalismo que suelen concentrar los hitos literarios.

Si El Brocense y Fernando de Herrera canonizaron para siempre la contribución de Garcilaso en la misma centuria que el poeta existió, no obstante ya fallecido, Sor Juana mereció desde muy pronto la atención de los hombres cultos de su tiempo, los clérigos o canónigos, quienes no escatimaron en despachar elogios a la joven religiosa que prodigaba sus dones en villancicos y arcos triunfales, mientras se gestaba lo más sustantivo de su obra: romances, sonetos, la prosa misticoteologal y, por supuesto, uno de los productos mayores de la lírica hispana, el “Sueño”, mencionado ya en 1692 por Juan Navarro Vélez. Aunque por influencia directa hay realmente poco de Garcilaso en Sor Juana, el paralelismo entre la monja y el militar de Carlos V responde particularmente al talante renovador que implicó su respectivo proyecto y, en consecuencia, a las eventuales adversidades que ambos tuvieron o han tenido que afrontar como representantes señeros de una nueva estética. Mientras que Garcilaso fue acusado de italianista o extranjerizante, Sor Juana lo fue de seguir en sus trabajos de plenitud a ese dizque corruptor del idioma que fue don Luis de Góngora.

A este respecto, y al margen de la inevitable resolución erudita del contenido, Sor Juana a través de los siglos es algo más que una summa exegética. El valor histórico, el carácter noticioso y la disposición cronológica de los documentos, por breves o extensos que sean, abren una ventana a la sensibilidad poética del Virreinato, algo despeinada con la vorágine de la polémica literaria que desató la progresión del culteranismo; por otra parte, despliegan el espectro de las reacciones, por lo general positivas, que suscitaron las variadas ediciones del trabajo de Sor Juana en la península o su difusión parcial en tierras americanas, haciendo constar las filias y fobias, pero sobre todo el escepticismo, hacia el influjo gongorino en la poesía de la “Minerva indiana”. En virtud de esta diacronía, el lector asiste también a un itinerario gradual por la evolución del gusto crítico panhispánico, desde mediados del XVII a principios del XX, o sea, desde las postrimerías del Barroco al apogeo del Modernismo, lapso en el cual la expectativa y el criterio de los comentadores al momento de tasar un autor se modifica notablemente, como es de esperarse.

No suena tan descabellado apuntar que la crítica literaria en México emerge y avanza a la par de la germinación de la obra de Sor Juana. Lo sugiere la fecha a la que se remontan los textos que dan fe de su capital literario: el año 1680. Es el período de los arcos triunfales o del Neptuno alegórico, fraguado para celebrar la entrada del marqués de la Laguna y su mujer María Luisa Gonçaga –piedra angular en la vida de la monja. Una eminencia intelectual de la talla de Carlos de Sigüenza escribirá de “la madre Juana Inés de la Cruz” que “no hay pluma que pueda elevarse a la eminencia donde la suya descuella, cuanto y más atreverse a profanar la sublimidad de la erudición que la adorna”. Después, al prologar Inundación castálida, de 1689, Francisco de las Heras observa que “hallarás en estas poesías el estilo natural, con limpia cadencia, y aun elegante, la cultura en las hablas comunes; las voces de que usa son tersas y, para significar lo que quiere, mandadas del establecimiento, que no las violenta su antojo a que signifiquen lo que ellas no quieren decir […] los conceptos son profundos y claros, sutiles y fáciles de percibir, ingeniosos y verdaderos, calidades de unión tan difícil, que rara vez se hallan amigas”. Como se aprecia, el rastro de Góngora no ha aflorado todavía con certeza.

Tres son las formas de manifestación que experimenta en mi opinión la crítica sorjuanina entre 1668 y 1910; esto sin preferir ninguna de ellas, sino tratando de advertir su definición. Los comentarios iniciales comportan en su mayoría panegíricos a los prodigios de la madre Juana, algunos hasta físicos –sí, piropos–; sin embargo, es en la fase de enclave que implica el impacto inaugural de sus escritos donde la disquisición trasciende de lo literario a lo teológico debido al affaire sobre las finezas de Cristo y su enjambre de reacciones, incluyendo la Respuesta a Sor Filotea de la Cruz. La segunda clase de textos se caracteriza por la plétora de materiales en verso que numerosos adeptos de las dos orillas del Atlántico dispensan al ingenio de Sor Juana, entre los cuales destaca el peruano Juan del Valle y Caviedes. Finalmente, la tercera de las modalidades tiende a concentrarse en la reconstrucción biografista, muchas veces errática, y en la cimentación del tipo de aproximación crítica a la que estamos más familiarizados. La distancia favorece la objetividad. El gremio –historiadores, periodistas, escritores– se ha especializado y la naturaleza del género deviene más profesional y exacta que vagarosa y perifrástica.

Entre la cauda de elogios que merece la poeta los hay moderados, excesivos, pintorescos. Entre los últimos, alguno, de 1858, que destila sus gotas de lascivia, firmado por Marcos Arróniz: “Se ignoran las causas que la decidieron a cubrir su esbelto cuerpo con el sayal de monja y su bellísimo rostro con el velo de las esposas de Cristo, cuando su posición elevada en la corte, sus cuantiosos bienes, sus encantos naturales, su fama literaria, le prometían en el mundo una cadena no interrumpida de triunfos.” Entre los que ponderan la solvencia cultural de Sor Juana, uno de 1692, de Cristóbal Bañes de Salcedo, durante el fuego cruzado de la Carta atenagórica: “Sobresale la sabiduría en sus obras, ya dificultando y resolviendo sutil en la teología escolástica, ya explicando feliz en la expositiva, ya conceptuando ingeniosa sobre principios jurídicos, ya razonando festiva en el estilo forense, ya demostrando evidente en la física, ya concluyendo eficaz en la metafísica, ya enarrando cierta en la historia, ya enseñando útil en la política y ética, y ya discurriendo en las matemáticas, en cuyas distintísimas partes no omitió su diligente estudio la suave arte de la música.”

Al margen de estas peculiaridades, fruto de la mentalidad y las maneras de cada época, preciso es reconocer las aptitudes morales y compositivas de la prosa crítica de la recopilación. Agudeza, imaginación e intención didáctica coinciden en una medida u otra para hacer del texto un lugar amable y un ejercicio de valoración. Para muestra, unas líneas de fray Pedro del Santísimo Sacramento: “Lo que yo más admiro es hallar practicado en la madre Juana Inés lo que san Bernardo dijo de sí: que obras tan suavemente dulces las había estudiado en la soledad. Y que nuestra autora saque de la soledad y retiro de la celda ilaciones tan cultas, pensar tan delgado, conceptuar tan ingenioso, lenguaje tan dulce para enseñanza de los ingenios más vivos, singularidad es bien rara.” Así, uno va topando con exquisitas expresiones y epítetos como “la república del entendimiento”, “lo sonoro de los números”, “la dorada elocuencia”, “sol de sabiduría”, “la cadencia conceptuosa de sus dulces metros”, “esta rara mujer fue el Argos de los entendimientos”, “Sibila de América”, “la Teresa mexicana”, “moderna Safo”. Figuratividad y análisis filológico. Habrá que ver hasta qué punto nuestra crítica literaria tiene por base este avispado nivel de retoricidad, aunque muchos documentos son obra de foráneos, particularmente españoles, sus editores.

En esta tesitura, otro de los aspectos dignos de valorar es el diálogo crítico entre México y España a través de ese puente que fue el fenómeno Sor Juana; de hecho, las más receptivas estimaciones de la monja proceden de la península. El sevillano fray Juan Silvestre asienta que “ésta es la nave que llega a enriquecer nuestros puertos, laureada desde su cuna de esmaltes propios, timbres nativos”, añadiendo que “si hubo críticos (que lo ignoro) en España que juzgasen a los moradores del Nuevo Mundo por ‘antípodas del saber’, la madre Juana es el esmaragdo [la esmeralda] de quien se escribe hace bien vistos los objetos más feos. Y, miradas por piedra tan preciosa las Indias, si la distancia las representó a alguna flaca vista sin cultura en las letras, tantos Areópagos le propone hoy como minas”. Por su parte, en 1865, Juan María Gutiérrez consigna que “fue juzgada favorablemente nuestra poetisa en España, suscitándose tantos admiradores como demuestran las repetidas veces que la colección de sus versos se dio a la estampa en el transcurso de pocos años”.

Antonio Alatorre, consumado sorjuanista, ofrece mediante su hercúleo esfuerzo de recopilación una minuciosa radiografía de las inclinaciones literarias de la antigua, neoclásica y romántica hispanidad de América y Europa. La magnitud de este planisferio nos participa cuán presente y constante, qué atractiva e inagotable fue la persona y el tributo lírico o pensamental de Juana Inés, a tal punto que hablar de ella fue, y es, hablar de la historia de las ideas, los criterios de lectura, las corrientes estéticas, los preceptos sociales, la idiosincrasia nacional. Sólo un autor clásico es capaz de concentrar semejante vastedad de intereses. Independientemente del espíritu laudatorio que anima este monumento de textos ahormado por Alatorre, la esencia es precisamente crítica tanto por el abordaje mismo como por la disensión que media entre los escoliastas, quienes en ocasiones se descartan o corrigen mutuamente en pos del diagnóstico exacto, revelador, como ocurre con Manuel Payno y Vicente Riva Palacio. En la irresolución de los debates se funda la perpetuidad de los clásicos. Recuérdese la brillante réplica del propio Alatorre (Autlán de Navarro, México, 1922) a la no menos lúcida interpretación que Octavio Paz hizo del “Sueño”. Sin duda alguien tendrá que recoger estos dos materiales en los futuros inventarios críticos acerca de la monja. ~

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