De la nada sonora venimos y a la nada sonora vamos. Y en el transcurso
la nada sonora hace detonar su granada de silenciosa combustión,
desperdigando en el asfalto los copos de cristal de un impreciso
paréntesis. Desde muy temprano los trenes de la faena han zarpado
de tu oído, saliéndose de órbita. Allá, en las altas capas del humor
cósmico, deben cruzarse las fibras de los signos vitales, el transparente
hilo de pesca que nos mantiene atados a la endeble mano de la biología.
Estamos y no estamos. No estamos al estar. Bajo el nivel medio
del ruido fluye adentro, detrás de lo aparente, el hondo río de la
respiración. Todo parece haber muerto. Todos parecen haberse ido.
Todo está en suspenso, varado en una pausa más vasta que el arcón
de la impaciencia. Nadie regresa aún del envés. Nadie ha regresado
en sí. El silbido de la sangre no cesa todavía de resonar en las cánulas
de tanto cuerpo inmóvil. Es el turno de la conjura y el instante de
dar vuelta a la página, el momento de doblar la esquina sin ser vistos
y definir la fuga en solitario. Las paredes se inflaman y los astros se
alinean antes de que la calle se inunde de peatones, antes de que la
gente salga de su sepulcro, como el hermano de Marta, para subirse
al metro y asustar incrédulos. Nadie estará ahí para contarlo. Nadie
dará fe del sortilegio. En la pulida lápida del aire el frío cincel del
viento no cesa de grabar el epitafio del ruido y remover en las aceras
el gastado pañuelo de la tregua. ~
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