Celebré en su día la publicación de La cabeza de plástico (1998), una novela breve en la que Ignacio Vidal-Folch lleva a cabo una corrosiva revisión del estado en que se desenvuelve el arte contemporáneo en Holanda, principalmente a partir de Cees Wagner, personaje instalado en el poder que actúa según los dictados de la corrección política y los intereses de la razón práctica y de cuyas decisiones depende en gran medida el futuro de los jóvenes aspirantes a artistas, así como el de quienes operan en los peldaños inferiores de aquel teatrillo (comisarios de exposiciones, directores de museos locales, galeristas, etcétera).
De Amigos que no he vuelto a ver (1997) guardo un recuerdo menos homogéneo, tal vez por tratarse de un conjunto de relatos de diversa temática, en los que también brillaban la habilidad y el ingenio verbal del autor a la hora de trazar un ácido retrato de la clase política española que alcanzaba el poder en los ochenta (“Nos mantendremos por siempre fieles al servicio del pueblo”) o de arremeter contra el mundillo literario, que son los dos ejes temáticos en torno a los que pivota Turistas del ideal, la novela que hoy comento. Por cierto que en uno de aquellos relatos (“Onetti”) ya encontrábamos un comentario, puesto en labios del escritor uruguayo, sobre Los mares del sur, la novela de Vázquez Montalbán: “No es una novela policial sino una donde Carvalho imparte un curso de cocina catalana. ¡Parece que al detective le interesa más comer que resolver el caso!”
Esta última precisión viene a cuento de lo que enseguida captará el lector. En Turistas del ideal, Vidal-Folch toma como eje vertebrador de la novela las andanzas de Vigil, un escritor comunista y barcelonés, cuya trayectoria recorre de arriba abajo en un doble plano, enfocando su progresiva ascensión en la escala socioeconómica y la relativamente veloz carrera en el ámbito periodístico y literario. En este último plano, Vidal-Folch hace una sátira implacable de este modelo de escritor-intelectual (el compañero de viaje), taladrando hasta el más recóndito de sus pliegues, en un incesante asedio a la persona y al “escribidor”. En este sentido, uno de los rasgos más ingeniosos de la novela es incluir, en nota a pie de página, los informes de lectura que “un lector V. que es gato viejo y gato escaldado” entrega a la agente literaria de Vigil; o bien las sinopsis argumentales de las obras del otro escritor destacado, Augusto.
En un momento dado, Vigil decide apoyar el levantamiento del Capitán, un líder revolucionario de la población indígena de Tierras Calientes, trabajando para extender el apoyo de los intelectuales europeos a la causa revolucionaria, apoyo que culmina en el viaje a la capital de dicho país, destino de la larga marcha (el “Capitour”) emprendida por los rebeldes para hacerse oír y respetar. Prácticamente dos terceras partes de Turistas del ideal tratan de este episodio. En la terraza del Hotel Savoy donde se aloja la crème de esta troupe, a la espera de la llegada del Capitán y sus huestes, Vigil conversa largamente sobre todo lo divino y lo humano con un eminente novelista portugués, Augusto, poseedor del Toisón de Oro de las Letras Europeas, melancólico y ya levemente senil, en quien Vigil se ve proyectado: Augusto o la “encarnación de su arrugado futuro, en el que repetiría naderías, se ofuscaría por una crítica negativa, mostraría su dentadura postiza, sería incapaz de rechazar la adulación… pero seguiría viajando sin descanso de simposio en debate y se mantendría imperturbablemente leal a las ideas de su juventud”.
A la kermesse acuden asimismo Colores, un cantautor canalla y noctámbulo, mujeriego y cocainómano, experto en el registro de lo kitsch-sentimental, que cada año editaba o sacaba (no “publicaba”, como escribe el autor) “un disco con diez o doce nuevas canciones, desbordantes de hombres abandonados, de borracheras y soledades, de mujeres crueles y putas de tierno corazón, un mundo de antihéroes y sentimientos tópicos”, tan confortable como el de las novelas de Cóndor, el detective de la serie de Vigil. Andan también por allí Mermel, un alto funcionario de la ONU; “un atlético cineasta californiano famoso por sus películas conspirativas y paranoicas”; Fortyún, el veterano juglar de la canción protesta; Heredia, el bailarín flamenco íntimo de Fidel, ahora demacrado y flaco por la enfermedad letal que padece; Haas, el gran novelista alemán poseedor asimismo del Toisón y temporalmente autoexiliado en Tierras Calientes; el cocinero Tronchon, “gran develador de la comida rápida” y todo un crack cultural en lo relativo a gastronomía y progresismo, nouvelle cuisine y nueva izquierda. En fin, están tutti quanti, además de la tropa: jóvenes anarquistas italianos, miembros de ONGs, etarras y grapos, nuevos filósofos franceses filonazis, militantes antisistema, etcétera.
No voy a negar que uno se ríe leyendo Turistas del ideal, ni que la novela proporciona momentos hilarantes, además de pasajes de extrema agudeza e ingenio verbal, como las letras de las canciones de Colores (“¿Me recuerdas? Soy aquel/ Hombre solitario y triste/ El que bebió tanta hiel/ En tu bar, con quien dormiste/ En la cama del Hotel” ; pónganle la música y comprueben), el pastiche lírico de Vigil sobre la larga marcha del Capitán (“Según avanza la mañana y el sol va caldeando la plaza, el alma colectiva también se va caldeando…”), o el análisis deconstructivo que el semiótico francés Parlevin hace de la imagen simbólica del caudillo guerrillero, “cuyos tres elementos principales representan otras tantas ideas-fuerza o arcanos: en el pasamontañas, Enigma y deseo latente; en la pipa, Pensamiento reflexivo, y en la pistola, Poder“.
Ahora bien, esta “cáustica visión del filisteísmo cultural, el mandarinato de los intelectuales progresistas y las contradicciones entre sus ensueños revolucionarios y su realidad acomodada y burguesa” (que es como se describe Turistas del ideal, en la contraportada de la novela) por momentos me parece excesiva (y hasta decepcionante) debido a la acumulación de realidad identificable. Creo que Ignacio Vidal-Folch debería haber desenfocado algo más los referentes reales que maneja, enturbiado la lente, deformado o mezclado en mayor medida los blancos de su sátira, para que así el lector pudiera gozar más de la previsible infrarrealidad que resultaría de una más fina reelaboración literaria de toda esa materia. Decepciona el enfoque tan plano, el vuelo raso, el limitarse a proceder según un esquema simple: a imagen y semejanza de Fulano o Zutano. –
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