Eduardo Lizalde
El vino que no acaba. Antología poética (1966-2011)
Madrid, Vaso Roto Ediciones, 2008 pp.
Hasta que la palabra
–un dardo negro–
cruza de lado a lado por la roca solemne.
Eduardo Lizalde
1. La generación de poetas nacidos en nuestro país en la década de los años veinte resulta significativa. Cito algunos: Rubén Bonifaz Nuño (1923), Jaime Sabines (1926-1999), Enriqueta Ochoa (1928) y Eduardo Lizalde (1929). Títulos como El manto y la corona (1958), Algo sobre la muerte del mayor Sabines (1973), Retorno de Electra (1973) y El tigre en casa (1970) pertenecen a esos autores que dieron un sesgo distintivo a las letras mexicanas. En la promoción anterior se encuentran Octavio Paz (1914-1998) y Juan Rulfo (1917-1986), y en la siguiente, Salvador Elizondo (1932-2006) y Marco Antonio Montes de Oca (1932-2009).
2. En su incipiente carrera como narrador, que Era publicó en 2010 con el título Almanaque de cuentos y ficciones (1955-2005), Lizalde configuró las directrices de su discurso: la transparencia, la depuración del lenguaje y el tono irreverente, o más aún, el tono desenfadado en el que conviven de manera natural el decir culto y el coloquial.
3. Los dos primeros títulos de Eduardo Lizalde: La mala hora (Los Presentes, 1956) y Odesa y Cananea (Cuadernos del Unicornio, 1958) no figuran en El vino que no acaba. Antología poética (1966-2011), con prólogo de Jenaro Talens y selección de Marco Antonio Campos. El vino que no acaba aparece en Vaso Roto Ediciones (2012), el sello que con base en España y circulación en México dirige la poeta Jeannette Clariond. Con un catálogo selecto de autores de otras latitudes, es de celebrar que Vaso Roto recientemente atienda a poetas mexicanos. Una muestra: El agua recobrada. Antología poética de Luis Armenta Malpica (1961), con prólogo de Eduardo Moga y selección de Luis Aguilar. Y esta selección de Lizalde, uno de nuestros poetas mayores.
4. Desde Cada cosa es Babel (1966) hasta una serie de poemas no coleccionados, El vino que no acaba presenta una visión de la fuerza lírica, del coraje amoroso, de la sublevación del sentir y del dolor con investidura métrica. Aquí está, en pleno, la configuración de un discurso lúdico, pulcro, irreverente, irónico, sorpresivo. Y desde aquí –además desde el inicio– se aprecia la importancia del desarrollo de su quehacer: “Y le digo a la roca: / muy bien, roca, ablándate, / despierta, desperézate, / pasa el puente del reino, / sé tú misma, sé mía, / dime tu pétreo nombre / de roca apasionada. // Y no sabe decirlo, / no cabe un alfiler de labios / en su cuerpo sin rostro. / Pero yo sé su nombre: / roca, le digo, / y comienza a ablandarse.” Es el primer poema de Cada cosa es Babel, cuyo segundo epígrafe de Dylan Thomas remite irremediablemente a las bellas y precisas páginas incluidas en Tablero de divagaciones (FCE, 1999, tomo II) sobre el poeta galés: El artista como un joven perro.
5. Marco Antonio Campos optó por una selección festiva y dolorosa, cáustica, de la poesía más festejada de Lizalde (en el otro extremo se encuentran Algaida, de 2004, y Tercera Tenochtitlan 1983-1993, de 1999). Parte de allí la mirada del antologador y parte de allí el gozo del lector mexicano que volverá a encontrar el júbilo en la desdicha de la mansedumbre o la tristeza en la alegría de quien se rebela. Habla la voz de El tigre en la casa (1970): “De pronto, se quiere escribir versos / que arranquen trozos de piel / al que los lea. / Se escribe así, rabiosamente, / destrozándose el alma contra el escritorio, / ardiendo de dolor, / raspándose la cara contra los esdrújulos, / asesinando teclas con el puño, / metiéndose pajuelas de cristal entre las uñas. // Uno se pone a odiar como una fiera, / entonces, / y alguien pasa y le dice: / “vente a cenar, tigrillo, / la leche está caliente.”
“Lamentación por una perra” y “Boleros del resentido” son poemas de esta sección en donde la raíz del corazón, esa raíz muda que crece y se desgañita, rabiosa, deviene confesión de rabia y resignación: “La perra más inmunda / es noble lirio junto a ella. / Se vendería por cinco tlacos / a un caimán. // Es prostituta vil, / artera zorra, / y ya tenía podrida el alma / a los cuatro años. // Pero su peor defecto es otro: / soy para el último / de los hombres.”
La zorra enferma. Malignidades, epigramas, incluso poemas (1974) es una vuelta a la vida de quien canta, al filo del desencanto, el canto de la amargura que sería rastrera, ordinaria, si no fuera guiada por la rienda de quien conoce no solo de los recursos de la poesía sino también –cautela, imberbes– de ciertas cosas de la vida. La flecha artera se ha vuelto más afilada. No hay escapatoria. Cuando el poeta ha recorrido un trecho largo por amargo, sabe que su mejor arma es el zarpazo, la herida final, de muerte, el golpe maestro y adiestrado a base de vinos y desventuras. Aunque ahora su mirar tenga como objetivo otro blanco, que resume de manera magistral con el pincel de pelo de tigre que no admite enmienda. El poema, “Atención activistas”, dice: “El principal deber / de un revolucionario / es impedir que las revoluciones / lleguen a ser como son.” Y “Otra vez Monelle”, “Bellísima”, “Dicen que el amor embellece” y “No sirve de otro modo” son la creencia de una voz sin pudor y sin falso alarde: de una voz que desde el principio de su trabajo decidió prescindir de la vana palabrería y desbrozar la maleza para llegar por la vía más directa a la forja que no admite fisuras: “Se ha hablado mal del César / porque tiene mal gusto literario. // Error: / finge acaso el mal gusto, / como todos los grandes estadistas.”
6. La Cabra Ediciones reunió las traducciones de Eduardo Lizalde en un volumen: Baja traición (2009); ese mismo año, y como parte del mismo catálogo, apareció Todo poema está empezando 1966-2008, con prólogo de Eduardo Hurtado, lo que habla de la vigencia sostenida del autor de Rosas (1993).
“Poetastros y poetísimos” de Bitácora del sedentario (1993) demuestra la congruencia de un poeta que desde sus primeros poemas eligió la concisión como elemento primordial pero regido por la vuelta de tuerca imprescindible. Lo cito íntegro: “No ha sido la poesía precisamente / el más tranquilo, sano y placentero / de los malos negocios. // Pero todos escribimos poesía: / niños, tarados, viejecitos, gañanes, comisarios. / –Vendían torreznos Lope y su familia–. / Shakespeare mismo –no digamos Cervantes– escribía de pronto versos espantosos, / endecasílabos con pústulas, / solo para intentarlo, para tensar la cuerda, / para probar el arma, para vocalizar, / y a veces colocaba una flecha / en blanco venturoso, sin querer, / en diez, en veinte, en cien disparos fallidos. / Todos lo hacemos en nuestra medida si sabemos el rumbo, / más si no lo sabemos pero estamos ungidos.” Pero de nuevo –cautela, imberbes–: “Basta tomar el pulso de una vocal cualquiera / o aplicar el oído / al torso de la página, / para ver que no late un corazón de tinta / verdadero en esos nombres.” El acto de escribir como consuelo mayor del desconsuelo y como contraparte el acto de escribir como aprecio por la poesía, como entrega a un destino que requiere de toda la sapiencia de un oficio, y de la intuición, esa creencia en el misterio de la poesía.
7. Poeta, traductor, crítico musical, articulista, conversador –maravilloso, me dicen–, director de la Biblioteca de México… Un tigre de muchas rayas. De muchas facetas. Una sola le bastó para alcanzar la mayoría de edad. Porque un tigre que olfateó en Babel es ya un ejemplar que puede pasearse por los más diversos escenarios.
8. El vino que no acaba es una acertada conjunción de tres sensibilidades poéticas consolidadas: Eduardo Lizalde, Marco Antonio Campos y Jenaro Talens. Con el gozo de quien emprende para sí como lector la empresa de conformar un libro para un público distinto al nuestro, Campos en la selección, y Talens, en una lúcida nota introductoria, han conformado un volumen en el que el lenguaje, la sobriedad, la transparencia y la fuerza de las imágenes son las credenciales de un autor de gran fuerza creadora.
9. Conocí a Eduardo Lizalde hace muchos años, más de veinte. Yo era joven y creador. Y becario del FONCA. Hubo una reunión en el Distrito Federal. Me le acerqué para comentarle que había escrito una reseña sobre Tabernarios y eróticos (1989) en Graffiti, una revista de Xalapa, Veracruz. Se portó muy cordial. Me dio su dirección porque quedé formalmente en enviarle un ejemplar. No lo hice. Pero me quedó la impresión de esa voz domiciliada en el Metropolitan Opera House. ~
Poeta y editor de Tabasco.