Un destacado hijo del siglo

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George Steiner, Errata. Examen de una vida, trad. Catalina Martínez Muñoz, Ediciones Siruela, Madrid, 1988, 218 pp.
Errata. Examen de una vida de George Steiner (París, 1929) se presenta como una autobiografía intelectual, es decir como una historia de las ideas, creencias y pensamientos de una persona. Un modelo de esta suerte de confesión intelectual es el libro Histoire de mes pensées del filósofo francés Alain (1858-1951) —pensador, por cierto, mucho más influyente de lo que pudiera pensarse. En Errata una de las inteligencias críticas más brillantes y mejor educadas del siglo ensaya una recapitulación del origen de sus valores, de la forma en que fue educado, de la figura y personalidad de sus educadores, en fin, del itinerario —voz de incontestables connotaciones religiosas— seguido durante sus años de aprendizaje. Si “el oficio de pensar se aprende igual que el oficio de herrero”, al decir de Alain, Errata cuenta la historia de cómo ha sido forjado el forjador, retrata a los herreros del herrero, describe esas fraguas de la inteligencia que son los colegios y universidades, pero sobre todo da cuenta de una sucesión de paternidades intelectuales cuyo resultado ha sido la persona-obra llamada George Steiner.
     Errata. Examen de una vida: ya el título evoca la cultura editorial, la idea de que la vida es un libro de ensayos cuyo sentido intelectual es la búsqueda de sentido, la historia, en fin, como un texto que es preciso cotejar cotejándola contra el original: la Historia, la verdadera, la historia de la cultura.
     Entre el “testamento” y las “memorias”, el ideario y la autobiografía, Errata mira, en parte, hacia el pasado de la propia inteligencia, en parte hacia el porvenir de la inteligencia común y compartida. No cuenta la historia de una traición a la inteligencia —en el horizonte, por ejemplo, de un Maurras o de un Benda—, sino la de una lealtad platónica, las aventuras de una alianza fiel entre impulso intelectual y movimiento ético.
     Errata sugiere que la autobiografía de una inteligencia sólo sabría “controlarse” a través de la historia intelectual en que ella se inscribe. A su vez, ésta no sabría leerse sin una ayuda, sin una profunda inteligencia de la historia, es decir, del sufrimiento y del horror, de la demencia y la insensatez. Por su voluntad de discusión del mundo para aclarar la propia situación controversial, por su afán de discutir vivamente las ideas que han movido y alimentado una vida intelectual, Errata recuerda también al lector libros como A piece of my mind de Edmund Wilson (1956) o, más recientemente y en otro sentido, Mi testamento filosófico (1997) de Jean Guitton, De senectute de Norberto Bobbio o, entre nosotros, Antes del fin de Ernesto Sábato.
     Nacido en París en el seno de una familia ilustrada de raíz judía y de cultura centroeuropea, a muy temprana edad George Steiner, según cuenta Errata, descubrirá la diversidad del mundo, será educado por unos padres que, en medio del clima hostil de la Europa de entreguerras, de la conmoción brutal de la guerra y del nazismo, guardan como un tesoro inestimable los jardines del arte y de la cultura, el cultivo de la música, el ejercicio de la apreciación y la lectura de los clásicos antiguos (en particular de Homero) y los modernos (Shakespeare). Los primeros capítulos de Errata hacen pensar al lector en la vida de otro escritor centroeuropeo de raíz judía con cuya biografía la de George Steiner no deja de tener ciertas simetrías: Elias Canetti. Si la madre de éste aspiró a transformar a su hijo en una obra de arte poniéndolo en contacto vivido con la poesía y el drama a través de la recitación —engendrándolo por así decir dos veces y encaminándolo a una suerte de segundo nacimiento algo parecido al del evangélico Nicodemo—, el padre de George Steiner iniciará a su hijo en el misterio homérico, lo llevará de la mano a la memorización de algunos pasajes de la Iliada, pero sobre todo infundirá en su seno juvenil la certeza de la existencia de un reino heroico y trágico, reino admirable donde la fuerza del destino mantiene encadenados a víctimas y verdugos del mismo modo que la dignidad moral y la elevación poética se encuentran indisociablemente enlazados a la voz de Aquiles guardada por Homero.
     Examen de una vida, historia de una educación, Errata expone a través del repaso de los diversos escenarios pedagógicos y de sus distintos actores (los padres, los maestros, los condiscípulos interlocutores) y acciones (los placeres y los días del trabajo intelectual, el silencio, la música) una cierta idea del hombre como un animal que recuerda lo Alto (los Cielos) y desde ahí ensaya una experiencia crítica de la tierra. Si el hombre es un animal capaz de recordar la libertad creadora —el porqué y el cómo de la poesía, las matemáticas, la música y el arte—, ¿no significa ello que su humanidad se mide por su capacidad para arriesgar la vida física y afirmar ese reino soberano más allá de toda servidumbre y de todo concurso servil y utilitario; no significa “que su misión es la de ser errante, lo que equivale a errar en la doble acepción de esta palabra”?
     Historia de una vida formada en el ejercicio doloroso de la atención, Errata presenta una galería de educadores, es decir de correctores en el sentido fuerte de la palabra: tutores y rectores, patrones y parteros cada uno de una iniciación, compañeros docentes de una disciplina particular en el arte de la fragua intelectual. Así, la casa mental de George Steiner aparece como un gimnasio donde diversos preceptores preparan al estudiante en el oficio de la atención, en el conocimiento de la peculiar “ecología” cultural en que se inscribe cada obra.
     Como en Errata confluyen varios saberes y un solo fermento ético, el libro no podía dejar de ser una apología del cosmopolitismo y, por así decirlo, de la ubicuidad cultural. Y es que la historia de la educación de George Steiner no es la de un especialista o de un profesional de una sola destreza. Su paideia es versátil. El autor de Después de Babel no sólo alienta entre tres idiomas y tres culturas —la inglesa, la francesa, la alemana. Es también, en el terreno de la inteligencia y de la sensibilidad, un extraterritorial que se inicia preguntándose por el eclipse de la tragedia en la Ilustración, se desplaza hacia la crítica de la razón cultural que consiente la convivencia del goce estético y del crimen en Lenguaje y silencio, salta hacia la lingüística y la filosofía del lenguaje, regresa a preguntarse por la traición espiritual del intelectual académico, se da tiempo para jugar ajedrez y escribir sobre las estrategias del damero, oye música, lee filosofía y antropología, escribe narraciones, y lee y lee, lee infatigablemente hasta terminar encarnando una de las figuras del lector como un hombre de varias ciudades, un arquero de muchas flechas que se desenvuelve con soltura entre varias literaturas y expresiones intelectuales.
     (A los hispanoamericanos no nos es del todo ajena esta figura del lector excepcional, del viajero que surca diversas eras imaginarias, pues ya desde Sor Juana y Sigüenza y Góngora, luego con Andrés Bello, Domingo Faustino Sarmiento, y más tarde con Borges, Reyes, Lezama y Paz, el perfil del lector-biblioteca, la figura versátil del hombre-orquesta intelectual nos resulta en cierto modo familiar, quizás en virtud de la índole precaria y poco desbravada de nuestra incipiente cultura).
     La excentricidad de George Steiner —hombre de tres mundos (la filosofía, las artes y la religión) y de varios códigos— estriba, más allá de la acumulación casi improbable de sus conocimientos, en la intensidad relampagueante que los sabe conectar, elevando ipso facto el ejercicio de la lectura a un segundo grado que es escritura, pero sobre todo inteligencia, revelación organizada.
     Errata no es un libro convencional de memorias, donde el memorioso reconstruye un itinerario ya casi concluido. Para el lector que anda buscando la triste carne anecdótica del exceso y la querella, puede ser un libro quizás opaco y, en última instancia, decepcionante. Aunque el libro tiene algo de testamentario, mira más bien hacia adelante y es como un gatillo capaz de disparar una cauda de reflexiones y de preguntas en torno al sentido y la experiencia de la realidad vivida en el pensamiento, calibra los contenidos y sopesa las destrezas de la educación liberal y humanística y, más allá, suscita, desencadena un conjunto de cuestiones en torno a la idea de ciudad que encierra la idea de universidad. Aunque es un libro bien escrito y que se lee con gusto, Errata no deja de ser una obra inquietante, impregnada de gravedad como ha de serlo por fuerza todo examen de conciencia: la confesión de un hijo excepcional del siglo no podía dejar de acarrear un examen crítico de este nuestro casi extinto siglo y de las diversas variedades de su barbarie cultural. Desde luego, Steiner es un defensor de la sociedad abierta, un abogado de la democracia liberal y de las instituciones políticas de Occidente. Pero, abogado honesto, honrado litigante, no se hace ilusiones ni sucumbe al autoengaño: uno de los capítulos más estremecedores de Errata presenta un agudo balance de las masacres con que los totalitarismos del siglo han sembrado al planeta tanto como de las guerras ante las que la lucrativa permisividad de Occidente sabe tan bien cerrar los ojos. Esta sangrienta aritmética lleva a Steiner a admitir que quizá el dintel que separa al hombre de las bestias (sin agraviar a la hermana fauna) ha descendido en el curso de la vertiginosa centuria que en unos meses concluye.
     En muchos sentidos —dice Steiner ¿y quién sabría contradecirlo?— el hombre que concluye el siglo es menos humano que el que lo inició. Pero esta constatación dolorosa y trágica (¿hasta qué punto las humanidades realmente humanizan? es una de las preguntas más tenaces y distintivas de nuestro leído-lector) no le impide reconocer los beneficios científicos, culturales y técnicos del siglo. Le interesa, por supuesto, la ciencia, pero mucho más la confrontación conceptual de los descubrimientos científicos con la revelación religiosa, el diálogo entre religiones (el debate entre los culpables y cómplices del Gólgota cristiano y del Holocausto judío), la filosofía de la ciencia, los avatares de la teoría en la acepción más rigurosa. Por eso mismo, desconfía de la extrapolación de la voz teoría, de la cual se usa y abusa en el campo de las llamadas ciencias humanas. De ahí su polémica con el pensamiento de la deconstrucción. Aunque independiente y extraterritorial, queda claro que George Steiner en todo caso goza de la relativa soledad del precursor, pues sus críticas al estructuralismo y al post-estructuralismo (en particular a Jacques Derrida) van en el mismo sentido que las verificadas desde el campo de la ciencia por Alain Sokal, el científico usamericano que denunció no hace mucho la impostura intelectual, la condición abusiva y seudocientífica de algunos exponentes del pensamiento francés postestructuralista, y, entre nosotros, tienen afinidad con las expuestas, por ejemplo, por Tomás Segovia en Poética y profética. Aquí, como en otros terrenos, la actividad de Steiner está orientada por la sensatez e incluso por la prudencia, esa virtud despreciada en público por los profesores iluminados que no dejan de practicarla al evolucionar entre los escalafones del claustro universitario. Esta ruptura, esta apostasía ante las capillas académicas ubica a Steiner en un terreno peligroso, el campo minado de un francotirador que opone a las burocracias universitarias una idea ética de la vocación universitaria, por más que esta posición decididamente elitista sólo pueda suscitar a su alrededor rechazo e impopularidad. Si Errata propone un manual de urbanidad intelectual, un arte de vivir fundado en la curiosidad, la fidelidad al conocimiento y la crítica, una de las primeras normas de ese breviario concierne al llamado elitismo, convoca a la necesidad de una aristocracia y de un heroísmo intelectual, apela a la conciencia de la responsabilidad artística e intelectual como una de las válvulas de seguridad que exige la ciudad de los hombres libres para no desmoronarse entre las cocinas, los dormitorios y los establos. Pero en realidad Steiner no propone ninguna República de los Sabios, ni una oligarquía ilustrada o un orden regido por inertes mandarines intelectuales. Sólo se limita a advertir en los capítulos finales de Errata que la civilización occidental tal y como hasta ahora la hemos conocido ha dependido (y todavía depende) de esas bolsas de aire, de esos espacios de recreo exigente y de tensa gimnasia intelectual (los claustros universitarios) donde en cada generación se inventa y reinventa (seminario y semilla son palabras hermanas) la memoria y la fábula, donde la humanidad resucita en el recuerdo de las humanidades. Porque si bien no es del todo seguro que las humanidades humanicen espontánea y necesariamente, sí es incontestable que hasta ahora el factor humano ha sido eminentemente un factor cultural, religioso, artístico, crítico y aun humorístico.

La mitología positivista del siglo que acaba y la superstición pragmática del que empieza quedan desenmascaradas en esta Errata que las deletrea y revisa a través de un examen múltiple de conciencia que participa de la genealogía intelectual, el diagnóstico clínico del siglo, la historia documental de los libros propios, la prehistoria de los pensamientos, la galería de personajes excéntricos y memorables, el escrutinio de los malestares de la cultura, una novela cuyo argumento profundo es la búsqueda de la verdad-que-es-belleza y, en fin, el autorretrato de un hombre que anda entre fronteras buscando rostros a condición de que en éstos aflore una felicidad inteligente.
     Entre los diversos temas suscitados a lo largo de Errata, el del silencio y el ruido es quizás el más novedoso y esencial. No sólo es un enamorado de la música —y uno de los capítulos más hermosos del libro está dedicado a ella—, Steiner se confiesa como un cazador y coleccionista de silencios, de ambientes y espacios quietos, sosegados.
     La llamada de George Steiner sobre el silencio alerta al lector: toda verdadera lectura comporta una purificación previa. La lectura exige silencio de los sentidos internos y externos, atención. Al mismo tiempo, reflexiona sobre el ruidoso barullo de las ciudades, el incesante parloteo de nuestra civilización. Habría que preguntarse con Steiner y más allá de él si no existen sutiles puentes entre barbarie y agresión acústica, si la concentración y la vida espiritual no presuponen reservas de silencio y recogimiento del mismo modo que el mito de Babel no expresa un estigma y un castigo sino una bendición y una promesa de pluralidad y tolerancia.
     Otro tema, necesariamente asociado, es el de eros y logos, el contrapunto magnético que pasa su corriente alterna —a veces positiva, a veces negativa— entre decir y amar, seducción y fecundación intelectual. De ahí que Errata deba leerse como una parábola en torno a las variedades de la experiencia intelectual en cuanto experiencia amorosa. Errata o arte de amor intelectual. Cada maestro cifra entonces una destreza, una habilidad peculiar en el oficio de la creación y recreación poética y filosófica. Al helenista Jean Boorsch, por ejemplo, George Steiner le deberá “la semilla del amor (philein) contenida en la filología, acaso en la lógica, indivisible de la retórica en gran parte de la historia occidental”. A Ernest Sirluck los ideales del rigor académico y editorial en la exposición histórica textual como imperativos morales. Al poeta y crítico Allen Tate la flexibilidad y severidad necesarias para sintonizar los procesos críticos y los procesos creativos en un solo acto de imitación y parodia soberanas. A Gershom Sholem la conciencia de la verdad como un ideal que sólo puede aproximarse mediante el rigor en la errancia. A Donald MacKinnon y al admirable Pierre Boutang —tan distintos entre sí— el compromiso religioso, personal, con el pensamiento que entrevera en su origen y finalidad al Gólgota y a Auschwitz: la conciencia de la docencia como un acto de amor y de la memoria como un arte sin el cual no es posible la vida intelectual. A Alexis Philonenko, en fin, la conciencia aguda y definitiva de que en la vida intelectual existen escalas y jerarquías:

En primer lugar, estaban los verdaderos creadores, los pensadores originales, los generadores de filosofía sistemática. Citó a Platón, Aristóteles, Descartes, Kant, y a su amado Fichte. En segundo lugar, los divulgadores plenamente cualificados y los historiadores de la filosofía (funciones que cuando se practican correctamente resultan casi idénticas). Éstos pueden desplegar las labores del maestro en el nivel técnico necesario y situarlas con precisión en el conjunto del discurso especulativo occidental. Este tipo de historiadores (Philonenko) son raros. En tercer lugar, y a gran distancia de los anteriores, se sitúan los litteratti, los ensayistas, críticos, historiadores intelectuales, y la inmensa mayoría de los pedagogos y académicos, tan mordazmente catequizados por Rabelais o Hegel.
Más allá de las sugerentes siluetas, de las anécdotas emblemáticas elegidas como cifra de la propia vida imaginaria, Errata pone sobre el tapete de la discusión el futuro de la educación universitaria europea, el porvenir o la posibilidad de una educación general como base inteligente de cualquier saber especializado ulterior, en fin, las preguntas últimas en torno al sentido de la educación en un mundo hechizado por el apogeo de las tecnologías que parecen cuestionar la noción misma de saber. Preguntas de ningún modo peregrinas. Están en el aire y alimentan controversias medulares ya se trate en Francia, por ejemplo, de la reforma educativa (vale la pena leer la apología del humanismo como raíz de toda educación en el artículo de Marc Fumaroli contra las propuestas reformistas del Ministro Allègre1) o bien de la discusión en torno a la necesidad de preservar un núcleo de enseñanza general que se ha verificado recientemente en la Universidad de Chicago2 o entre críticos como Denis Donoghue (una personalidad, por cierto, que tiene no pocos puntos de contacto con George Steiner) cuando sostienen la necesidad de iniciar una reforma escolar partiendo del principio de que los estudiantes no dominan su propia lengua nativa (Denis Donoghue: The Practice of Reading).
     George Steiner, ensayista, es una inteligencia socrática. Dialógica y dialéctica, su argumentación progresa pendularmente, indagando para exaltar la ignorancia, interiorizando una compleja red de preguntas para mejor enfocar y acotar las situaciones problemáticas que se propone.
     El último capítulo de Errata se inicia con el motivo del error, un tema vertebral en la reflexión de Steiner (no por nada uno de sus libros se titula On difficulty). Dice la primera frase del capítulo: “Los errores se hacen insoportables en la medida en que se revelan como irreparables”. Y el último párrafo:
“Quien piensa en grande, debe equivocarse en grande”, dice Martin Heidegger, el teólogo parodista de nuestra época (donde parodista ha de leerse en su sentido más grave).3 También los que “piensan en pequeño” pueden errar en grande. Tal es la democracia de la gracia o la condena.
Ésta es la última línea de Errata.
     Corre entre ambas frases una recapitulación de las aportaciones de George Steiner al pensamiento y a la crítica contemporánea. Podría resumirse en una voz: Steiner el extranjero, el extraterritorial que se ha negado a echar raíces en una lengua o una cultura nacionales, o siquiera en una disciplina o especialidad, no ha dejado de tender puentes entre las disciplinas, pero sobre todo ha sido fiel a una idea motriz —que, desde luego, se encuentra en la raíz de la filosofía contemporánea, pero a la que el autor de Lenguaje y silencio ha sometido a una exploración metódica y multifacética: la ruptura del pacto que sostenía la continuidad de las palabras y de las cosas, la escisión entre el mundo y los relatos que dan cuenta de él. En ese sentido Errata es el testimonio de un creador de puentes en la época del vértigo y del naufragio de los puentes. No es por eso extraño que los mercaderes del vértigo, la náusea y el naufragio vean en él a un médico temible. Pero la ruptura entre las palabras y las cosas no sólo es un asunto puramente conceptual. La fractura encuentra réplicas, en el sentido sismológico de las palabras, en todos los órdenes y en particular en el universo de la comunicación donde el Aprendiz de Brujo mira con estupor cómo su propia escoba se ha puesto a bailar sola y amenaza con barrerlo a él mismo. En efecto, el antiguo pacto entre la comunicación y la palabra ha quedado expuesto a una solución corrosiva: la de los medios audiovisuales y electrónicos, pero en última instancia los “mensajes”, los “contenidos” de éstos se funden en un capital conceptual acumulado previamente. ¿No es claro que para que no quede estancada la renovación de la investigación y del conocimiento resulta urgentemente necesaria para la sociedad —como lo puede ser para el cuerpo la consolidación de sus defensas— la adquisición de un capital conceptual renovado capaz de transmitir los valores del tesoro heredado?
     Errata de George Steiner no sólo presenta una corrigenda et purganda del propio pasado personal, anuncia ya las enmiendas que habrán de practicarse sobre el cuerpo intelectual del porvenir inmediato. Esta reseña no puede concluir sin subrayar que si bien el personaje anecdótico central de Errata es George Steiner, el protagonista verdaderamente central de Errata es quizás el Extranjero, el Otro, el Visitante para el cual se guardan tesoros y se preparan fiestas. Ese otro a cuyo contacto los hombres despiertan y se transfiguran en personas. Ese otro cuya errata —cada cual a su modo— somos. –

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(ciudad de México, 1952) es poeta, traductor y ensayista, creador emérito, miembro de la Academia Mexicana de la Lengua y del Sistema Nacional de Creadores de Arte.


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