Un gobierno de indios / Tlaxcala, 1519-1750, de Andrea Martínez Baracs

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En la búsqueda de regularidades, principios generales y modelos de aplicación universal, las ciencias sociales han menospreciado la tarea de dar cuenta de la diversidad social. La historia, cuando se toma en serio su papel de ciencia de lo específico –como acertadamente la ha denominado Paul Veyne– y trabaja sobre temas, espacios y tiempos reducidos y bien delimitados no enfrenta ese problema. Sin embargo, en cuanto amplía sus horizontes y se propone dar un panorama general de una amplia región tiene inevitablemente que encarar el reto de integrar en su relato la diversidad de situaciones particulares. La peor manera de hacerlo es, sin duda, la de generalizar los casos que el historiador juzga “normales” o “representativos”. Una estrategia mucho más inteligente, me parece, sería, por el contrario, partir de los casos extremos para sugerir a los lectores el amplio campo de la diversidad existente, constreñida en unos límites claramente señalados.

De ahí el interés que, sin duda, despertará el libro de Andrea Martínez Baracs, Un gobierno de indios / Tlaxcala, 1519-1750, entre todos los interesados en conocer la situación de los indios de la Nueva España. En efecto, los tlaxcaltecas, como premio a la alianza que forjaron con Cortés contra los mexicas, recibieron por parte de la Corona española amplios privilegios que, en principio, los colocaban por encima de todos los demás naturales. Así, este caso extremo nos permite saber hasta qué punto los indios novohispanos pudieron mantener su autonomía, sus unidades politicoterritoriales y sus formas de gobierno, y reducir la explotación de su trabajo y el despojo de sus tierras.

A partir de una amplia investigación, basada en abundantes documentos de archivo –gran parte de ellos escritos en náhuatl–, Andrea Martínez toma como hilo conductor de su relato las vicisitudes del gobierno y cabildo indios de la ciudad de Tlaxcala para mostrarnos mil y un aspectos de la fascinante provincia del mismo nombre. Su profundo conocimiento de las fuentes primarias y su dominio de las sutilezas terminológicas del náhuatl clásico le permiten adentrarse con una sencillez meridiana en complejos debates sobre las formas de organización social y política de los indios en los primeros tiempos del virreinato.

Su ejemplar estudio deja en claro la extensión y los límites de los privilegios que gozaron estos indios “conquistadores”. En premio a su lealtad, la Corona española autorizó a la nobleza india de Tlaxcala conservar el dominio sobre todo su territorio a través de un gobernador y de un cabildo indios que deberían ser designados por un cuerpo electoral conformado por 220 miembros de la aristocracia regional. Este gobierno conservaría ciertos principios prehispánicos, como la rotación de los cargos entre las cuatro “cabeceras” que integraban la provincia. Los señores naturales mantendrían también sus propiedades y sus terrazgueros (o mayeques), que las trabajaban para ellos. Por su parte, los simples campesinos –los macehuales– recibieron la promesa de que no serían dados en encomienda a españoles ni tendrían que pagar tributo o prestar servicios personales.

Como era de suponerse, estos privilegios sufrieron considerables mermas y no se extendieron a otros ámbitos de la vida social, dejando la puerta abierta a infinidad de abusos. Así, por dar un ejemplo especialmente dramático, la evangelización a cargo de los franciscanos se realizó con una violencia desconocida en otras regiones de la Nueva España. Tal vez porque los tlaxcaltecas habían sido los primeros en aceptar el cristianismo, los religiosos reaccionaron con extrema dureza a la reaparición de cultos prehispánicos: por lo menos nueve indios –entre ellos una mujer– fueron ejecutados porque habían “tornado a idolatrar”.

Con el dominio español, la flexible alianza entre cuatro cabeceras, cada una de ellas controlando a sus sujetos, se convirtió en un gobierno indio unificado con jurisdicción sobre toda la provincia. A pesar de sus amplias facultades, un gobernador español tenía que presidir todas las reuniones del cabildo, de tal forma que aquel podía impedir la toma de decisiones del gobierno indio con tan sólo ausentarse de la provincia. Además, con el paso del tiempo la rotación de los cargos –especialmente el de gobernador– entre las cuatro cabeceras dejó de aplicarse durante largos periodos. Muchos gobernadores se mantuvieron en el cargo más allá de los dos años que les correspondían y fueron impuestos por el virrey en turno. La compleja jerarquía que existía entre barrios y pueblos sujetos fue primero alterada con la creación de las doctrinas franciscanas que impuso en ocasiones nuevas cabeceras. Posteriormente, con la secularización de estas doctrinas, muchos pueblos sujetos obtuvieron su libertad y dejaron de prestar servicios en sus cabeceras.

Aunque los señores tlaxcaltecas lograron conservar a sus terrazgueros durante un periodo mucho más largo que sus similares de otras regiones –todavía en 1718 se encuentra alguna mención a estos trabajadores atados a la tierra–, no pudieron evitar que poco a poco estos obtuvieran su libertad y recibieran por parte de la Corona tierras propias.

En cambio, la promesa de que los macehuales estarían libres de “pecho” no duró mucho tiempo. Muy rápidamente, la provincia de Tlaxcala se comprometió a entregar cada año ocho mil fanegas de maíz como “reconocimiento al rey”. Dado que su monto no dependía del número de naturales, esta obligación se volvió una carga pesadísima, a veces incluso imposible de cumplir cuando la población se redujo drásticamente a raíz de las epidemias llegadas del Viejo Mundo. Además, en 1593, el virrey impuso a los tlaxcaltecas el pago del tostón real. Finalmente, los tlaxcaltecas no se libraron de trabajar en la construcción de la ciudad de Puebla y en las haciendas españolas de la región de Atlixco. Además tenían que prestar un servicio gratuito en las cabeceras de doctrina y en la ciudad de Tlaxcala.

Aunque el gobierno indio de Tlaxcala logró limitar al máximo las mercedes de tierras a los españoles, estos lograron asentarse en la provincia y hacerse de muchas propiedades, especialmente en la región de Huamantla. Desde mediados del siglo xvi algunos señores naturales empezaron a vender sus tierras. Además, algunos de los colonos se casaron con mujeres de la nobleza tlaxcalteca, adquiriendo así el control de sus propiedades. Sus hijos mestizos pudieron ocupar cargos en el cabildo de Tlaxcala o incluso desempeñarse como gobernadores indios.

El balance de tres siglos de autonomía india resultó así de lo más ambiguo. Tlaxcala logró conservar su integridad territorial, incluso cuando se creó la intendencia de Puebla. Pero la compleja jerarquía política que existía entre sus asentamientos perdió mucha de su fuerza y no faltaron, como en el resto de la Nueva España, luchas de los pueblos sujetos por liberarse del control de sus cabeceras.

Sin duda, quien más se benefició de los privilegios otorgados por la Corona fue la nobleza tlaxcalteca, que mantuvo durante un mayor tiempo a sus siervos o terrazgueros, que controló –no sin grandes interferencias de las autoridades virreinales– la administración de la provincia, supervisando a partir del siglo XVIII el comercio que ejercían los españoles. Sin embargo, esta aristocracia india tuvo que permitir el ingreso en su seno de mestizos y de plebeyos enriquecidos.

Los campesinos fueron menos afortunados. Los terrazgueros vieron retrasada su liberación. Los macehuales no lograron escapar ni del pago del tributo –que incluso en ciertos periodos pudo llegar a ser más gravoso que el de los demás indios– ni de los servicios personales a los españoles, a los que se sumaban los trabajos que tenían que realizar para el mantenimiento de la ciudad de Tlaxcala. Esto permite comprender que muchos campesinos se hayan aliado con los españoles en contra del centralismo del cabildo indio.

Resulta mucho más difícil de evaluar la importancia que los tlaxcaltecas pudieron atribuirle al hecho de ser considerados “indios conquistadores”, de formar parte de la única provincia gobernada por personas de su misma “nación” y de recibir repetidas muestras de reconocimiento por parte de las autoridades españolas, como el paso obligado de todo virrey por su territorio en su viaje de Veracruz a México.

Hay, pues, que agradecer a Andrea Martínez Baracs no sólo el que nos permita comprender mucho mejor la fascinante historia de Tlaxcala, sino también que nos muestre uno de los límites que tuvo la condición social de los indios en la Nueva España. ~

 

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(ciudad de México, 1954), historiador, es autor, entre otras obras, de Encrucijadas chiapanecas. Economía, religión e identidades (Tusquets/El Colegio de México, 2002).


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