Varujan Vosganian
El libro de los susurros
Traducción de Joaquín Garrigós, Valencia, Pre-Textos, 2010, 584 pp.
Una novela con miles, con cientos de miles de personajes, con más o menos un millón y medio de vivos y otros tantos muertos (exterminados) parece un imposible, o como mínimo una contradicción en los términos, y sin embargo existe: El libro de los susurros. Lo cual plantea de inmediato la viejísima discusión de qué es una novela. No importa, dejémosle la discusión a los teóricos. Olvidémonos de los gerentes que hoy gobiernan tantas editoriales con guante de aluminio para fijar la ley de que novela es el vendible espejo en el que la gente se reconoce. Y recordemos a Cela, ahora en el Purgatorio del Olvido al que van los escritores, y ahora más, para quien novela es todo aquello que cuelga de un título y el autor dice que lo es. Y por ese y otros acercamientos siempre entendí que novela es, o puede ser, el conjunto de páginas capaz de abarcar más… (rellénense los puntos suspensivos) y con mayor libertad. No siempre, solo sucede a veces, pero eso y no otra cosa es lo que debió de ser para Cervantes, como queda claro leyéndole.
“Esta historia que nosotros llamamos El libro de los susurros no es mi historia”, escribe Varujan Vosganian, en uno de sus frecuentes saltos atrás de una historia que avanza, o da vueltas más bien, como un péndulo (p. 243). “Empezó mucho antes de los tiempos de mi infancia, cuando se hablaba en susurros. Empezó incluso mucho antes de que se convirtiera en un libro. Y no empezó en el Focsani de mi niñez, sino en Sivas, en Diyarbakir, en Bitlis, en Adana y en la región de Cilicia, en Van, en Trebisonda, en todos los valiatos de la Anatolia oriental donde nacieron los armenios de mi infancia y que se cuentan entre los protagonistas de este libro. Es más, empezó mucho antes, junto a las leyendas y terrores que los ancianos de mi niñez escucharon…”
Este libro trata de los armenios,el primero o uno de los primeros pueblos despojados de una patria o de buena parte de ella –desconozco cuál fue el primero–, y este es, con una fe admirable, un intento de darle una, o de ampliar las fronteras físicas de la Armenia ya existente y trascenderla con épica, historia, denuncia y poesía. Otorgarle a ese pueblo una sonoridad y una cadencia, y ordenarlo en una historia; encarnarlo en una novela. Una novela que sea una patria. ¿Por qué no? El estructuralismo y su hijo natural el nouveau roman establecieron en su día que la novela es el más burgués (romántico) de los géneros, y qué más romántico (burgués) que la idea de patria. Por lo demás, no sería la primera vez que un libro pretende resumir un pueblo, y este, al menos, está escrito –con buen oído y excelente traducción– con el aliento, la buena letra y el impulso necesarios.
Pero ahí surge uno de los primeros problemas, casi más de índole metafísica, por llamarla algo, que literaria: ¿cómo escribir una novela en la que el “yo” e incluso, aunque no lo parezca, el “nosotros” estén proscritos? Y eso a pesar de que está contada en principio por un niño que habla como un anciano y se niega, como hemos visto, el protagonismo. Ese “nosotros” ya sería de manejo complicado pero es que además el “nosotros” que aparece en este libro es tan cuantioso y, por lo tanto difuso, que tiende a difuminar no solo una sino las muchas historias que aparecen y que pretenden construir la epopeya (¿se entiende aún “epopeya”?) armenia. “En mi infancia viví en un mundo de susurros. Se emitían con cuidado. Hasta más tarde no me enteré de que el susurro tenía otros sentidos, como la ternura o la oración.”
Y ese difuminar no es bueno, esa niebla conspira incluso en contra de la “armenidad”, si se me permite el palabro, y estoy seguro de que en algún sitio debe existir esa palabra, así sea en turco, en rumano, en ruso, en cualquiera de los países que los han absorbido, o masacrado, tal como hizo el Imperio otomano en 1915: murieron un millón y medio de armenios y los descendientes de los supervivientes son los de la diáspora armenia por media Europa y las Américas: “[…] de todos los medios utilizados para matar a los armenios […] se sirvieron más tarde los nazis contra los judíos”. Las cifras se discuten, como siempre, y el nombre de lo que pasó: Turquía niega con energía la palabra “genocidio”, y mencionarla puede costar cárcel en aquel país, como sabe el escritor Orhan Pamuk. Sin embargo, no parece discutible que se produjo la masacre de muchos miles de personas en numerosos lugares a lo largo y ancho del imperio otomano, y el arrinconamiento de otras muchas miles de personas al desierto de Siria e Iraq. Y los supervivientes fueron excepción.
El libro de Vosganian alterna la crónica de hechos espeluznantes, en ocasiones inéditos incluso para quien ya haya leído mucho sobre los campos nazis y el gulag, con –sobre todo– la evocación de las costumbres, ceremonias y personajes y relatos de los armenios según los ojos de un autor rumano de ascendencia armenia por su madre. Un libro muy bien escrito (y traducido e impreso), a través de cuya prosa se puede ir adivinando a Vosganian, que es también economista y discutido político (ex ministro), además de poeta:
Yo soy una concha formada por
[dos mitades
La mitad blanda y cálida la llevo
[descubierta,
La poderosa –la piedra caliza,
[el sueño–
Está profunda en los adentros…[1]~
[1] Traducción anónima, tomada de la página “Historias de Rumanía”: rumania.wordpress.com/varujan-vosganian (consultado el 15 de julio).
Pedro Sorela es periodista.