Fray Servando Teresa de Mier (1763-1827) fue un patriota mexicano que pasó casi la mitad de su vida entrando y saliendo de prisión al tiempo que buscaba librarse a sí mismo del hábito dominico y a su país del gobierno español. Su Historia de la revolución de la Nueva España antiguamente Anáhuac, publicada en Londres en 1813, fue el primer recuento completo de la insurgencia mexicana encabezada por Miguel Hidalgo y José María Morelos, y terminaba con una defensa persuasiva del derecho del reino de la Nueva España a elegir su propia forma de gobierno. Si bien Mier habría de tener un papel fundamental en los debates constitucionales de la década de 1820, la publicación de sus Memorias en varias ediciones (1865, 1897, 1917, 1946) dio primacía a sus aventuras picarescas en Europa y a su personalidad extravagante, un enfoque que se vio ejemplificado en El increíble Fray Servando (1959) de Alfonso Junco. Así, la tarea de rescatar al padre Mier de la condescendencia de la posteridad recayó sobre Edmundo O’Gorman, encargado también de demostrar la originalidad y la relevancia histórica de su pensamiento político. Hoy, finalmente, en Vida de Fray Servando, de Christopher Domínguez Michael, contamos con un retrato plenamente logrado, majestuoso, de este hombre extraordinario. Este logro resulta por demás sorprendente si consideramos lo exigua que es la tradición biográfica mexicana. No obstante, encontramos aquí un recuento sustancial de “vida y época”, acompañado de todo el atavío de un estudio académico, es decir, numerosas notas, una cronología, bibliografía útil y un índice. Al parecer, Domínguez Michael ha leído cada palabra publicada por Mier y prácticamente todo artículo y todo libro que se ha escrito sobre el padre. Pero esta erudición esforzada no ha oscurecido la habilidad literaria de Domínguez Michael, y el resultado es una evocación brillante de uno de los mexicanos más fascinantes que han agraciado jamás esta tierra. La narrativa es tan absorbente, y las escenas que se presentan son tan diversas y se en encuentran tan ricamente coloreadas, que me mantuvieron fascinado durante buena parte de los tres días que le dediqué a la obra.
Es gracias a Domínguez Michael que nos es dado percibir la carrera pública de Mier dividida, como una obra isabelina, en cinco actos desiguales, cada uno compuesto de un número variable de escenas. El primer acto, que tan sólo cubre unos cuantos meses, se centra en el audaz sermón del 12 de diciembre de 1794, cuando en el Tepeyac el joven dominico informó a la distinguida congregación que la imagen de Nuestra Señora de Guadalupe había sido plasmada, no en el humilde sayal de Juan Diego, sino en la capa apostólica del apóstol Santo Tomás, cuando éste llegó a evangelizar a los nativos del Anáhuac. El segundo acto abarca los años que van de 1795 a 1808, cuando Mier pasó mucho tiempo en prisiones españolas, pero también viajó por Francia e Italia, y finalmente escapó hacia Portugal. El tercer acto comienza en 1808, con la imagen de Mier enlistándose como capellán militar en el ejército español, y termina en 1817, cuando, actuando en el mismo cargo, Mier acompaña a la expedición de Xavier Mina para liberar México. En 1811, Mier había pasado algunos meses en las Cortes de Cádiz y posteriormente radicó en Londres, donde escribió su Historia. El acto cuarto registra la entrada de Mier a los calabozos de la Inquisición en la Ciudad de México, en mayo de 1817, y termina en junio de 1821, con su partida del fuerte de San Juan de Ulúa. El quinto acto cubre los años de 1821 hasta su muerte en 1827, cuando Mier participó vigorosamente en la política del México imperial y republicano.
Justo cuando Domínguez Michael recurre a las Memorias para rastrear la peregrinación de Mier a través de la Europa occidental, exhibe sus cualidades literarias de historiador, ya que ilumina a cada paso aquella narrativa con una gran riqueza de información adicional, al tiempo que nos provee de un contexto indispensable. Es cierto que Domínguez Michael puntúa la declaración de la Real Academia de la Historia en Madrid, que ve como único logro en el sermón de Mier “haber substituido una fábula nueva a otra antigua”; sin embargo, no subraya el hecho de que el arzobispo Alonso Núñez de Haro había advertido a las autoridades en Madrid no liberar al dominico, ya que era “ligero en hablar, y sus sentimientos y dictámenes son opuestos a los derechos del Rey y la dominación Española”. En efecto, el encarcelamiento de Mier se fundaba tanto en motivos políticos como en acusaciones de corte eclesiástico. Fue en París donde Mier conoció a Henri Grégoire, el líder del clero constitucionalista, declarado jansenista, que defendía los derechos de los esclavos africanos en Haití y que editó una selección de las obras de Bartolomé de las Casas e invitó a Mier a contribuir con un prefacio. Entonces, Mier buscó el apoyo en una red “jansenista” en Italia, pero no logró obtener su “secularización” en Roma, o sea, no pudo librarse de sus votos como dominico, pese a que más tarde afirmaría no sólo haber sido secularizado, sino también haber sido elevado al rango de protonotario apostólico, un cargo que le permitía vestir con un atuendo semiepiscopal. Respecto de todo lo anterior, Domínguez Michael ofrece una guía experta, salpicada tan sólo por contados errores, como cuando acusa a la Gran Bretaña de impulsar la Leyenda Negra de España, leyenda que de hecho constituyó un prejuicio ampliamente compartido, en especial por los países protestantes, y que había sido fortalecida por la edición crudamente ilustrada por Théodore de Bry de la Brevíssima relación de la destrucción de las Indias, escrito por Las Casas y publicado en 1598. Por todo esto, admiré de manera particular la agudeza con que Domínguez Michael aborda la obsesión de Mier respecto del atavío clerical y su fijación con aquella frase maravillosa del padre: “tuve que volver a ser archivado en Las Caldas, como un códice extraviado.” De la misma manera, Domínguez Michael da cuenta del espíritu inquebrantable de Mier, al que, estando encarcelado en Los Toribios, el administrador sólo describía como “un monstruo […] leso de cerebro” que probablemente había sufrido alguna enfermedad mental, pues ¿cómo era posible explicar de otra manera que su encarcelamiento en Madrid hubiera sido tan debilitante como para hacerlo sufrir “un orgasmo en el cerebro que le tenía casi sin sentido”? Domínguez Michael concluye este acto mostrando que, tras su huida, Mier fue empleado en el consulado español de Lisboa.
A finales de 1808, Fray Servando reingresó a España con la idea de enrolarse en un batallón voluntario para combatir la invasión francesa y, aunque sirvió como capellán castrense, sus acciones en el campo de batalla atrajeron la atención del general Joaquín Blake, quien lo recomendó a la Regencia para el nombramiento a una canonjía en la catedral de México. Sin embargo, en 1811 Mier fue a Cádiz, donde las Cortes estaban en sesión, y allí se unió a los “Caballeros Racionales”, una logia semimasónica, donde conoció a Carlos de Alvear, José de San Martín y otros sudamericanos. Pero fue en Londres donde Mier entró finalmente a la escena pública, primero con sus Cartas de una americano a “El Español” (1811-1812) y luego con su Historia de la revolución en la Nueva España (1813). En su capítulo titulado “Historia e Historia“, Domínguez Michael ofrece un admirable sinopsis de esta generación revolucionaria que hubo de enfrentarse al colapso de la autoridad tradicional de la monarquía española y a la súbita irrupción de la modernidad francesa, ya fuera bajo la forma de ideas democráticas o de la aventura militar napoleónica. En esta encrucijada, Mier estaba fuertemente influido por José María Blanco y Crespo, un sevillano con ascendencia en parte irlandesa, mejor conocido en Inglaterra como Joseph Blanco White, quien lo presentó con Andrés Bello y otros emigrados. Durante este periodo, Mier también contaba con el respaldo de los acaudalados hermanos Fagoaga y viajaría más tarde a París con el joven Lucas Alamán. Fue en la biblioteca de Francisco de Miranda, sostenida por Andrés Bello, y en el Holland House, propiedad de los mecenas whigs de Blanco White, donde Mier escribió su Historia. En este ambiente, Mier abrevó de la Brevísima relación de Las Casas para acusar a los generales españoles contemporáneos, activos en México, de ser los crueles herederos de los conquistadores. Sin embargo, a pesar de su repudio a la Conquista, Mier también declaraba que, gracias a Las Casas, Nueva España poseía una constitución histórica, comprendida dentro de las Leyes de Indias, y era un verdadero reino soberano con derecho a elegir su propio destino político, sin importar la pobremente formulada Constitución de Cádiz de 1812. En todos estos puntos, Mier reafirmaba y desarrollaba los argumentos tradicionales del patriotismo criollo.
Cuando Mier, con poco tino, acompañó la expedición de Xavier Mina en 1817, vestía el atuendo semiepiscopal de un protonotario apostólico y de hecho afirmaba que había sido nombrado en fecha reciente arzobispo de Baltimore. En lugar de ser ejecutado como un rebelde, fue tratado como un dominico errante y encarcelado en los calabozos de la Inquisición española. Para ese entonces, la tortura había sido abolida y sus interrogadores no sólo le permitieron el acceso a los libros y papeles que había traído desde Europa, sino que le ordenaron escribir un recuento de su vida en dicho continente. En realidad, esos años conformaron un oasis de paz durante el cual Mier tuvo suficiente tiempo para escribir sus Memorias y su Manifiesto apologético. Mas, como señala correctamente Domínguez Michael, la introspección romántica era ajena a la sensibilidad festiva y robusta del dominico, así que, a pesar de ser quizá “el primero entre nosotros que memorizó su vida como literatura”, su éxito debe mucho al haber apelado a la tradición picaresca. Si “las Memorias de Mier ocurren en las tierras ya deforestadas de la Picardía hispánica”, no obstante poseen una vitalidad perdurable que excede por mucho las novelas desdibujadas y moralizantes de José Joaquín Fernández de Lizardi y que, por lo mismo, bien pueden ser vistas como el primer triunfo real de una literatura peculiar mexicana. Es en este sentido que Domínguez Michael cita la observación de Ortega y Gasset según la cual la falta de simpatía humana en las pinturas y los grabados de Goya se aplica también al recuento que Mier hace de sus aventuras, notando correctamente, empero, que el dominico nunca exhibe el más leve tinte de autoconmiseración. Esta percepción es reforzada por los inquisidores, que juzgaron a Mier como un hombre “de carácter altivo, soberbio y presuntuoso”, agregando que “conserva un ánimo inflexible, y un espíritu tranquilo y superior a sus desgracias”.
Tras su huida final, Mier llegó a Filadelfia, donde recibió la ayuda de Manuel Torres, el ministro colombiano, quien proporcionó fondos para la publicación de su Memoria político-instructiva donde Mier defendía el establecimiento de una república mexicana, y para una edición de la Brevíssima relación de Las Casas. En esta sección, Domínguez Michael retoma las investigaciones de Yael Bitran Goren, quien ha descubierto una valiosa colección epistolar entre Torres y Mier. Al regresar a México, Mier no perdió tiempo y de inmediato comenzó a burlarse del corto imperio de Agustín de Iturbide. Cuando fue invitado a unirse al emperador en la misa de la Catedral de México, respondió brevemente que “a los clérigos les era prohibido el ver comedias”. Durante el Congreso Constituyente de 1823, Fray Servando asistió a las sesiones en un atuendo eclesiástico impactante. Pero cuando dicho organismo optó por una federación de estados soberanos, Mier se puso de pie para profetizar el desastre político de la joven república. Enseguida, se retiró a Palacio Nacional, gracias a la invitación del presidente Guadalupe Victoria, y cuando la muerte se acercó, invitó a cualquier número de hombres públicos a presenciar su recepción de los últimos sacramentos y a escuchar más advertencias contra las maquinaciones de los radicales yorquinos. Con su acostumbrada pasión por el detalle, Domínguez Michael señala que, en realidad, Mier murió en el priorato de Santo Domingo y que, gracias a la reconciliación, fue enterrado por sus hermanos dominicos en las criptas de ese lugar. En 1861, los cuerpos desecados de varios eminentes dominicos cayeron en manos de los liberales y, bajo la orden del ministro de Justicia, fueron vendidos al propietario de un circo para su exhibición pública. La momia de Mier fue vista por última vez, al parecer, en Bruselas.
Como toda su generación, Mier vivió entre dos mundos. Domínguez Michael caracteriza este predicamento como el contraste entre “su herencia barroca y sus tentaciones modernas”, y afirma que en 1823 los diputados en el Congreso escucharon “al mismo tiempo, a un fraile del Barroco y a un publicista de la Ilustración”. Esta caracterización reposa en parte sobre la interpretación que Domínguez Michael da al sermón de Fray Servando sobre Nuestra Señora de Guadalupe, sermón pronunciado en 1794, en el que ve a un autor esencialmente “gerundiano”, esto es, perteneciente al modo degenerado y barroco de predicar que fue satirizado por Francisco José de Isla en su famosa Historia del famoso predicador fray Gerundio de Campazas alias Zotes (1758). Aquí, Domínguez Michael recurre a la autoridad de un estudio sobre la cultura intelectual colonial escrito por Agustín Rivera (1824-1916) y publicado en 1916. Sin embargo, en su Del sermón al discurso cívico. México, 1760-1834 (2003), Carlos Herrejón Peredo demuestra que, para la década de 1780, la retórica barroca había sido desplazada por las formas neoclásicas de la oratoria sagrada. De hecho, puede demostrarse que, en esa década, la Ilustración hispánica rechazaba definitivamente el conjunto de la cultura barroca, desde su filosofía y su misticismo escolásticos hasta su arquitectura, sus retablos y sus autos sacramentales. En Nueva España, Juan Benito Díaz de Gamarra publicó sus Elementa recentiora philosophiae (1774) con el fin de expulsar a Aristóteles de las aulas, y en 1785 la Academia de San Carlos fue inaugurada con el propósito de introducir las formas neoclásicas de arte y arquitectura. En efecto, como su estilo de prosa lo indica, el padre Mier era hijo, no de un barroco agonizante, sino de un naciente e intolerante neoclasicismo.
Pero, ¿qué hay del apóstol Santo Tomás en América? ¿No era éste un mito barroco? Para contestar a esta pregunta hemos de regresar al sermón de 1784. La ocasión de la audaz teoría de Mier fue el reciente descubrimiento en el Zócalo de la Piedra del Solar y de la monstruosa figura de Coatlicue, un descubrimiento que los dominicos compararon con las excavaciones contemporáneas de Pompeya y Herculano y que, según creía Mier, podrían demostrar la llegada de Santo Tomás al Anáhuac. Mientras que Miguel Sánchez, que escribía en 1648, había identificado a la guadalupana como la Mujer del Apocalipsis, y había establecido una narrativa en la que Juan Diego revivía los papeles de Santiago en Zaragoza y Moisés en Horeb, Mier apelaba, en contraste, a la historia, y cuando se señalaron las deficiencias de su cronología, propuso rápidamente la llegada a México de un obispo sirio del siglo VII llamado también Tomás. Pero hubo en verdad un mito sobre el que Mier caviló durante toda su vida, y ese mito se reveló de la manera más clara en su Carta de despedida (1821), cuando arengó a sus compatriotas a rechazar la decisión reciente de la academia española para sustituir la “x” por “j” en todos los nombres mexicanos. Su razón era que “México” derivaba de la pronunciación indígena de “Mescico”, que a su vez derivaba del hebreo “Mesías”, de manera que el nombre significaba “donde está o [donde] es adorado Cristo, y mexicanos es lo mismo que cristianos”. A esto agregaba: “¿Qué era la religión de los mexicanos, sino un cristianismo trastornado por el tiempo y la naturaleza equívoca de los jeroglíficos?”
Como ha demostrado certeramente Christopher Domínguez Michael, en la historia de la cultura mexicana el padre Mier ocupa una posición singular, siendo a la vez patriota y escritor. Sus obras son la mejor introducción a la época de la Independencia. ¿No es éste, entonces, el momento de proponer a la Dirección General de Publicaciones de la UNAM que considere seriamente la posibilidad de nombrar a un consejo editorial para reanudar la publicación de las Obras completas de Fray Servando, una serie que se detuvo en 1988 con la publicación del volumen iv? Estamos cerca de las celebraciones del bicentenario de los años 1808 y 1810, cuando tuvieron lugar los primeros intentos por liberar a México del dominio español. ¿Qué mejor tributo puede imaginarse que la publicación de las obras del primer historiador de la insurgencia, un hombre cuya vida adulta estuvo dedicada a la causa de la Independencia? –
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