La editorial Paripé Books acaba de publicar en España la novela Los pasajes comunes, del uruguayo Gonzalo Baz. Baz fue seleccionado por Granta para su lista más reciente de escritores destacados en español, y también es autor de la colección de cuentos Animales que vuelven. Además es editor; desde 2016 Pez en el hielo publica narrativa y poesía, al principio en volúmenes artesanales, cosidos a mano.
Los pasajes comunes es una novela corta, de un centenar de páginas organizadas en capítulos más bien breves en los que el narrador evoca los días de su adolescencia, pasados junto a sus amigos Sami y Lucas. Hay tres presencias fundamentales y constantes que son como nubes que flotan sobre los hechos: el urbanismo, la violencia y lo onírico. Los tres amigos viven, desde que son pequeños, en unas torres de los suburbios a las que llegaron sus familias cuando estaban recién construidas y representaban la posibilidad de una vida nueva. Para cuando son adolescentes, los edificios revelan ya la deficiente construcción con unos materiales pobretones. Las casas están deterioradas, los ascensores dan asco (algunos botones no funcionan y hay que pulsar el del piso superior y luego bajar por las escaleras), hay ratas, ruidos molestos de origen dudoso y explosiones misteriosas. Además las torres están mal proyectadas y demasiado juntas las unas de las otras, lo que crea inquietantes zonas de sombra y aquello que se suele conocer como no lugares –zonas de paso desperdiciadas, cuya falta de personalidad clara provoca desasosiego y que son como condenar porciones de espacio a la nada, arrojando también a quienes pasan por ellas a una cierta deshumanización.
Queda claro que el condominio es uno más de los que desde hace tiempo se han construido alrededor de las ciudades para alojar a la chusma y mantenerla junta y controlada. Pero ese urbanismo perezoso genera marginalidad y problemas que tarde o temprano acaban salpicando los centros de las ciudades. Baz no se mete abiertamente en la denuncia de estos problemas con un tono social, sino que deja que el desasosiego provocado por la mala construcción se cuele en la narración de las pequeñas aventuras. El narrador, enfrentado ahora a un cambio en su vida que le obliga a abandonar su casa actual, se ha puesto a recordar de pronto a sus amigos de la adolescencia, con los que entretenía las tardes fumando pitillos que compraban sueltos y vagando por descampados y otros lugares inhóspitos. Lo importante era estar fuera de casa, lejos de las desatinadas familias. Estas evocaciones traen aparejadas otras de la gente que vivía en los demás apartamentos, personajes secundarios cuyas apariciones revelan algo de sus deshechuradas vidas a los adolescentes llenos de energía, aunque esa vitalidad se manifieste en las ganas de salir corriendo.
Es entonces a través de los ojos del hombre que evoca su adolescencia como los vecinos del condominio vuelven a la vida, son recordados ahora con más viveza y curiosidad que cuando eran sus vecinos contemporáneos. Ya pasada la mitad del libro hay una revelación que resulta ser una clave de la novela: “el barrio de su infancia nunca había existido más que para los que vivían en él”. Cualquiera puede identificar una calle de Montmartre o de Chelsea, pero esos barrios ignotos son en los que vive la mayor parte de la humanidad. Por eso tiene su importancia dar testimonio de la vida que se lleva en ellos, como una manera de hacerla más real. También por eso a veces el recuerdo del pasado se hace desde el punto de vista de otros personajes, ya que la existencia de la comunidad depende aquí de la consciencia de cada uno de sus miembros.
La violencia, que es otro de los pilares del libro, se comprende como un efecto de la vida asfixiante entre las torres. Se manifiesta a través de los vecinos, algunos de los cuales mantienen relaciones tensas, mientras que otros directamente cometen crímenes, pero también, de manera amenazante, a través de los vigilantes y la policía que comienza a patrullar solamente cuando los administradores reciben un toque de atención por una invasión de ratas que es ya demasiado escandalosa como para que aparten la vista. La verdad es que lo que los vecinos necesitan es otra cosa, pero se les manda a la policía, lo que altera la convivencia y genera una inquietud que podría haberse evitado con solo construir con un poco más de cuidado. Es curioso que el abandono en el que viven ha pasado casi a ser la personalidad de las torres (“El año de las ratas fue cuando la administración pasó a ocuparse de todo, y mucha gente empezó a decir que el complejo iba a desaparecer”).
Para rematar se suceden algunas explosiones de origen desconocido. Todo el mundo parece asumir como algo posible que en esos edificios cochambrosos los aparatos dejen de funcionar y estallen, lo que revela el estado anímico que han alcanzado los vecinos. Pero estamos ya metidos en el ambiente de los sueños, una textura que está ya en la evocación del narrador al cabo de los años, y que se hace más prieta a medida que avanza el libro. Tanto si cuentan un sueño diegético como si solo tienen de estos el tono impreciso, los capítulos más cortos funcionan casi como poemas en prosa y parecen glosar la narración que los precede con su aire onírico, al que contribuyen las apariciones de animales en momentos raros –¡en ese edificio donde la vida exige tanto!–, hasta alcanzar la categoría de símbolos.
Por su premisa de la historia montada a partir de un edificio, Los pasajes comunes forma parte de una tradición que incluye libros tan dispares como La vida instrucciones de uso, de Georges Perec, El edificio Yacobián, de Alaa al-Aswani, o La casa de la muerte segura, de Albert Cossery. Esta novela de seca melancolía destaca por la capacidad de Baz de remansar en una especie de estribillos poéticos las impresiones inconexas que acumulan los personajes, de mostrar un problema social no con el gesto evidente de señalarlo con el dedo, sino con el movimiento de la mano que limpia el vaho del cristal, y de transmitir la arbitrariedad de aquello que más nos determina y nos une a los demás. ~
Es escritora. Su libro más reciente es 'Lloro porque no tengo sentimientos' (La Navaja Suiza, 2024).