Casi no hablo con María, pero llevábamos varios días mandándonos mensajitos por la función de Les années Super-8, la película de Annie Ernaux y David Ernaux-Briot. Entre el trabajo y la escuela, los horarios para el New York Film Festival son complicados, así que las sugerencias para conseguir boletos y buenos lugares siempre se agradecen. Madre e hijo estarían antes de la función del martes, pero no en la del lunes, y los boletos para el martes requerían una fila de por lo menos una hora antes de la función. Ambas coincidimos en que no debía atemorizarnos, que la experiencia de tantos años en nuestros países de origen no nos dejaría sin asiento. Sin embargo, duró poco esa confianza. Después de revisar el saldo de la tarjeta, compré tres boletos por internet para la función que no requería fila.
El lunes, media hora antes de que comenzara la proyección, Alfonso, Erik y yo ya estábamos en la sala. Frente a la pantalla estaban cuatro sillas, cada una con una botella de agua en el suelo, pero como me había resignado a que no la escucharía, estaba incrédula de que aparecería en la sala. Además, mientras caminábamos hacia el Lincoln Center desde la salida del metro, Alfonso había jugado con que la había visto pasar, así que me había preparado para contener las expectativas. Por supuesto, en cuanto se terminaron de ocupar los asientos, apareció con su hijo desde el fondo de la sala. Ahí estábamos Annie Ernaux, David Ernaux-Briot, nosotros a punto de ver Les années Super-8 y un elefante blanco al centro de la sala, un premio Nobel de Literatura que no fue mencionado por nadie. Ella estaba muy agradecida y emocionada. Junto con David, presentaron brevemente la película y se bajaron del escenario.
En la pantalla había otra Annie. Los momentos fueron escogidos del material casero que filmaron con su Super 8 de 1972 a 1981. El esposo había comprado esa cámara con la que fue registrando lo que ahora son los vestigios de su matrimonio. Ella guardó las cintas, escribió y luego leyó el texto que sirvió de guía de edición para el hijo. En la película salen todos. La abuela, los perros, la casa, los viajes, el ojo que ve distinto en cada ocasión o el dolor que se va colando en las imágenes. Hasta la toma en negro de lo que no hubo más, de lo que se terminó.
En el programa oficial del festival, aunque no se dejan más detalles, Les années Super-8 se describe como una extensión del proyecto literario de Ernaux, por lo que aquí dejo algunas notas.
Hay un momento de la película donde sabemos que la madre, quien había vivido con Annie y su familia, se va. Un pesar se nota en la voz de la escritora que regresó a estas ruinas y descubrió a su madre harta. Aunque Ernaux había vuelto a esas grabaciones mucho antes para escribir su libro Les années (traducido al español como Los años), fue inevitable que, al mirarlas con detenimiento de nuevo, encontrara cuestiones que no había visto. Su madre se fue, pero Ernaux no lo cuenta ni considera como una afrenta, sino como el gesto de quien sabe que no es su turno, de quien sabe que, si se quedara, alteraría un orden que solo la otra persona debería modificar. El hartazgo de la madre se nos muestra como un lugar de inflexión, por las tensiones que se ajustan en esa relación con su hija, así como por el sitio que tienen los padres en la obra de Ernaux.
El conflicto existe, por supuesto, desde el quiebre inevitable de las jerarquías. La adolescente que se va de casa, pero regresa. Los errores de los hijos y de los padres. La hija que logra verse, finalmente, más allá de ellos. No obstante, hay otra distancia sobre la que Ernaux también reflexiona, porque, al confirmar su camino hacia la literatura, al publicar su primer libro, se aleja del pueblito donde creció. No hay manera de resarcir ese daño más que en la escritura, así como tampoco se puede plasmar el deterioro haciendo caso omiso de las emociones más abyectas. Tiene culpa y miedo. Es una esposa abnegada y está a punto de firmar con Gallimard. Obedece y reniega. Se mortifica por cómo la pasaron sus padres y disfruta las vacaciones gracias al trabajo de su marido. Tiene un odio encarnado al lado de la ternura de sus hijos. En su casa, mientras observa su escritorio, no puede evitar una repulsión al ver su espacio. Se acuerda de la clase trabajadora para la que servían sus padres y de cómo, con cada viaje, trataba de que sus hijos se mantuvieran abiertos a ella. Siente vergüenza y, aunque no sepa bien cómo acomodarla en el exterior, cada día se aferra más a sí misma y a las páginas.
Si bien en la película no vemos a su padre, la enfermedad de la madre o su lucha por el aborto, sí descubrimos algunas raíces de su intimidad y de sus heridas, germen también de su insistencia por lo colectivo. En Les années Super-8 no hay un yo separado del resto de los pronombres, sino el ejercicio permanente por mostrar esas relaciones o para desprenderse de ellas. Y es quizás en este lugar donde la voz de Annie Ernaux se siente más fuerte, en su capacidad para observarse a sí misma. Para destruir un yo en caso de ser necesario. No se trata de construir una historia lineal y progresiva donde no hay fallas u omisiones, sino de hacer un acercamiento a los momentos más complejos y dolorosos. La intimidad como ejercicio de desprendimiento, como ejercicio de ficción.
Todas las heridas son narcisistas, parece decirnos, al filo de las borraduras que su hijo puso en algunas escenas, con toda la intención de que se notara el desgaste: de las cintas, del matrimonio, de sus yos. Por momentos, la voz es en extremo dura, como si quisiera acabar por completo con la imagen que estamos viendo. La pus, la sangre, las vísceras se muestran solamente para quien está dispuesto a verlas, para quien ha tomado la distancia necesaria. Sin tener, por supuesto, ninguna fórmula ni idea ni nada que se le parezca para alcanzarla. Es la primera persona, preguntándose hasta la náusea, si es la única que es narcisista, si realmente es la única que no ve.
Es ya un lugar común criticar la escritura donde se asoma el yo. No solo al señalar una construcción egocéntrica, sino al juzgar la imposibilidad para escribir desde fuera. El yo como una entidad necesariamente interna, reiterativa, superficial, complaciente, pretenciosa, inocua, conmiserativa, vanidosa, cínica, narcisista, entre otros adjetivos. En el texto de Jackson Arn, “Dot Dot Dot Dot Dot”, contra el ensayo estadounidense contemporáneo, resuena la caricaturización de estos yos, los cuales tienen ecos, por supuesto, en nuestra y otras literaturas. Para el autor, el problema tiene poco que ver con que nadie quiere aceptar que hay momentos, inevitables, donde todos damos cosita. El problema mayor es lo que está negado a una mirada atenta y exhaustiva.
En teoría, escribe Arn, el ensayo es la forma predilecta para plasmar el pensamiento en la escritura, pero no sirve de nada esa premisa si solo puede ponerse en papel aquello que confirma el lugar que nos corresponde. Nos aterra ser primerizos en un mundo nuevo, darnos cuenta de que hemos fallado o que no somos tan listos como creíamos. En los valores que representan a la clase media, escribe Arn, se esconde también su aplatanamiento. Si se quiere escribir literatura latinoamericana, para ir más lejos y al mismo tiempo más cerca, la clase media es un problema, dice un amigo del escritor Diego Zúñiga, quien aparece en su texto sobre el resentimiento.
Quizá por eso la intimidad, insiste Ernaux, no puede considerarse exclusivamente como privada, porque posee las raíces de una incomodidad que, al mirar con atención, alienta otras formas de entendimiento. En el desierto de Atacama y la dictadura chilena, durante las corridas de Toros en España o en los complejos turísticos de Marruecos, se encuentra el contrapunto con las risas de sus hijos o de sus amigos. De igual forma, en ella se manifiestan las dudas sobre su matrimonio y su carrera literaria. Al fondo, escuchamos la voz en off riéndose de sí misma.
Después de su separación, el antiguo esposo de Ernaux se llevó la cámara. Las cintas se quedaron con ella. De forma metafórica, pero también literalmente, se convirtió en la guardiana de la memoria. Al final de la película, madre e hijo regresaron al escenario y luego a una noche en que estuvieron, junto a sus nietos, sentados en la sala de su casa. Los niños querían ver esas películas, así que le pidieron a su abuela que las mirara junto a ellos. Mientras se proyectaban en la pared, Annie iba contando algunos detalles. Cuando terminó aquella noche, el hijo supo que ese iba a ser el origen de Les années Super-8.
Entre la traducción de las preguntas y las respuestas pasaron treinta minutos para tres personas. La que moderó la mesa dijo que lo lamentaba mucho, pero que ya iban a ocupar la sala para otra función. Luego Erik se dio cuenta de que no era cierto. Afuera ya había una mesita donde vendían algunos libros de Ernaux. Nada más fui a hacer bola, porque su terminal no funcionaba y no aceptaban efectivo. Nos quedamos en la explanada del Lincoln Center un rato, hasta que vimos de nuevo a Annie, iba caminando con David y con otras tres o cuatro personas más. Creo que fue Alfonso quien dijo que se le hacía raro, tal vez porque estaba acostumbrado a ver a los escritores latinoamericanos con mucha gente. Caminamos unos minutos en su misma dirección, hasta que dimos vuelta en Broadway para ir a Zabar’s por bagels. Más tarde le mandé una foto a María, me dijo que apenas estaba cerrando el chuzo, pero que al final había comprado boletos para otra película.
(Ciudad de México, 1988) es escritora, editora y una de las fundadoras de Ediciones Antílope. Actualmente, gracias a la beca Jumex para estudios en el extranjero y al Graduate School of Arts and Science Award de la Universidad de Nueva York, cursa el MFA en Escritura Creativa en Español (2021-2023).