Bastante paraíso XIV – Días en el Pirineo

Unos días de camping, ascensión de puertos y amenazas con llamar a servicios sociales.
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¿En verano los periódicos se caen de las manos o es que en verano salta más a la vista? Se adelgazan, eso seguro, quizá por eso más que caerse se deslizan. No sé. Ahora que el verano ya está lejos, es pasado pasado, hasta la estación se ha acabado y parece que por fin arranca el curso y el otoño y ya estamos en las Fiestas del Pilar, que marcaban el principio real del curso en la facultad. Ahora pues, van aquí unas notas sobre el verano. A la semana de llegar a Garrapinillos-sur-mer, mi hermana recibió una llamada del Servicio Provincial de Educación para advertirle de que, según sus expedientes, etc., mis hijos estaban en situación de no escolarización. Podían llamarnos de Servicios sociales. Los niños con tiña y las uñas sin cortar, no era un buen momento para recibir su visita. Usé la advertencia para que se dejaran cortar las uñas y desenredar el pelo. Luego deshicimos el lío: el colegio nuevo tenía que solicitar el expediente académico de los niños, paso que habían olvidado hacer cuando llegamos en septiembre. 

Desde el coche vimos a un águila cazar un pequeño roedor, lo levantó en el aire y le colgaban las tripas. Podía ser un gato, un conejo o una rata. Fue por el camino que siguen mi padre, mi novio y mi hermana para ir de Garrapinillos-sur-mer a la civilización; mi madre y yo elegimos el camino de siempre. Como conducía mi novio, íbamos por el camino nuevo. Nos seguía la furgoneta blanca de nuestros amigos de Almería (“saca un par de cervezas que los de Almería se las beberán si les das”, dijo mi primo en el salón de la casa del pueblo de mi abuela unos días después, y tuvo razón). En el camping, nuestro destino, vimos a un gato cazar a una cría de pájaro mientras la madre trataba de disuadirlo a base de chillidos. Supongo que la cosa entre aves y mamíferos quedó en tablas.

Montamos tiendas de campaña, avances de furgoneta y fracasamos con el toldo. Nos dieron unas botellas de vino de cortesía que no abrimos hasta la vuelta. El señor de la parcela de al lado nos trajo una bombilla: nos veía muy a oscuras. No nos dimos cuenta del insoportable ruido del refrigerador del bar hasta que los niños se durmieron. Y nosotros preocupados por el trajín de la gente yendo al bar. Por la mañana, dimos los buenos días a nuestro benefactor, que volvía de pasear. Empezó a montar un set de bricolaje en la esquina de su avance. ¡Tenía un montón de herramientas! Aragón, España, la especie humana, no te la acabas. 

Hay peces de río, dijo uno de los niños marinos. 

Claro, ¿no te sabes el villancico? 

Estábamos en las pozas de las Gorgas de Puértolas, en el cauce del Cinca. Habíamos atravesado la zona seca, llena de piedras lisas y blancas hasta una de las siete zonas de baño. El cartel oficial dice Zona de baño, el de una gran empresa avisa de crecidas súbitas del cauce, incluso con buen tiempo, vamos que pueden abrir las presas. Los niños saltaban desde las piedras y yo hacía de tripas corazón para ver los saltos y no respiraba hasta que no veía sus cabecitas sonrientes fuera del agua. De camino al puerto de Tella, en esas curvas en scalextric siempre hacia arriba hasta los 1380 metros de altitud tuve el pálpito de que mi hermano el que me sigue había subido ese puerto con la bici. En cuanto recuperamos la cobertura, recibí una foto suya nada más coronar que me daba la razón. 

Nos distrajo una discusión a propósito de 25 euros entre los que acababan de comer en la mesa de al lado de la que nos habían preparado a nosotros. Me pareció entender que no discutían tanto por el dinero sino por los dos billetes en concreto, o quizá era el malentendido de que unos hablaran del dinero y otros de los billetes lo que había provocado la entretenida disputa. Diría que ese “no te enteras, estás gilipollas” denota consanguinidad. En fin,  Aragón, España, la especie humana, no te la acabas. 

Nada más llegar al Salto del Bellós vimos a una mujer desnuda entrar y salir: tenía una larga melena plateada y parecía una sirena. Luego caminamos cauce arriba, pensé en las crónicas de Indias que no leí en esa asignatura que cursé en mi año Erasmus. Un francés se subía por las paredes hasta la rama de un árbol y desde allí, se tiraba al río. Mi hijo mediano abría mucho los ojos: de mayor quiero hacer eso, decía con todo el cuerpo. Luego nuestra amiga recibió una pedrada perdida en el tobillo y tuvimos que echarles la bronca a los chavales que la habían lanzado. Después, mi novio tuvo que volver a buscar las chanclas de nuestra hija pequeña y los chavales pensaron que volvía por ellos y hubo unos segundos de tensión ahí. 

Yo me había empeñado en volver a la quesería de Broto en la que habíamos estado hacía algo más de un año, cuando estuvimos no pudimos llevarnos el queso de la quesería, porque ¡estaba ordeñando a las cabras! Nos llevamos de queserías de amigos suyos que tenían vacas y ovejas. El de oveja le gustó mucho a mi hija pequeña. Esta vez sí tenía queso fresco y semicurado de sus cabras. Me fijé en las manos de la quesera, a la que supuse más joven que yo, los dedos anchos y planos, las uñas cortadísimas; parecían uñas de escaladora. No me atreví a preguntarle por sus hijos, aunque me acordaba de que eran dos. Nos llevamos quesos y yogures y aproveché para contarles a nuestros amigos la vez que nos comimos el queso que el novio de mi hermana compró para su madre y que dejaron en la nevera a la vuelta de sus vacaciones. 


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