Este verano, por fin, volví a Dinópolis, el Museo Paleontológico que hay en Teruel. Trabajé allí dos veranos seguidos, en 2003 y en 2004, entre medias pasé algunas fiestas de guardar allí trabajando: semana santa, puentes, etc. Trabajaba en los espectáculos de animación, que entonces estaban segregados en dentro y fuera; los de dentro eran Profesor Dinópolis, dando la bienvenida al Viaje en el tiempo, e Indiana, subiendo la rampa de la Escala del tiempo geológico antes de empezar la visita al museo. También te podía tocar maquillar niños en la sala de juegos. Los de fuera molaban mucho más: hacías El club de los paleontólogos –tres personajes, canciones–, Grandes mentiras sobre los dinosaurios –lo llamábamos solo “Mentiras”, y tras varias modificaciones e intentos de arreglarlo, desapareció– y el espectáculo de títeres Turol Jones y la máquina del tiempo. Los de fuera y los de dentro sacábamos mascotas. Y luego, un poco al margen de todo, estaba el Rex, que solo hacíamos chicas y que no se completaba con sacar mascotas. Había que llevar un arnés y pasabas mucho tiempo sola. Entre pase y pase, me tumbaba en las gradas con un libro y a veces me echaba una siesta. Escribí una novela que pasaba en Dinópilis, se llama Solo si te mueves y mientras estaba en ello, cambiando de tercera persona a primera, etc., le daba vueltas al consejo de Félix Romeo: “lo importante es que haya sexo con el dinosaurio, eso hará que la novela sea un éxito”. No conseguí dar con el modo de hacerle caso y diría que Félix tuvo razón porque la novela evidentemente no fue un éxito. Le cambié de nombre al parque (tampoco me esforcé demasiado: Sauriópolis), luego dejé el original porque es inmejorable: Dinópolis. Mi hermana se quedó el peluche de Rubi, la bebé dinosaurio con chupete y flor, que Barreiros compró. Mis hijos han jugado con ella pero no habían estado. Volver a Dinópolis me daba tanta curiosidad como miedo y ganas y emoción y pensaba si habría todavía alguien currando allí de cuando yo estaba.
El disco con las canciones de Juanjo Javierre ya no suena una y otra vez por la megafonía del parque, el Sabeco en el que hacía la compra (fuet y gazpacho, básicamente) ya no está. Han crecido edificios en lo que era esa explanada donde coincidiendo con las fiestas de La Vaquilla se ponían ferias y churreros.
Seguía siendo carísimo, como cuando trabajaba allí. Mi segunda decepción fue que el Mesón de Dinoel estaba cerrado. El Rocabar estaba abierto, y atendía la misma mujer que cuando yo trabajaba allí. No sé si me reconoció pero desde luego hizo como que no.
Empezamos la visita al parque por un espectáculo nuevo, bastante gracioso, con interacciones con un vídeo, etc. Les explicaba a mis hijos qué era el parque cuando yo trabajaba allí: solo ese edificio, todo esto no estaba. Y ese todo esto incluía varios edificios más, salas con videoproyecciones, un paseo en barquitas, la sala de los homínidos y la Paleosenda: toboganes, cuevas y arena, la parte favorita de mis hijos. Entonces solo había dos bares, ahora hay cuatro. En la cafetería principal, que a mis hijos les recordó a la del Parque de atracciones de Zaragoza, vi a otra chica con la que había coincidido. Me habría gustado que me mirara para saludarla.
Quería ir al Rex, quería contarles a mis hijos que yo hacía eso. A veces sueño que tengo que hacerlo de nuevo, pero es un poco distinto, requiere más destreza física y unas piruetas y volteretas que en realidad no había que hacer. Lo más arriesgado era la barra de bomberos por la que bajábamos a oscuras casi al final. También el Rex estaba cambiado: la pista en off (“…la atmósfera se oscurece, el clima está cambiando, los dinosaurios desaparecen, cuidado, Rex… ”) ya no está, ahora la actriz habla todo el tiempo. Así que ya no es un sueño, como era cuando lo hacía yo. Han cambiado las proyecciones y algunos detalles del recorrido: no hay que hacer como que te caes en el tronco que se baja para que aparezca un puente por arte de magia y, en general, diría que hay menos espectacularidad. Han puesto más plantas falsas para tapar al robot que se veía inmediatamente al entrar por muy al fondo de la cueva y por en penumbra que estuviera: los ojillos amarillos brillaban al final. Les cuento a mis hijos, por supuesto, todos los moratones que me hice los veranos del Rex. Les cuento la vez que una chica que no era yo, porque éramos varias las chicas que hacíamos el Rex, había como 12 pases al día, ahora solo hay tres o cuatro, entonces había una chica por la mañana y otra por la tarde, y una, creo que fue en el último pase de la mañana, se cayó porque salíamos de la tienda de campaña con una olla en la cabeza –era un chiste– y se cayó de dos metros. Se dio un buen golpe pero no fue mucho más que un susto. Por supuesto, a mis hijos lo que más les gustó fue el Rex.
¡A las cuevas!, gritó mi hijo mediano desbocado hacia la cueva. Del fondo se oyó un rugido y con el mismo ímpetu con que había entrado se dio la vuelta y se corrigió: “mejor a las cuevas no”.
Ya no hay espectáculos de dentro, ahora dentro hay pantallas y pistas de audios, y los de fuera se hacen dentro. El Club de los paleontólogos se hace donde se hacían los títeres –y otro espectáculo que no llegó ni siquiera a mi segundo verano, Diálogos con el hombre primitivo, que en realidad era un poco como el Rex, iba aparte– y se ha eliminado uno de los juegos en la que se cantaba una de mis canciones favoritas, ¡la de los huevos! ¿Cómo no iba a ser mi canción favorita una que empieza así: “Megaultragrandes son los superhuevos / está prohibido que toquen el suelo”. Juanjo Javierre tiene un sitio en mi corazón, más allá de ser una chica de provincias. Tampoco hay que meterse dentro de un tiranosaurio, ahora basta con ponerse solo la cabeza. Eso era un poco estresante, les digo a mis hijos, porque había que ponérselo muy rápido y salir de la cueva y luego los niños te pisaban la cola… De una de las canciones de ese espectáculo robé el título para mi novela: “Ti ti ti tiranosaurio rex, solo si te mueves él te puede ver”. Me deprimió y consoló a partes iguales ver que se mantenían algunos chistes: Ha llegado el momento más importante del día, ¡la merienda”, responde al niña-ayudante. Por supuesto que canté todas las canciones, por supuesto que respondí bien a las adivinanzas cantadas (“por su nombre tu sabrás que hubo un dino en Aragón, seguro que te lo aprendes al cantar esta canción”, ¡el aragosaurio!). Me volví a reír con el chiste de los títeres que ya era de mis bromas favoritas. Para librarse de un vaquerillo de pacotilla, Turol Jones anuncia pollo frito. El vaquerillo se lamenta de que no tiene dinero aunque está hambriento y Turol vuelve a anunciar pollo frito –¡y gratis!– en el Rocabar. Ciao, vaquerillo de pacotilla.
Me acordé de casi todos los que conocí allí, de los amigos que hice, de todos de los que me acuerdo con cariño aunque no los vea ni hable con ellos. De la vez en que me crucé con uno en Madrid, trabajaba en la recepción de un hotel al lado de mi casa. Escribí al que era nuestro coordinador, Capitán lo llamábamos, mientras volvíamos a casa, una vez que habíamos dejado atrás una zona de tierras rojas que yo no había visto nunca y que me pareció de ciencia ficción. Capitán respondió al momento: “¿Cómo estáis? Yo recogiendo moras silvestres para que se pudran en la nevera… supongo que será la magia de la paternidad”.
“He pasado por el lugar que odio y que me odia. Aquél donde ya no soy feliz, aquel que me hizo feliz”, leo en Cultivos, de Julián Rodríguez esa noche ya en La Zoma, donde hemos establecido el campamento base esas semanas de agosto, un poco (mucho) a mi pesar.