El 30 de abril de 1983 José Bergamín acudió como “invitado especial” (así lo presentaban los afiches del acto) a un mitin de Herri Batasuna en la plaza de toros de Estella-Lizarra, Navarra. En aquel año ETA había asesinado ya a ocho personas. Desde 1980, cénit de la actividad terrorista de la banda, hasta ese sábado de abril de 1983, las víctimas mortales rondaban las doscientas. Faltaban ocho días para las elecciones municipales, y cuatro meses para que el escritor muriese en Fuenterrabía-Hondarribia. En alguna foto del mitin de Estella ya se le ve encorvado y vulnerable, sumido en la caquexia.
Bergamín, con su rostro de gorrión católico, taurino y comunista, había jugado con la contradicción toda su vida. Durante su exilio entre 1939 y 1970, con algún regreso temporal entre medias, había combatido a la España franquista con sus letras y ahora, vuelto a Madrid en 1970, contemplaba desde una buhardilla de la Plaza de Oriente, apenas una covacha, las últimas exaltaciones de un régimen que languidecía para casi todos, pero no para él. En 1976, ya con Franco muerto, el Ministerio de Información y Turismo secuestra su libro El pensamiento perdido. Aunque está cerca, aún no ha llegado el punto de inflexión.
Pasa 1977, pasa 1978. Juan Carlos reina, Suárez gobierna y el Ministerio de Información y Turismo no se arroga el poder para secuestrar una publicación, siquiera existe ya. El País de Cebrián celebra sus mil números y solicita a Bergamín un texto para conmemorar la fecha. El artículo despierta suspicacias en un tiempo en el que la democracia está aún en mantillas, y por esa razón la dirección del diario independiente de la mañana lo descarta. Finalmente se publica en la revista Punto y Hora de Euskal Herria. No fue algo puntual, sino que hasta sus últimos días estuvo escribiendo en Egin. De forma sorpresiva este españolazo que ha pasado toda su existencia cómodo en la paradoja encuentra, ya agostada su vida, el acomodo y el anhelado reconocimiento en la izquierda abertzale: insospechado final para el gorrión.
Bergamín es solo uno más de muchos escritores ajenos a su tiempo o lugar, si no a ambos. El filósofo Jorge Freire (Madrid, 1985) ha recopilado en Los extrañados (Libros del Asteroide, 2024) las vidas de algunos de estos forajidos que, en una imagen del gusto del escritor, semejan teselas que no terminan de encajar en el mosaico de su época. Lo hace con la panoplia de citas y referencias y el despliegue léxico al que el autor ya nos tiene acostumbrados (y aquí va apenas una parva muestra de las palabras que he descubierto con su lectura: dicacidad, celeminear o rozagante).
Los cuatro extrañados presentes en esta obra (P.G. Wodehouse, José Bergamín, Vicente Blasco Ibáñez y Edith Wharton) nacieron en la segunda mitad del siglo XIX y vivieron, unos más que otros, bien entrado el XX. Compartieron, por tanto, la ruptura del viejo orden: así, se tratan todos ellos de caracteres turbulentos y excéntricos que conocieron tiempos acordes a su agitación, pero ellos, los extrañados, fueron más allá. Sus exilios, ya fueran metafóricos o literales, voluntarios o forzados, los convirtieron en protagonistas de historias dignas cuando menos de su propia obra literaria.
Cualquiera puede ser cautivo del extrañamiento en muchos momentos de la vida. Qué es la adolescencia sino un largo y engorroso extrañamiento. Sin embargo, Freire considera la condición (o maldición, podría decirse) de estos extrañados como innata, una predisposición del espíritu, y no tanto causada por las circunstancias. Extrañado se nace, no se hace. Puestos a imaginar, es probable que en épocas más sosegadas el prurito escapista de este cuarteto se hubiese expresado igualmente, así de inevitable es su impulso.
A Wodehouse el inicio de la Segunda Guerra Mundial lo encontró en la costa norteña de Francia, donde el padre de Wooster y Jeeves fue capturado por los nazis. Pasó un año internado en varios campos de prisioneros y, pese a estar lejos de su bucólica Inglaterra y su abnegada esposa Ethel, consiguió escribir una de sus más desopilantes obras, Dinero en el banco. Conservó el humor, y de uno de sus internamientos en la Alta Silesia dijo lo siguiente: “si esto es la Alta Silesia, ¿cómo será la Baja?”. Hoy consideraríamos al Wodehouse prisionero de guerra todo un ejemplo de resiliencia. Más tarde Wodehouse fue trasladado por las autoridades alemanas a un hotel berlinés. Allí realizó unas retransmisiones desde la radio nazi por las que fue motejado de colaboracionista, una lacra de la que ya no se desembarazó nunca.
Blasco Ibáñez nació alborotador, y sus lecturas de juventud no hicieron sino espolear este rasgo, colmándole la cabeza de fantasías y aventuras en parajes remotos. Furibundo anticlerical y apasionado populista, se apunta donde sea que haya follón (cuando no es él su causante) y da nombre al movimiento blasquista. Durante su etapa de diputado a Cortes amenaza a los policías (“llevo en el bolsillo una Browning con ocho balas. Al primer guardia que me ponga la mano encima, lo tumbo de un tiro”, pronuncia en sede parlamentaria) y se bate en duelo con el diputado Rodrigo Soriano.
Olvidados los afanes políticos se centra en su carrera literaria. Sangre y arena y Los cuatro jinetes del Apocalipsis son best-sellers en Estados Unidos, un fenómeno que no se había visto desde La cabaña del tío Tom. El continente americano se convierte en meta, y al norte de Argentina, cerca de la frontera con Paraguay, pretende fundar la Nueva Valencia. Político, escritor compulsivo, colono, agitador: todo se funde en Blasco, para quien nada es suficiente.
Edith Wharton es una vieja conocida para los lectores de Freire, que en 2015 publicó Edith Wharton, una mujer rebelde en la edad de la inocencia. En Los extrañados el escritor madrileño vuelve a ella para centrarse en su exilio doméstico. Al oeste de Massachusetts Wharton se hace construir The Mount, fortaleza en la que vivió durante diez años y que representó para la escritora la soledad ansiada: “la intimidad”, dejó dicho, “parece ser el primer requisito de una vida civilizada”. No es un adagio de cara a la galería: Wharton se aseguró de que las dependencias que ella ocupaba fueran inaccesibles desde las de su marido, el obstinado infiel Teddy Wharton. De los cuatro extrañamientos que Freire repasa en este libro, el de Wharton es el único que se hace de puertas para adentro. Sin embargo, y como una macabra broma, hoy The Mount se ha convertido en una atracción turística para todo aquel que quiera imaginar la vida íntima de Edith Wharton.
es ingeniero y mantiene un blog (https://carloshort.medium.com/).