Una tarde de la semana pasada, mientras ordenaba algunas cosas en el cuarto de estar, noté que la luz estaba cambiando, así que me acerqué a la ventana y me quedé mirando el edificio de enfrente. Lo miro a menudo, porque suele tener algo interesante, detalles en los que no me he fijado o movimiento humano. La luz era cálida y en el cielo no había ni una nube. Es muy bonito ver desde esta casa cómo aparece alguna estrella perdida cuando empieza a anochecer. Pero lo que en ese momento llamaba la atención encima de los tejados era la chimenea, un ortoedro de tonos terracota, con la superficie un poco irregular. Esa figura tan sencilla resultaba muy atractiva, a la luz de la tarde. Precisamente, si era posible ver la luz y detectar su naturaleza cálida, cambiante y un poco sobrenatural se debía a que se topaba con la superficie rugosa de la chimenea antes de desparramarse por el esmalte inmaculado del cielo. Aunque la he mirado cientos de veces antes, me quedé un rato mirando la chimenea, sabiendo que no iba a recibir su mensaje pero entretenida en esperarlo, y su sencillez máxima me fue resultando cada vez más asombrosa. Estaba compuesta solamente por dos planos, perfectamente separados por la línea vertical, coloreados por la relación con respecto al sol. Entonces sentí muchas ganas de pintarla. De retratarla, quiero decir. Imaginé que la pintaba, cómo miraría el retrato y el modelo alternativamente, y lo mucho que me costaría. También noté que el deseo de pintarla procedía de la chimenea y no de mí. Era como si, en la dimensión de la percepción inmediata, hubiese un movimiento de empuje, y su volumen se entregase ya a medio transfigurar; como cuando detectamos en un cuadro figurativo un detalle que parece insignificante o casual, ajeno al tema de la pintura, pero del que no podemos apartar la mirada. A veces el volumen, en la percepción directa de la vida cotidiana, ya viene medio pintado, la sensación medio versificada, la emoción medio armonizada, y entonces emprendemos la caza de la expresión. Si pensé también en las pinturas de Altamira quizá se debió a que los tonos rojizos de la chimenea eran similares a los de los animales de la cueva. Me vino a la mente una conversación a la que había asistido hacía poco, sobre unas clases de pintura, en la que alguien recordó que cuando tomaba clases, de pequeño, la profesora no les dejaba usar más que cuatro colores diferentes: azul ultramar, bermellón, amarillo cadmio y blanco de titanio. Todos los otros colores que el pintor quisiera que apareciesen en el cuadro debían salir de las mezclas de esos tubos. Así es como se pintó duramente mucho tiempo; en un taller antiguo no te aceptarían si no estuvieses dispuesto a practicar las mezclas. Pero qué más da de dónde los saques, me pregunté a continuación en ese raro diálogo (tampoco monólogo: ¿unílogo?) apoyada en el cristal de la ventana, qué más da que el verde ya venga mezclado. Para qué se va a obligar a un niño del siglo XXI a pintar como si fuera Piero della Francesca. Por supuesto también habría que preguntarse si a Piero della Francesca no le habría gustado disponer de un maletín de tubos de cincuenta colores diferentes. Para entonces mi mirar la chimenea consistía en imaginar que la estaba pintado, y en el vaivén entre ella y mi retrato imaginario me llegó la respuesta de que precisamente todos los preparativos para pintarla serían la manera de acercarme a ella. De que una cosa es que yo me haga con un retrato de la chimenea y otra que yo me acerque a ella o que yo aplaque la inquietud que me ha provocado su visión. ¿Atrapar no es poseer, aproximarse sí es poseer? El sometimiento a la química de los colores tiene un efecto en el proceso, y al mezclarlos olvidamos quizá para qué lo hacemos y se salva la distancia entre modelo y pintor. Aquí estoy suponiendo, ya lo sé, y no siguiendo la cuerda tensa de la deducción. Y entonces se me ocurrió que los usos para los que se ofrece la inteligencia artificial deben de ser una puesta al día de todo eso en lo que estaba pensando. Y cayeron sobre mí los conceptos ya sin melodía, pesadez del cuadro, sometimiento a la representación, hastío de la consecución, quién me enseñará a mezclar los colores, y luego me sentí cansada y me di cuenta de que se había hecho de noche.
Es escritora. Su libro más reciente es 'Lloro porque no tengo sentimientos' (La Navaja Suiza, 2024).