Foto: Imago via ZUMA Press

Charles Simic, en la soledad de la historia

Simic fue un escritor de tiempos de guerra que adquirió conocimiento y habilidad cuando ya estaba en un lugar seguro, pero nunca perdió la mirada penetrante, que define lo mejor de su poesía
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Imagino a Charles Simic frente a la escritura como un juego de mesa que conoce muy bien: un conjunto de piezas que puede mover de forma clara, sin miramientos ni titubeos, para resolver problemas con una facilidad impresionante. Tuvo, como otros poetas de su generación, una enorme base de conocimientos y desarrollos formales: fueron suyos el ejercicio intelectual penetrante en Wallace Stevens y la complejidad camuflada de sencillez en Emily Dickinson, el desenfado vanguardista de la generación beat y el refinamiento formal, la frase perfecta, de los escritores del New Yorker. Nacido en Belgrado, donde creció en el contexto de la Segunda Guerra Mundial, y llegado a Nueva York a los quince años para, poco después, marchar entre las filas del ejército estadounidense, Simic creció en el mundo más convulso y arriesgado: para él fue común escuchar historias de guerra, campañas de propaganda xenofóbica, las mentiras que la gente se dice para soportar lo duro de su realidad. “Aún estoy impresionado por la vileza y por la estupidez que he visto en mi vida”, dijo para una entrevista en The Cortland Review en 2017. “I remember my mother / blindfolding me a lot. / She had a way of tucking my head / suddenly under her overcoat,” recuerda en su poema “Prodigy”, viéndose de pequeño en una guerra que apenas tiene presente.

Escritor de tiempos de guerra que adquirió conocimiento y habilidad cuando ya estaba en un lugar seguro, nunca perdió esa mirada penetrante, ese percutir de la emergencia, que define lo mejor de su poesía: su escritura regresa a esos momentos terribles, a un sentido casi autónomo del riesgo por el que no es capaz de confiar en nada, ni en sí mismo, ni en el lenguaje, ni en los sentimientos que vierte dentro del lenguaje siquiera, y aún así el bathos de su poesía tiende a ser mucho mayor que su pulsión de muerte. Su capacidad de darnos momentos de ironía punzante resulta en piezas líricas brevísimas que, por un lado, suenan a recuerdo del más profundo trauma y, por otro, hacen la pantomima más ácida de los horrores en el siglo XX. Pensemos solamente en The world doesn’t end (1989), libro de poemas en prosa que le valió el Pulitzer y cuya forma no podría ser otra. En él, Simic se acerca a la estructura pulverizada de sus recuerdos, enlazados con la cotidianidad y la lengua estadounidenses, para entregarnos una voz que no es solamente la de su ser, sino también la de su siglo:

I am the last Napoleonic soldier. It’s almost two hundred years later and I am still retreating from Moscow. The road is lined with white birch trees and the mud comes up to my knees. The one-eyed woman wants to sell me a chicken, and I don’t even have any clothes on.  

The Germans are going one way; I am going the other. The Russians are going still another way and waving good-by. I have a ceremonial saber. I use it to cut my hair, which is four feet long.

El recurso de la historia, aquí, también es la resonancia del mito: el acontecer de las eras, las peleas entre naciones y razas, se tiñen de una pátina cínica, de un reconocimiento del mundo como una serie de estructuras en las que tantos mueren y matan, poca gente aprende algo, y nadie gana nada. Simic descree de discursos, naciones y credos: es un poeta de su ahora, consciente de en dónde está parado, y el mito no le es sino un crisol desde donde entender al presente.

Quizás en esa mythopoeia de la desgracia humana cabe también entender la relación entre nuestro poeta y otros que, de diferentes formas, se acercan a ese ejercicio, como Ted Hughes, Octavio Paz, Yehuda Amijái o Vasko Popa: lectores, cada uno, de las trampas de la historia en sus países respectivos. Extranjero en su lengua, Simic también podría recordarnos a otros de los grandes estilistas en lengua inglesa venidos del Este de Europa, como Joseph Brodsky (también un gran miniaturista) o Vladimir Nabokov, que comparten cierto desparpajo, un cinismo templado, con el oriundo de Belgrado. La diferencia entre este y ellos, acaso, viene de que Simic llegó a Estados Unidos mucho más joven y empezó a escribir en inglés: para él la lengua resulta más natural, y de aquel país lejano de su infancia queda más un recuerdo estrambótico que la cultura firme y añorada que retratan sus predecesores.

En el juego de facetas que es la escritura, la búsqueda de colocar tensiones de lenguaje, Simic brilló por enunciar el espacio intermedio entre una violencia descarnada, sumamente real, y la sofisticación de ese recurso perceptivo, que viene con la memoria y la habilidad literaria. Su voz es una de las manifestaciones más claras de los efectos de la Segunda Guerra Mundial en las infancias que la vivieron, y también una de las voces acérbicas que mejor han criticado el modelo político estadounidense. Allá donde esté, seguro también estará dudando.

Algo que también hace peculiar a Simic en la historia de la poesía estadounidense (y que comparte, a mi juicio, con su contemporáneo más allegado, Mark Strand) es que toda su obra puede ser leída no dentro de un sistema o de un proyecto de diversos alcances, sino como un trabajo lineal y concreto. Si bien hay momentos en los que juega con elementos filosóficos o conceptuales que le dan variaciones a sus textos, la concentración de sus imágenes y su cultivar un verso breve, preciso y objetivo hacen que su escritura no “evolucione” de forma muy evidente, sino que más bien pasa por una suerte de proceso más cercano a la narración: su autopsia del siglo XX a partir de desmembrar, con dedicación mordaz, cada parte de sí mismo y de lo que observa, nos deja con una épica hecha de retazos, una historia que solamente puede ser contada de manera fragmentaria: la de su propia conciencia en su lugar. Al leerlo, vemos a un poeta que pareciera “hecho” desde el principio, y que en lugar de explorar las formas y las ideas, cumple con un proyecto claro de manera frontal, diligente. Para mí, el cierre más contundente de este proyecto podría estar en el poema “Listen”, del libro That little something (2008), que lleva sonando en mi cabeza desde que escuché la noticia de su muerte:

Listen

Everything about you,
my life, is both
make-believe and real.
We are like a couple
working the night shift
in a bomb factory.
Come quietly, one says
to the other
as he takes her by the hand
and leads her
to a rooftop
overlooking the city.
At this hour, if one listens
long and hard,
one can hear a fire engine
in the distance,
but not the cries for help,
just the silence
growing deeper
at the sight of a small child
leaping out of a window
with its nightclothes on fire. ~

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(Naucalpan, 1994) escribe poemas y ensayos. Su primer libro, Fracción continua, fue publicado por el FOEM en 2022.


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