La virtud de Emil Cioran (Răşinari, Rumanía, 1911 – París, 1995) es todo lo contrario al famoso término medio. En sus textos, las expectativas se frustran por el exceso con sus afirmaciones categóricas (“Todo es nada, incluida la conciencia de la nada”), sus invocaciones al absoluto (“Que el éxtasis sea la medida de nuestra vibración y sus cimas nuestra patria”), sus jugueteos (“Es casi imposible concebir la eternidad en posición vertical”), o su abierta provocación (“Si la verdad no aburriese, hace tiempo que la ciencia habría sacado a Dios de circulación”). Al final es difícil extraer de ellos una conclusión precisa, siquiera una idea en general. Sus escritos no parten tanto de una sistematización –es mucho más fácil caracterizarle de ensayista que de filósofo– como de un estado mental. Quizá sea esta la mejor advertencia que uno puede dar para su lectura: no tratar cada afirmación como si fuera la última, sino más bien dejarse llevar por el tono, para que lo que se acabe desprendiendo sea un estado de ánimo.
Las anteriores son, por cierto, citas de cuatro libros distintos, aunque en realidad podrían salir todas del mismo. Es posible combinar casi al azar las páginas de las obras de Cioran en una única llamada de atención, como si su proyecto fuese el de terminar por obsesionarnos con los mismos temas que a él le obsesionaron: la muerte, la música, Dios, y diferentes combinaciones de estos para hablar del éxtasis, la banalidad, el suicidio… Pero siempre, insistimos, desde un posicionamiento ambiguo, a lo que se presta su característico estilo de ideas concentradas en párrafos cortos y aforismos.
Al respecto de todo esto, la publicación del texto completo de Lágrimas y santos (Hermida Editores, 2017), del que hasta ahora en español solo conocíamos una versión reducida, es un evento de cierta importancia para sus lectores habituales. En varios sentidos, representa una singularidad en su catálogo. Primero, por las circunstancias biográficas que lo rodean. Cioran abandonó Rumanía en 1937. Lágrimas y santos, escrito en el curso de 1936 a 1937, no es su último libro en rumano, pero sí el último que escribió en su país natal. Por aquel entonces ya había publicado algunos de sus títulos más célebres, como En las cimas de la desesperación o El libro de las quimeras, y era un autor de cierto renombre.
Cioran recuerda en sus diarios los últimos años de Rumanía como un tiempo convulso, en el que afirma haber experimentado momentos de éxtasis seguidos de la “revelación directa de la inanidad de todo”. Según informa Christian Santacroce, traductor de esta edición, Lágrimas y santos es la respuesta a las “crisis de insomnio, a las más íntimas revelaciones de la soledad, a los insólitos estados de conciencia que por aquellos años le será dado conocer”. Es importante retener esto a la hora de enfrentarse al libro, porque apunta a que detrás de su expresión brusca se encuentra una ruptura que no encuentra otra manera de manifestarse.
En segundo lugar, está la cuestión de su publicación y recepción. Al contrario que en otros de sus textos, de temática más fragmentaria, Lágrimas y santos es un camino lento e insistente por la religiosidad ambigua de Cioran, la indagación en tantas dudas relativas al problema de Dios: “Cuanto más pienso en Dios, menos soy”. Conforme se avanza es posible encontrar al creyente fervoroso, al ateo cínico y a la duda entre ambos extremos. El recorrido, claro, es construido por Cioran con su rudeza habitual. Sus reflexiones oscilan entre la devoción (“¿Llegaré algún día a ser tan puro que no pueda reflejarme sino en las lágrimas de los santos?”) y la apostasía, (“Quien no conoce la aversión a los santos está perdido”), e incluyen comentarios sobre profanar tumbas, la represión de nuestros instintos criminales o las santas como putas del paraíso.
En vista de la polémica, el editor se desentendió de su publicación. El libro acabó teniendo una pequeña tirada en edición del autor a finales de 1937. Prácticamente todo su círculo –incluyendo a compañeros de generación como Arșavir Acterian o Mircea Eliade– lo criticaría con dureza. Cioran trataría de explicarse a algunos de ellos aludiendo al “drama que había detrás de la vitrina de impertinencias y provocaciones”. Aunque él mismo sería quien, en los años ochenta, revisase la traducción francesa de la obra censurando algunos pasajes.
Lo que nos lleva a la declaración, al final de su vida, de que Lágrimas y santos era el mejor libro que había escrito en rumano. Esta afirmación puede tener sentido en el contexto de sus obras, precisamente por la profusa elaboración que hay en este libro de su argumento principal, su desafío a Dios desde la mundanidad más fiera, de donde terminan colgando el resto de asuntos sobre los que Cioran reflexionó: “¡Imposible amar a Dios de otro modo que no sea odiándolo! […] ¿Que no existe o que es demasiado poco? ¡Qué importa, si mediante él la lucidez se equipara a la demencia y aplacamos nuestra furia abrazándolo criminalmente!” Esta obstinación, todas las variaciones sobre una misma idea, son las que, por otro lado, lo acaban convirtiendo en una lectura difícil.
No es un libro para iniciarse en Cioran, sino para llegar al fondo de lo que hay tras la imagen común de Cioran. Tomemos como ejemplo la reunión de buena parte de sus referentes artísticos y espirituales: “la diferencia entre Bach y el resto de la música, entre Teresa de Ávila y el resto de la santidad o entre Rilke y el resto de la poesía”. A los que podemos sumar Mozart, el Greco, Dostoievski… Todos revisitados, puestos en perspectiva para probar su punto. Un perfil, de algún modo. Uno poco autobiográfico, poco instructivo y más bien arduo, pero quizá lo mejor que Cioran podía hacer para dar cuenta de sí mismo.
Manuel Pacheco (Villanueva de los infantes, Ciudad Real, 1990) es músico y filólogo. Es autor de 'Las mejores condiciones' (Caballo de Troya, 2022).