De citas, emulación y plagio

Marcial le dedicó a Fidentino versos mordaces por hacer algo que el Conde de Lautrémont consideraba necesario. Las visiones en torno a copiar, parafrasear y emular ideas ajenas han cambiado con los siglos.
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Las palabras se pasean en una dimensión muy distinta a los objetos materiales. Si yo me robo un párrafo ajeno, bastará decir a quién se lo robé para que el delito desaparezca. En cambio, si confieso a quién le robé un automóvil último modelo, las consecuencias serán otras. Esto es una obviedad, pues desde siempre se ha dicho que los conocimientos son eso que se puede dar sin perder; pero nótese que debo escribir “desde siempre se ha dicho”, y no “he llegado a la conclusión de que los conocimientos…”.

Un novelista recientemente fallecido escribió precisamente sobre la muerte. En su texto podíamos leer que se le había ocurrido que morir era pasar a un estado equiparable al de antes de haber nacido. Hubo quien comentó que esa idea era de Séneca, y ciertamente la podemos leer en Séneca en varias formas, “si alguien llora a los muertos, que llore también a los que no han nacido”. Si bien debía de ser un lugar común ya en el siglo primero, sobre todo entre los estoicos, y ya cuatrocientos años antes de Séneca, decía Andrómaca como portavoz de Eurípides: “Afirmo que no haber nacido es igual a morir”.

Más allá del placer y sabiduría que nos ofrecen los antiguos textos griegos y latinos, está la posibilidad de acercarnos a las fuentes de la ilustración, saber quién fue el primero que dijo algo bien dicho. Ningún caso tiene decir “la experiencia dicta que si ejercitamos nuestro cuerpo y procuramos mantenerlo saludable, el cerebro, pensamiento y estado de ánimo se verán paralelamente beneficiados”, cuando podemos traducir la brevedad del original mens sana in corpore sano sin que siquiera haga falta mencionar a Juvenal.

Nadie tiene obligación de citar a Newton para decir que la atracción entre dos objetos es proporcional a sus masas, ni a Benito Juárez para mencionar que el respeto al derecho ajeno es la paz y ya cansa que se mencione el nombre de Andy Warhol cuando se habla de los quince minutos de fama.

Entre gente educada es impertinencia mencionar al autor de alguna cita célebre.

“No es un hombre más que otro si no hace más que otro.”

“A veces un cigarro sólo es un cigarro.”

“Ser o no ser, ésa es la cuestión.”

La lista es interminable; e igualmente amplia también es la libertad de parafrasear sin marcar el origen: “Esto es migraña, quien la sufrió, lo sabe”.

Siglos antes de que existiera el derecho de autor, los préstamos eran cosa mejor consentida. A Mateo, Lucas y Marcos se les llama sinópticos porque abrevan hasta el punto del plagio en la misma fuente. Por su parte, el que escribió Juan, no deseaba crédito y prefiere adjudicarle su historia a “aquel discípulo al cual amaba Jesús, el que también se había recostado a su pecho en la cena”.

Lo mismo hicieron los escritores del Evangelio de Pedro o el Protoevangelio de Santiago, que preferían hacerse pasar por gente de mayor autoridad antes que como autores. No es lo mismo, pero es igual lo que hacen los negros que escriben para los famosos iletrados.

En Los hermanos Karamazov, Aliocha es dos veces acusado de plagio. La primera: “Eso es un plagio, Aliocha: repites las ideas de tu stárets”. Y la segunda: “¡Eso es un plagio!”, exclamó Iván. “Ese gesto lo has tomado de mi poema.”

Lo del gesto es más una ironía que un plagio; y aquello de repetir las ideas del stárets… Lo común es que un alumno haga suyas las ideas de su maestro, al menos hasta hacerlas chocar con las de otro maestro. Es muy difícil tener ideas y opiniones propias. Difícil pensar por uno mismo con pensamientos frescos y no refritos.

Notoriamente Aristóteles tuvo ideas distintas a las de su maestro Platón; tal como San Pablo las tuvo discordantes con las de Jesús; con la gran diferencia de que se puede diferenciar lo platónico de lo aristotélico, mientras que lo cristiano-paulino se ha emulsionado con distintos sabores.

En religión es muy válida la ausencia de opinión y nadie le diría a un cura: “Eso es un plagio, padre: repite usted las ideas de Cristo”.

Y ya que hablé del “español” Séneca, menciono ahora a su “paisano” y contemporáneo Marcial, que se ocupó de denunciar a los plagiarios. Habla de un tal Gaditano “que no escribe nada y, sin embargo, es poeta”. Frase muy parafraseable.

También dedica Marcial versos al plagiario Fidentino:

La fama dice que tú, Fidentino, recitas mis escritos
a la gente como si fueran tuyos. Si quieres
que se digan míos, te enviaré gratis los versos: si quieres
que se digan tuyos, cómpralos para que no sean míos.

Y más mordazmente le dedica estos:

Lo que recitas, Fidentino, es mi libro,
pero cuando recitas mal, empieza a ser tuyo.

En sus consejos para escritores, Longino recomendaba imitar a los grandes. Agregaba que “tal imitación no es un plagio”. Emular a Homero no era plagiarlo, sino que “cuando estemos trabajando en un pasaje que exija sublimidad en la expresión y grandeza en los pensamientos, nos representemos en nuestras almas cómo hubiera dicho eso mismo Homero”.

Hoy no vemos con buenos ojos esa emulación o imitación. Escribir como Rulfo o García Márquez se notaría como falta de originalidad, como defecto cercano al plagio. ¿Defecto por admiración? Dijo Piglia que el plagio es la forma más ingenua de admiración literaria, y qué bueno que dije “dijo Piglia” porque así me evito que se me acuse de plagio por mencionar una idea bien sabida. ~

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(Monterrey, 1961) es escritor. Fue ganador del Premio Xavier Villaurrutia de Escritores para Escritores 2017 por su novela Olegaroy.


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