Delirante obsesión de querer perdurar

La última voluntad del escritor David Markson fue que los libros de su biblioteca se vendieran en una librería de Nueva York. Una segunda oportunidad para sus lecturas, y de algún modo para su propia vida, mucho mejor que el ancestral e inútil afán de preservar el cuerpo después de la muerte.
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“La alternativa a la cremación y al entierro ya está disponible para quienes confiamos en la ciencia del futuro”.

Desde tiempos inmemoriales, los seres humanos han hecho esfuerzos ingentes por preservar los cuerpos después de la muerte. Muchas culturas creían que el cuerpo sería necesario en otra vida, en otro mundo; ahora hay gente que cree que esa segunda oportunidad la podemos tener en este mismo mundo nuestro, si es que podemos llamar así al eventual momento y lugar del futuro en que se haya descubierto “la manera de revertir la vejez tanto estructural como cerebral para proceder a la reanimación” de los cadáveres.

Tanto esta última cita como la que abre este artículo están tomadas de la web de iCryonic, una organización que se presenta como “sin ánimo de lucro” y que cree que, si no ha pasado mucho tiempo desde el fallecimiento de una persona, se puede congelar su cerebro o todo su cuerpo a -196 ºC y conservarlo así a la espera del día en que se pueda resucitar. Este proceso, llamado Protocolo Omega, se realizará por orden de inscripción: “Los primeros clientes serán los primeros en reanimarse”, aclara el organismo en su reclamo publicitario. Y añade: “Una vez reanimado, se procederá al último paso: la inserción en la sociedad”.

Como es lógico, para acceder a esta esperanza no solo hace falta mucha fe en la ciencia sino también una cuenta bancaria despreocupada: contratarla cuesta entre unos 30 mil y 245 mil dólares. Esa curiosa amplitud en el rango de precios aparece detallada en la web, así como el dato de que, de las 5 mil “criocápsulas” existentes, hay 291 en uso (es decir, ocupadas por clientes a la espera de la reanimación) y otras 2,300 ya reservadas.

 

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En muchos otros casos, el afán por conservar los cuerpos no tenía relación con la idea de otra vida en el más allá, sino simplemente con esa “delirante obsesión de querer perdurar” de la que habla Jorge Drexler en una canción. Una historia que empieza con los primeros embalsamamientos y llega hasta la fabricación de ataúdes con un núcleo de cemento recubierto de bronce a prueba de óxido y revestido, por dentro y por fuera, con el polímero más resistente al calor y a los impactos, y por lo tanto uno de los más indestructibles, que se ha desarrollado hasta ahora. Más resistente aún es el sellador utilizado para fijar la tapa, el cual, según pruebas de laboratorio, puede resistir “millones de años”.

Todo inútil, por supuesto: “Al no haber elementos que procesar, las enzimas del cuerpo habrán licuado cualquier tejido que no se hayan comido ya las bacterias, mezclando los resultados, durante unas décadas, con el ácido derivado de los líquidos de embalsamar”, explica Alan Weisman en El mundo sin nosotros, de 2007. En el hipotético caso de que arqueólogos de un futuro lejano dieran con tales sarcófagos, lo único que quedará de sus habitantes “serán unos cuantos centímetros de sopa humana”.

En su libro, Weisman destaca también la huella ecológica de los millones de árboles que se talan cada año para construir ataúdes. Y menciona la propuesta de los partidarios del “entierro ecológico”: cajones de materiales de rápida degradación, como el mimbre o el cartón. O mejor aún: no usar cajón alguno, sino apenas un sudario. De esa forma, los cuerpos comenzarían pronto a “devolver a la tierra los nutrientes que a ellos ya les sobran”. “Aunque a lo largo de la historia –escribe Weisman– la mayoría de la gente ha sido enterrada de ese modo, en el mundo occidental solo unos cuantos cementerios lo permiten; y aún menos el sustituto ecológico de la lápida: plantar un árbol para que se apresure a aprovechar los antiguos nutrientes humanos”.

 

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Como una hermosa metáfora de esos “entierros ecológicos”, la última voluntad del escritor David Markson, muerto en Nueva York en junio de 2010, fue que su biblioteca se vendiera íntegramente en Strand, una librería de esa ciudad. Lo cuenta Jorge Carrión en su ensayo Librerías: “Por un dólar, por veinte, por cincuenta: sus libros estaban ahí, esperando reintegrarse al mercado al que antaño pertenecieron, esperando su suerte, su destino. Markson podría haber legado su biblioteca a alguna universidad, donde hubiera acumulado polvo y habría sido visitada tan solo por los escasos estudiosos de su obra; pero optó por un gesto antitético: repartirla, disgregarla, someterla al riesgo de las lecturas futuras totalmente inesperadas”.

“Cuando se corrió la voz —continúa Carrión— decenas de seguidores del autor de This is not a novel acudieron a la librería de Manhattan en busca de aquellos volúmenes subrayados y anotados. Se formó un grupo virtual. Se empezaron a publicar en la red páginas escaneadas […] Con todas las anotaciones de su biblioteca podría escribirse una de las novelas fragmentarias de Markson, en que los apuntes de lectura, las impresiones poéticas y las reflexiones se van sucediendo como en una sesión de zaping”.

En lugar de una pesada lápida solo disponible para académicos, los nutrientes de Markson en forma de libros (mucho más ricos que los escasos que cualquier cuerpo humano puede aportarle a un árbol) se desparramaron entre miles de hogares, miles de lectores, en los cuales, de algún modo, Markson sigue vivo. Sus lecturas tienen esa segunda oportunidad (y tal vez una tercera, y una cuarta, y quién sabe cuántas más) que para nosotros no es más que una vaga promesa de las religiones y de la ciencia (ficción).

 

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Tengo en mi casa un solo libro de Markson (escrito por él, quiero decir; de los de su biblioteca, dejados a la venta en Strand, no tengo ninguno): precisamente, Esto no es una novela, traducción editada en Buenos Aires por La Bestia Equilátera en 2013. Lo compré usado. En una de sus primeras páginas lleva un sello que dice: “Ejemplar de cortesía”. En las siguientes hay marcas, hechas con bolígrafo, de un lector anterior: unos pocos subrayados, varios corchetes y cruces que señalan algunos de sus fragmentarios párrafos. Y dos frases en la última página, escritas con letra temblorosa: “Una narración tan original como difusa. Su problema es ser de EE. UU.” 

Siempre que leo libros con subrayados y anotaciones de otras personas, recuerdo un artículo de Alejandro Zambra, que se titula “Un lector borrado” y está incluido en su libro No leer, de 2010. Cuenta su experiencia de la relectura de una novela que le ha gustado mucho (Toda la luz del mediodía, de Mauricio Wacquez) en un ejemplar que antes ha pertenecido a otro lector, un lector que ha subrayado y escrito comentarios con los que él está en completo desacuerdo. “Es extraño leer así –escribe Zambra–, tropezándose con opiniones injustas, que igual quedan en la memoria, como lo prueba de hecho esta crónica”.

En cierto momento, Zambra advierte que la letra del anotador anónimo es muy parecida a la suya y llega a desconfiar de su memoria: teme haber sido él mismo el autor de esos apuntes. Cuando por fin confirma que no, decide borrar al “intruso”. “La historia termina –cierra el artículo– con la escena de un lector que borra, en el libro, las pegadizas huellas de otro lector. Es, creo, un final feliz”.

Borrar las notas de un lector previo en un libro propio se podría ver, en un sentido, como el paso final en el proceso de apropiación de esa lectura anterior. La descomposición definitiva del lector precedente. La señal de que se han aprovechado todos los nutrientes del cuerpo que ya no está. Pero no, porque los que se borran son los apuntes injustos, desacertados, culpables. ¿Acaso alguien pensaría en borrar las notas de David Markson en los volúmenes vendidos en la librería Strand?

Yo sí borraría los del dueño anterior de mi ejemplar de Esto no es una novela. Pero la tinta de bolígrafo es indeleble. Escribir en los libros con tinta es como embalsamar un cuerpo humano, como fabricar sarcófagos que duren millones de años, como un intento de criogenizar palabras. Delirante obsesión de querer perdurar. “Se acerca el tiempo en que habrás olvidado todo y en que todo te habrá olvidado, dijo Marco Aurelio”, se lee en la penúltima página de Esto no es una novela, publicada originalmente en 2001. La última frase reza: “Adiós y sean amables”. Es, también, un final feliz.

 

 

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(Buenos Aires, 1978) es periodista y escritor. En 2018 publicó la novela ‘El lugar de lo vivido’ (Malisia, La Plata) y ‘Contra la arrogancia de los que leen’ (Trama, Madrid), una antología de artículos sobre el libro y la lectura aparecidos originalmente en Letras Libres.


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