Foto: Wellcome Collection, CC BY 4.0

Doncella que quita los callos

La literatura goza de una libertad que no tiene la vida real. El lector puede dejarse llevar por sus fantasías sin sentirse observado, y decidir si se escandaliza o se siente seducido por las opciones que abre la ficción.
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Estoy leyendo una novela titulada El puente del diablo, del ruso Mark Aldanov. Comienza con el protagonista leyendo los avisos de ocasión. “Doncella en venta por no precisarse de ella. Tiene dieciocho años, sabe peinar y quitar los callos; instruida en todo lo necesario, sabe bordar con oro y es de aspecto agradable. Se cede tres días a prueba para que los posibles compradores puedan convencerse de su utilidad.”

El narrador nos dice que el personaje “no tenía la menor intención de comprar la doncella, pero estuvo un buen rato pensando en el aspecto agradable de la muchacha y se dijo que lo mejor que podía hacer era tenerla tres días en casa y después ya vería que hacer con ella”.

Recordé el cuento de Chéjov, Pasajeros de primera clase, en el que uno de los viajeros comienza: “A mi padre, que en paz descanse, le gustaba que después de almorzar le rascasen los talones las criadas”.

Como muchas veces, me vino a la mente la libertad de que goza la literatura a diferencia de la vida real. El lector puede dejarse llevar por sus fantasías sin sentirse observado y ya depende de él si se escandaliza o le seduce la posibilidad de comprar doncellas o tomarlas a prueba por tres días para que le quiten callos y le rasquen los talones. El escritor es igualmente libre en lo que escribe; puede usar palabras como “criada” o “sirvienta” porque en literatura lo censurable es emplear eufemismos como “la señora que me ayuda en la casa”, y sabe que se le debe presumir inocente de cualquier cargo que le imputen a sus personajes.

Un funcionario o maestro perdería su empleo si dijera: “He leído que la inteligencia de las mujeres termina de crecer a los veinte o veinticinco años. No sé nada de la inteligencia de las mujeres y tampoco me interesa. Pero el espíritu de las muchachas muere a esa edad, más o menos. Pero muere siempre; terminan siendo todas iguales, con un sentido práctico hediondo, con sus necesidades materiales y un deseo ciego y oscuro de parir un hijo. Piénsese en esto y se sabrá por qué no hay grandes artistas mujeres. Y si uno se casa con una muchacha y un día despierta al lado de una mujer, es posible que comprenda, sin asco, el alma de los violadores de niñas y el cariño baboso de los viejos que esperan con chocolatines en las esquinas de los liceos”.

Pero esta frase, quizá la más políticamente incorrecta de las letras latinoamericanas, la pronuncia un personaje de Onetti; y personajes así, al igual que los asesinos y demás criminales, tienen derecho de existir en la literatura sin perder su empleo.

Por eso nunca me pareció oportuno el supuesto prólogo de Lolita, en el que un tal John Ray Jr. comienza prejuiciando al lector al asegurar que Humbert Humbert “es un hombre abominable, abyecto, un ejemplo flagrante de lepra moral, una mezcla de ferocidad y jocosidad que acaso revele una suprema desdicha, pero que no puede ejercer atracción”. Así, cuando he releído la novela, me salto ese fragmento y comienzo con “Lolita, luz de mi vida, fuego de mis entrañas. Pecado mío, alma mía…”, y ya sabré yo qué opinión me merece Humbert Humbert, pues para eso está la novela.

Cuando leo me siento por completo emancipado, pienso lo que quiero sin que nadie me cuelgue un adjetivo. Dialogo con personajes que ningún temor tienen de expresar lo que expresan. Me tomo una botella con ellos y celebro su bendita o perniciosa existencia. Cuando leo, me vuelvo libre, amoral, inventivo, temerario. Puedo hasta celebrar que existan las guerras porque entonces se engendran maravillas que van desde la Ilíada hasta Vida y destino. Celebro que hubiese tiempos en que una ballena no era víctima del hombre sino un “monstruo asesino” contra el que se prestan “juramentos de violencia y venganza”, y ya en ese tema, festejo que Dantès muestre que la venganza es más sabrosa que el perdón. Cuando leo, entiendo que muchos digan que don Quijote se volvió loco, pero los amorosos lectores sabemos que fue el hombre más cuerdo que anduvo cabalgando por esta tierra y que está muy bien admirar a aquellos caballeros que la pasaron clavando lanzas y espadas en servicio de un monarca o de una dama o de una idea de la belleza.

Vale.

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(Monterrey, 1961) es escritor. Fue ganador del Premio Xavier Villaurrutia de Escritores para Escritores 2017 por su novela Olegaroy.


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