Ilustración: Letras Libres. Imágenes: Sérgio Valle Duarte Wikidata has entry Q16269994 with data related to this item., CC BY 3.0 , via Wikimedia Commons // Steve Rhodes, CC BY 2.0 , via Wikimedia Commons

El anhelo de oscuridad en un cuento de Foster Wallace

En la obra del escritor estadounidense, el suicidio se manifiesta como una oscuridad deseada frente al cansancio que genera un pensamiento claro. Esto queda de manifiesto en "El neón de siempre", un cuento contenido en la última colección que publicó.
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Existen autores cuya mitología opaca su propia obra. Como Neal Cassady, que con el tiempo se ha vuelto más un personaje de Jack Kerouac, Hunter S. Thompson o Charles Bukowski, que un escritor de carne y hueso. O como Roberto Bolaño, quien después de morir se ha tornado una inagotable fuente de chismes legales y matrimoniales, que han desplazado a su propia obra en las conversaciones literarias. Sin embargo, hay quienes hacen de su vida un epígrafe retroactivo a su obra y logran expandirla más allá del morbo biográfico. Tal es el caso de David Foster Wallace (Ithaca, 1962), profesor, ensayista, novelista, cuentista muy prolífico y laureado, que padeció una seria depresión y que  en 2008, a los 46 años, se suicidó, colgándose de una viga en su casa en California.

Ese apretado nudo ha permitido a sus lectores leer su literatura como una extensa carta de suicidio; como las últimas preguntas de una pluma agónica que ya no sabe cómo ser feliz e ignora qué hacer para sobrevivir a la consciencia que lo colma. En la obra de Foster Wallace, el suicidio se manifiesta como una oscuridad deseada frente al cansancio que genera un pensamiento claro. El tema aparece en su aclamado discurso Esto es agua, en su novela La broma infinita, en su ensayo sobre la televisión E unibus pluram, y en el agudo e incómodo “El neón de siempre”, contenido en Extinción, su última colección de cuentos.

A grandes rasgos, el cuento narra la decisión de un hombre de quitarse la vida, harto de sus propias simulaciones. Se trata de Neal, un treintañero desdichado que desde el más allá le confiesa a un desconocido interlocutor que él se considera un implacable fraude, y que la conciencia de ello lo llevó a decidir matarse, drogándose con Benadryl y estrellando su auto en un puente. Esta historia va construyéndose a lo largo de las páginas entre digresiones, juicios y notas al pie.

Neal cuenta que desde muy joven dedicó su vida a crear una falsa imagen de sí mismo para agradar a otros: “Toda la vida he sido un fraude. No estoy exagerando. Casi todo lo que he hecho todo el tiempo es intentar crear cierta imagen de mí mismo en los demás. La mayor parte del tiempo para caer bien o para que me admiraran. Tal vez sea un poco más complicado que esto. Pero, si uno lo piensa bien, se trataba de caer bien y de ser querido”

((“El neón de siempre”. En D. F. WALLACE, Extinción (pp. 173-221). Barcelona, España: Penguin Random House Grupo Editorial.
))

, dice al comenzar el relato. Esta falsa imagen la ha construido a costa de un supuesto “verdadero yo”, genuino e inaccesible, escondido tras las máscaras del deseo de ser aceptado que exige una sociedad que se alimenta de la insatisfacción y que convierte los logros en desdichas. Detalla sus fraudes en anécdotas sobre diferentes dimensiones de su vida, como sus relaciones familiares, sus actividades escolares, su pretendida espiritualidad, su terapia, sus relaciones amorosas y su desarrollo como un profesional de la manipulación.

En el cuento, Foster Wallace expone la absoluta incapacidad de instancias que socialmente consideramos autoridades para reconocer y solucionar el problema de la fraudulencia de Neal. Empieza por el psicoanálisis, que describe más como una moda que como un tratamiento con potencial paliativo.

[…] probé el psicoanálisis como casi todo el mundo por entonces que estaba cerca de los treinta y había ganado dinero o tenía familia o lo que fuera que pensaban que querían y sin embargo no acababan de sentirse felices. Mucha gente que yo conocía lo probó. La verdad es que no funcionaba, aunque sí que hacía que mucha gente sonara más consciente de sus problemas y añadiera cierto vocabulario y conceptos útiles a la forma que todos teníamos de hablar entre nosotros para encajar en el grupo y sonar de cierta manera.

El narrador asiste a varias sesiones de psicoanálisis con el doctor Gustafson para buscar una solución a su manía de ser fraudulento; la terapia fracasa por varias razones. En primer lugar, porque Neal no quiere encontrar el origen de su problema, pues ya lo conoce. Lo que quiere es detenerlo, y en eso el doctor no puede ayudarlo, aunque pasa por todos los clichés de la terapia, como el análisis del pasado familiar y los sueños reveladores. En segundo lugar, porque, durante las sesiones, Neal no deja de fingir también con el psicoanalista. Hay en él un sentimiento de superioridad frente a Gustafson, que culmina en la ironía de que es el paciente el que psicoanaliza al doctor, empleando  más clichés improductivos, como la homosexualidad reprimida y la somatización de emociones contenidas.

Al narrar estos eventos, el protagonista lanza breves críticas a ciertos ideales sociales, como el deseo de “originalidad”, un concepto fundamental para el mercado que alimenta motores de consumo camuflados en discursos de la “libre expresión de la individualidad”. Esto contrasta de forma aguda con la aparición de la serie de televisión Cheers, en la que uno de los personajes, una psicoanalista, se burla de sus pacientes diciendo: “Si me viene un solo yuppie más y empieza a lloriquearme sobre el hecho de que es incapaz de amar, voy a vomitar”. Parece irónico que haya estereotipos en torno de algo que debería ser íntimo y personal, como la terapia. Sin embargo, Neal deja claro que una sociedad de consumo como la que habita(mos), dedicada al fomento de la insatisfacción y la competencia, produce en serie ese tipo de singularidades. Es justo después de identificarse con ese estereotipo que Neal decide suicidarse. Como explica Foster Wallace en su ensayo E unibus pluram, la televisión se autoevidencia como vocera del consumo y como herramienta modeladora de individuos y masas, ampliando sus confines a través de la ironía. Si bien la ironía es una buena herramienta de diagnóstico, sus capacidades para proponer soluciones son, como las del doctor Gustafson, muy limitadas, por no decir nulas, y eso tiraniza hasta el suicido.

El protagonista se desenvuelve perfectamente en el sistema que habita. Es un exitoso y admirado publicista –todo un profesional de la manipulación–, sin embargo, es miserable. Desde ese lugar, como desazonado most valuable player, se queja del autoengaño que representan la iglesia y el consumo; señala con desdén la sociedad a la que pertenece, donde los sujetos actúan de forma mecánica, utilitaria y competitiva; critica su lenguaje instrumental, con el que aseguran poder comunicarse con placidez. En un momento de la narración, apunta también a la frustración que fomentan ciertos roles de género. Menciona el machismo como factor de sufrimiento, y la virilidad como un bien con garantía vitalicia para padecer insatisfacciones y exigencias laborales y personales inalcanzables. Si bien estas críticas son sugerentes, no ocupan más de tres renglones en un cuento de casi cuarenta páginas.

Como el mismo Foster Wallace explicó en una lúcida entrevista con Larry McCaffery para The Review of Contemporary Fiction (Summer 1993, Vol. 13.2), esta realidad social no es el punto de llegada de la literatura sino el de partida. Para Foster Wallace, la ficción es un espacio para explorar los pesares, decisiones y posibles gozos de Neal:

La ficción trata sobre lo que es ser un maldito ser humano. Si uno opera, como lo hacemos la mayoría de nosotros, partiendo de la premisa de que hay cosas en la contemporaneidad de Estados Unidos que hacen que sea claramente difícil ser un ser humano real, entonces tal vez la mitad del trabajo de la ficción sea dramatizar qué es lo que lo hace difícil. La otra mitad es dramatizar el hecho de que todavía “somos” seres humanos. Puede ser. No es que sea deber de la ficción edificar o enseñar, o hacernos buenos pequeños cristianos o republicanos. No intento alinearme detrás de Tolstoi o Gardner. Creo que la ficción que no explora lo que significa ser humano hoy en día no es arte (la traducción es mía).

La siguiente autoridad a la que Neal burla con vacilante éxito es a Gurpreet, su maestro espiritual, frente a quien obtiene una mención especial como “campeón de la meditación”, otra máscara del narrador y otra competitiva moda de consumo masivo frente a la que padece. La meditación no le ayuda en nada a contrarrestar su suplicio. Al contrario, le muestra lo grave e inescapable de su manía. Ni siquiera los profesionales dedicados a las áreas de la autoconsciencia y la sanación pueden ayudar a Neal.

Tampoco lo harán quienes gozan de una supuesta intimidad con él, como su familia y sus amantes. La familia adoptiva del protagonista es la primera jerarquía estafada en la vida de Neal. Tiene apenas cuatro años cuando se le revela el potencial de la mentira, mientras manipula las palabras para inculpar a alguien más. Conseguir lo que busca dará entrada a uno de los elementos más valiosos del relato: la paradoja. Como planteó Derrida en Historia de la mentira. Prolegómenos, “mentir es querer engañar al otro, y a veces aun diciendo la verdad. Se puede decir lo falso sin mentir, pero también se puede decir la verdad con la intención de engañar, es decir mintiendo. Pero no se miente si se cree en lo que se dice, aun cuando sea falso”. Esta idea se evidencia muy claramente en el cuento con la narración que hace Neal de cómo rompe una vasija de su casa, y manipulando su forma de decir la verdad, logra inculpar a su inocente hermana. Así también, entre más afirma su culpabilidad Neal, más reitera su inocencia frente a sus padrastros, y mientras más inocente se declara su hermana, más culpable la consideran aquellos.

Existen otras paradojas en el cuento que forman parte del padecimiento de Neal, como aquella del fraude. Neal no puede huir del fraude, y calcula todo el tiempo las reacciones de los demás. Lo hace hasta en sus últimos momentos de vida, cuando medita su suicidio, incluso cuando escribe la carta de despedida a su hermana e intenta explicarle ese sentimiento de fraude. Esto lo lleva a una nueva paradoja: la sinceridad parece imposible para Neal, aunque la expresión de esa imposibilidad sea sincera.

El lenguaje es uno de los grandes antagonistas de Neal, de alguna forma humaniza el tiempo a través de la narración, pero a la vez resulta insuficiente para dar cuenta de todo lo que acontece y de su experiencia del tiempo. El lenguaje le parece una herramienta que siempre se queda corta para dar cuenta de los mundos interiores que habitan en una persona y de la simultaneidad de lo que se vive. Por ello, critica la falsedad del tiempo cronológico y la sucesividad del lenguaje. El problema del narrador no es sino una de las frecuentes preguntas de la literatura: ¿cómo contar una historia en su totalidad? ¿Cómo narrarlo todo si narrar es elegir? Neal quiere algo que le posibilite mostrarse de manera absoluta; de otra forma, el fraude es inescapable.

La posibilidad de entender el tiempo total y el pensamiento más allá de las restricciones del lenguaje solo se le da al morir. Neal expresa que, antes de estrellarse en el puente, la vida no le pasó por enfrente como en una película, sino toda de golpe, como el Aleph borgeano, como el flashazo de un letrero neón. Es ahí donde suena con mayor perspicacia la voz de ultratumba de David Foster Wallace.

Por último, vale la pena meditar sobre el relato de Neal como una confesión y proponer algunas preguntas sin aventurar demasiadas respuestas. Una confesión puede verse como una suerte de proceso autoinducido de subjetivación; es decir, el sujeto construye narrativamente lo que él cree que es la verdad de sí mismo. Para ello, se percibe como otro. Eso lo transfigura hasta el suicidio y luego, tal vez, más allá de él. La confesión es entonces como un cuadro de Escher, donde relato y autor son obra el uno del otro. Esto se sugiere al final del relato, cuando Neal especula sobre los recuerdos llenos de éxito y popularidad que tendrá de él su compañero de clase David Wallace, quien al enterarse de la muerte de Neal observa su foto en un anuario escolar, sin imaginarse que detrás de la popularidad y el éxito solo había una enorme sensación de fraude, insatisfacción y dudas. Con este gesto se invierte la perspectiva. David Foster Wallace se vuelve personaje y es Neal quien lo cuestiona con sagacidad, como si se tratara de un recuerdo más de Pao Cheng. Con el suicidio del escritor estadounidense, esta escena multiplica los fantasmas y produce más de un destello neón.

¿Qué tipo de compromiso puede tener un muerto con la confesión, si esta no le supone una experiencia con potencial transformador? Quién podría contestar a eso. A lo largo de todo el cuento, Neal no logra comprenderse con nadie, no genera un vínculo honesto con ninguna persona, ni sus padres, ni su hermana, ni sus novias, ni sus doctores. Queda pensar si la confesión de Neal no es sino una experiencia de vulnerabilidad, un último intento de acercamiento con el otro, con quien pueda escucharlo desde la lejanía en la que siempre ha estado, desde el más allá que intenta desesperadamente ser un más acá, aunque sepa que esa batalla está perdida de antemano.

En más de una ocasión, Rodrigo Fresán ha dicho que “tal vez lo que hizo que David Foster Wallace se cayera para ya no levantarse, se callara para ya no volver a hablar, fue el tener muy claras todas esas ideas geniales. Hay claridades que encandilan y ciegan y uno acaba haciendo cualquier cosa a cambio de un poco de oscuridad. Lo importante, sí, es nunca callarse antes de caerse. Porque si hay algo peor que el silencio después de la caída, ese algo es el silencio antes de caerse. David Foster Wallace, por suerte para nosotros, hizo mucho ruido antes de”. Neal sigue haciendo ruido desde la muerte. Después del “repentino destello interior” de sus epifanías, no ha encontrado las anheladas oscuridades en el más allá. Pero tal vez con su confesión logre acompañar a otro que sufra de las mismas claridades.
 

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(Ciudad de México, 1994) es escritora. Ha publicado, entre otros medios, en Revista de la Universidad de México, Tierra Adentro y Gatopardo.


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