The New Republic cumple cien años. Para celebrarla, Letras Libres ha preparado un mínimo homenaje: republicar el primer artículo sobre México aparecido en esas páginas. Se trata de un admirable texto sobre la Convención de Aguascalientes.
Además de su claridad y profundidad, llama la atención la empatía con la que trata el tema. La sensibilidad ante el reclamo de tierras, la ponderación de un debate en que los generales y sus representantes buscaban dar aliento ideológico y moral a la lucha fratricida, elevarla por encima de la anarquía, hallar un orden. No era fácil encontrar eco a estos hechos en la sensibilidad americana, pero, en aquel año remoto, la revista lo logró.
Esa sensibilidad tuvo muchos otros momentos de comprensión hacia México. En los años veinte, por ejemplo, Walter Lippmann, uno de los grandes personajes de TNR, alertó a su gobierno contra el error de interpretar la defensa de las leyes petroleras por parte del gobierno de Calles como un avance del bolchevismo. “Es nacionalismo –explicó– y América Latina arde en él.”
Desde estas páginas enviamos nuestra felicitación a The New Republic, muy en especial a dos amigos: el legendario editor literario Leon Wieseltier y Frank Foer, el brillante editor en jefe. En lo personal, como autor que ha publicado con ellos desde los años ochenta (y como miembro de su Consejo de Colaboradores), mi deuda es inmensa. Pero más grande aún es mi deuda como lector: tanto en sus textos políticos como en su sección de libros, TNR tiene esa rara cualidad que Octavio Paz definió con dos palabras que juntas hacen una unidad más alta: pasión crítica. No basta la pasión para la crítica, pero sin pasión no hay crítica. Esa es la llama doble de The New Republic. ~
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La cuestión de la tierra en Aguascalientes
El que la Convención de Aguascalientes haya ordenado confiscar las grandes haciendas mexicanas y su redistribución entre los peones parece introducir por el momento un elemento nuevo dentro del conflicto en México y elevarlo por encima de una simple rivalidad entre líderes antagónicos. Es por lo menos un reconocimiento de que los males de México son mucho más de orden económico que político. Al peón promedio le importa poco si quien gobierna en la lejana ciudad de México es un Villa, un Carranza o un Zapata. Por otro lado, le es de vital importancia la diferencia entre ser dueño de una pequeña parcela o un hombre que trabaja en condiciones de semivasallaje en una inmensa propiedad.
Estas gigantescas extensiones de tierra constituyen un problema económico tan grave como complicado. Es difícil porque las condiciones agrarias en México varían de un estado a otro y de región en región. No son las mismas en las áridas tierras de la meseta norteña que en las tierras calientes; en Chihuahua que en Chiapas; en el cinturón ganadero que en las zonas de azúcar y cacao. Abundan en México pequeñas propiedades agrarias. Aunque la afirmación, una y mil veces repetida, de que menos de quinientas personas poseen la totalidad de la tierra en México es grotescamente falsa, existe, sin embargo, la más grosera desigualdad en la propiedad de la tierra. Mientras que hay haciendas del tamaño de grandes ducados, cientos de miles de hombres no tienen tierras ni la posibilidad de adquirirlas. Si en algún momento llegara a existir la esperanza de un México ilustrado, progresista y democrático, esta abismal desigualdad entre hacendados y peones, entre los propietarios de las tierras y sus trabajadores, debe eliminarse.
Aunque no pueden eliminarse de inmediato, el solo hecho de que los generales reunidos en Aguascalientes discutan estas desigualdades resulta significativo. Sugiere que la Revolución contiene un factor popular, aunque sea latente. Sería fácil exagerar este factor. La generalidad de los líderes militares no son hombres inspiradores o desinteresados, a pesar de lo mucho que hablan sobre honor y patriotismo. Los más de ellos parecen enanos pavoneándose sobre el cuerpo de un gigante dormido. Por otro lado, las masas del pueblo están demasiado aletargadas para moverse o ser movidas. La mayoría es analfabeta, y existe una minoría de indios que deambulan errantes y desnudos y ni siquiera hablan español. Gran parte de México es lo que era en los días de Humboldt y una extensión considerable sigue siendo lo que era en los días de Moctezuma y de Cuauhtemotzin. Y, sin embargo, como lo indican las deliberaciones en Aguascalientes, existe cierta agitación. Nuevas necesidades, nuevas carencias, nuevas ideas que se filtran desde más allá del río Grande. En los lugares en los que los salarios se incrementan, el descontento se esparce. El peón que gana treinta o veinte centavos de dólar al día, o incluso nada, vive satisfecho en su miseria; en cambio, el hombre en el norte que gana sesenta u ochenta centavos en las minas o en las plantaciones está abierto a todo tipo de propaganda revolucionaria.
Posiblemente, al menos en sus inicios, la propia Revolución ha contribuido a agitar la imaginación popular. Básicamente, toda esta lucha es una regresión, una reversión a una rutina anterior, un retroceso a Bustamante, Santa Anna y a todas las infames tradiciones de la heroica era del bandidaje mexicano. No obstante, para miles de hombres desamparados, la Revolución rompe las cadenas de una sumisión ancestral. Al reunir a hombres de diferentes pueblos y distintos estados, contribuye a eliminar la ignorancia, el letargo y el más estrecho localismo. Es una horrenda tragedia, pero es una forma de “ver a México”.
De no haber semejante interés popular, discusiones como las de Aguascalientes serían imposibles. No tendríamos el Plan de Ayala, de Zapata, o el Plan de Guadalupe, de Carranza. Aún si las deliberaciones fueran una pantalla, una puja en busca de popularidad que encubriera un plan secreto cuyo fin sea transferir fincas de acaudalados Científicos a acaudalados villistas y zapatistas, la búsqueda del apoyo popular significa que existe, aunque débil, un interés popular. Incluso quienes explotan egoístamente el descontento general se vuelven agentes y sirvientes de ese mismo descontento.
Es bueno escuchar atentamente cualquier propuesta para la solución del problema económico más grave de México. A la vez, sería absurdo esperar demasiado de estas deliberaciones. El problema no reside solo en restar y dividir tierras. Es mucho más complejo. El problema reside en modificar por completo las bases económicas de la sociedad, una tarea comparable en complejidad con la que enfrentaron los estados del Sur después de la emancipación de los esclavos. En tiempos de paz, las dificultades administrativas inherentes a cualquier intento de solución podrían frustrar las mejores intenciones; en tiempos de guerra, los obstáculos son invencibles. Y por el momento la guerra parece inevitable. Mientras los generales que no están en combate debaten en Aguascalientes, los que están en la lucha preparan a sus soldados para la guerra. Es Carranza contra el campo. Hasta que esa cuestión se decida, hasta que esta campaña o quizá muchas otras campañas terminen, hasta que un individuo dominante o un grupo coherente llegue al poder, es ocioso tener muchas esperanzas en cualquier plan de reorganización económica, por bien intencionado que sea. ~
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Traducción del inglés de Sofía Cerda Campero.
Publicado en el primer número de
The New Republic, el 7 de noviembre de 1914.
Historiador, ensayista y editor mexicano, director de Letras Libres y de Editorial Clío.