El yogur de Nicanor

No hay que lamentar la muerte de Nicanor Parra, sino reír y celebrar la vida como él hizo en su obra.
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Tengo un amigo que se queja de que la poesía es siempre seria, solemne. Yo me he reído bastante leyendo poesía. Quizá no sea la imagen más común (esta parece implicar algo como la responsabilidad del lenguaje), pero buena parte de los poetas que aprecio comparte cierta inclinación por el humor. Creo que hay humor en algunos collages de Eliot, en los neologismos de Vallejo, en la autoconsciencia de Bachmann, en las situaciones de autores beat como Ginsberg o Waldman, en los montajes de Oteiza, en las punch lines de Ashbery… Humor sutil, que asoma en cualquier momento, y que de manera brillante compensa esta otra propensión a la tragedia. Comedia y drama, y su combinación en una forma ligera de melancolía, me definen como lector, al tiempo que reconstruyen una imagen para estos autores: una actitud tranquila, con media sonrisa, ante una vida que no tiene remedio.

“En el valle de los opuestos lo único que podemos hacer es apechugar”, dijo en cierta ocasión Nicanor Parra, fallecido el 23 de enero. Me atrevería a decir que aquí está contenida toda su poesía. Antes de nada, porque el encuentro de tragedia y humor ocurre en su caso de manera extrema. Toda su poesía está atravesada por el pensamiento de la muerte: “Solo una cosa es clara: / Que la carne se llena de gusanos”. Los ataúdes, los funerales, el recuerdo de los muertos (y los muertos que recuerdan) son imágenes recurrentes en sus libros. Pero al mismo tiempo, para compensar toda esta desolación, hay un giro cómico casi en cada poema, en cada estrofa. Su propio Epitafio es la mejor expresión de esta oposición: “Ni muy listo ni tonto de remate / Fui lo que fui: una mezcla / De vinagre y aceite de comer / ¡Un embutido de ángel y bestia!”.

También porque las oposiciones definen sus grandes creaciones estilísticas, los antipoemas y los artefactos. De la misma manera que estos no pueden entenderse sino como oposición al poema “tradicional” (sea lo que sea esto), en su núcleo vuelve a aparecer este conflicto de la risa y el llanto, que Parra asociará a las primeras experiencias del niño. Una vuelta a los orígenes, un reencuentro con la emoción a través de la sencillez. Así lo formula en su Manifiesto: “Nosotros sostenemos / Que el poeta no es un alquimista. / El poeta es un hombre como todos / Un albañil que construye su muro: / Un constructor de puertas y ventanas / Nosotros conversamos / En el lenguaje de todos los días / No creemos en signos cabalísticos”. Es necesario incidir en la cuestión de la comunicación, porque la poesía de Parra no puede entenderse sin aludir a su interlocutor. Antipoemas y artefactos tienen como objeto último acercar la poesía a su público: “Contra la poesía de café / la poesía de la naturaleza / Contra la poesía de salón / La poesía de la plaza pública”.

Su sentido del humor, su “apechugar”, puede justificarse desde esta búsqueda de cotidianidad. Aunque creo que es necesario diferenciar dos planos, en lo que a esta ligereza se refiere. La comicidad se detecta de manera más evidente en el vocabulario y las expresiones, un nivel de contenido en el que mediante paradojas, parodias o ironías, Parra formula sus célebres críticas a la poesía “olímpica”, el psicoanálisis, asuntos políticos e incluso hacia sí mismo. Pero por debajo de esto, y quizá de manera más fundamental, la ligereza permea hasta su manera de servirse del lenguaje, su discurso propio, transformando el sentido del poema de manera más radical. En Poemas y antipoemas (1954)¸ el versículo que domina en la última parte del libro se lee como el “tierrafirmismo” que se opone al verso más breve del poema “lírico”. En Versos sueltos, del poemario Versos de salón (1962), un conjunto de endecasílabos se une de manera azarosa en estrofas que cierran con “y la fucsia parece bailarina”, para crear una sensación de surrealismo controlado. Algunos de sus discursos transformados en poemas, como Aunque no vengo preparrado (1997) o No me explico Sr. Rector (2001), se sirven de signos como “x”, “&” o “+” para sustituir a palabras, así como de frases en inglés o portugués. Y cómo no volver a mencionar la implicación de palabra e imagen en Chistes parra desorientar a la policía poesía (1982) o en sus Artefactos visuales (2001). La apuesta de Parra implica cambios que no son tanto de orden estilístico o formales —términos que aluden más a la superficie— como a modificaciones del discurso individual que complican al sentido y a las relaciones entre la práctica poética y la vida.

Parece inevitable pensar que Parra contemplaba el lenguaje desde su formación de científico, trasladando el paradigma de la relatividad y la discontinuidad de materia y energía al discurso (algo que, por otra parte, puede leerse en sus intervenciones y diálogos). Desde luego que tiene mucho que ver con esa fragmentación infinita y el anhelo de unidad: “Yo pensaba en un trozo de cebolla visto durante la cena / Y en el abismo que nos separa de los otros abismos”. Lo que revela el problema existencial, como la conclusión de Poemas y antipoemas: “Pero no: la vida no tiene sentido”. En la oposición fragmento/unidad, tragedia/comedia es donde el lenguaje tiene que cambiar, donde aparece un nuevo discurso que apunta a otros órdenes. Recordar a Nicanor Parra no debería consistir en entristecernos por su muerte, sino celebrar la vida como él hizo en su obra. Apostar por hacer nuevos sentidos, por evitar la resignación, por comunicarnos, por reírnos juntos. A este propósito están entregados sus poemas: “Quédate con tu Borges / él te ofrece el recuerdo de una flor amarilla / vista al anochecer / años antes de que tú nacieras / interesante puchas que interesante / en cambio yo no te prometo nada / ni dinero ni sexo ni poesía / un yogur es lo + que podría ofrecerte”

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Manuel Pacheco (Villanueva de los infantes, Ciudad Real, 1990) es músico y filólogo. Es autor de 'Las mejores condiciones' (Caballo de Troya, 2022).


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