Hará cuestión de seis meses iba paseando con un amigo por el Madrid de los Austrias. Ya recogiéndonos llegamos a la Plaza de la Villa, ese recoleto rincón de la capital a un lado de la calle Mayor que, si bien a pocos metros de la Puerta del Sol, parece inmune al paso del tiempo y el tráfago de los días. Mi amigo, buen lector con el que comparto y retroalimento mitomanías literarias, reparó en que una de las ventanas del edificio que se alza frente al antiguo ayuntamiento de la capital tenía luz, y con mirada y palabras excitadas me la señaló. La habitación de la ventana estaba efectivamente encendida y permitía atisbar, mediante algún complicado escorzo, unos anaqueles de madera que albergaban una ingente biblioteca. Como leyéndonos uno a otro la mente, mi amigo y yo experimentamos una suerte de epifanía y supimos por ensalmo que nos hallábamos ante nuestro Avalon: la mítica biblioteca de Javier Marías ante la que tantas veces le habíamos visto posando con gesto adusto y el cigarrillo apurado entre índice y anular, y que ahora se nos presentaba diáfana. Recuerdo que estuvimos apostados ahí unos minutos, esperando la aparición de alguna silueta, pero no fue posible columbrar presencia humana alguna en esa habitación. Supusimos, entiendo, que estaría sentado frente a su caótico escritorio golpeando las teclas de su máquina.
Llegué a Javier Marías con veintipocos años, desordenadamente, cogiendo lo primero que tuve a mano, y a partir de entonces me quedé a vivir en su obra. Esto es algo que no resulta complicado, y es que la prosa de Marías cautiva desde las primeras líneas. No es casual que Marías sea autor de uno de los mejores comienzos de la literatura española: ese “No he querido saber, pero he sabido” que inaugura Corazón tan blanco, y al que sigue una escena no menos espectacular por su simbolismo: la del turista que durante su viaje de novios en La Habana se asoma al balcón del hotel y es escrutado e increpado por una mujer que espera abajo, confundiéndolo con quien se ha citado. Mientras, en la habitación, la recién casada se encuentra ajena a todo: prefiguración del abismo insalvable que media entre ambos. Pocos autores de la segunda mitad del siglo XX –pienso, quizá, en Martín Gaite– han sabido dibujar como Javier Marías los claroscuros del alma humana, y solo quienes desde su infancia han trabajado con la materia de una sensibilidad especial son capaces de pergeñar, con apenas diecinueve años, un debut literario como Los dominios del lobo, recientemente reeditado por Alfaguara.
Tanto en su labor narrativa como periodística, Marías trabajaba una nostalgia alérgica a la demagogia. La suya no era la que enmienda a la totalidad el tiempo presente, esa que esgrime que cualquier tiempo pasado fue mejor, sino la que añoraba algunas de sus facetas: un cierto sentido de la amistad, de la lealtad o de la individualidad en contraposición a la uniformidad. Las más, no obstante, estaban asociadas al recuerdo de la niñez y juventud: las películas en sesión continua y el Real Madrid de las cinco copas de Europa consecutivas –cine y fútbol fueron, además de la literatura, aficiones predilectas del autor–. No en vano, en un artículo publicado en El País en febrero, Marías hablaba de su primera colección de cromos de la temporada 58-59 y presumía de recitar de corrido la alineación de entonces del equipo merengue. Sí fue un hombre alérgico a los avances de la tecnología y en 2011 seguía enviando por fax los artículos que escribía en su máquina Olympia. Este apego al tiempo que fue nunca lo supieron entender quienes, provistos de sus inevitables anteojeras, leían superficial y capciosamente los textos un tanto heterodoxos de sus últimos años y con sonrojante osadía lo motejaban de pollavieja. Como los mejores autores, respetaba la inteligencia de sus lectores y exigía de ellos la misma atención y sutileza con las que escribía. Y esto, a veces, no resultaba nada fácil: era capaz de escribir subordinadas infinitas tachonadas de digresiones no aptas para esas lecturas que se hacen poco antes de dormir con el objetivo de forzar el sueño.
Marías ha muerto en septiembre, cuando quedan pocas semanas para que conozcamos el nombre del agraciado con el galardón del que era eterno candidato, el Nobel de Literatura. Sus acérrimos solíamos bromear cada año con que este sí, este era el de Marías, pero a medida que se acercaban los días esta boutade –que servía poco más que para identificarnos entre nosotros como pertenecientes a la secta de Marías y compartir nuestra resignación ante la ceguera de los suecos– iba tomando visos de verosimilitud hasta convertirse en una certeza que, una vez otorgado el premio a algún nombre ignoto, veíamos tan ridícula como la de quien la mañana del 22 de diciembre se despierta con la íntima convicción de que le va a tocar la lotería de Navidad.
Es extraña la intensa pena por la muerte de quien no he conocido más que por sus obras, y se siente uno violento usurpando sentimientos que ahora mismo corresponden a familiares y amigos. Pero la literatura, igual que la música o el cine, genera una relación intensa entre autor y receptor de la obra, relación que provoca que en esta tarde del 11 de septiembre de 2022 escriba estas líneas sintiéndome desgajado y privado de quien me ha regalado incontables horas de inmenso goce por las que le estaré eternamente agradecido.
es ingeniero y mantiene un blog (https://carloshort.medium.com/).