Vida y muerte de Stephen Dedalus 

Antes de protagonizar 'Retrato del artista adolescente' Stephen Dedalus era más que un personaje: era el seudónimo con el que Joyce firmaba todo lo que escribía, desde sus relatos hasta las cartas que enviaba a sus amigos.
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En un momento al principio de Ulises, Buck Mulligan le afea a Stephen Dedalus que no se arrodillara para rezar por su madre junto a su lecho de muerte cuando ella se lo pidió. Hay algo terrible en ti, le recrimina, y no le falta razón. No sabemos si en la vida real Joyce se arrodilló o no ante su madre moribunda, lo que sí parece seguro es que trató de consolarla de una forma más personal: leyéndole los siete primeros capítulos, hoy perdidos, de la novela que estaba escribiendo: Stephen Hero. Al parecer, esos capítulos trataban de la infancia y estaban basados en la cercana relación que tenía con ella. Era el verano de 1903, y el editor y profesor Hans Walter Gabler fecha en ese momento el nacimiento de Stephen Dedalus, alter ego del escritor. 

Antes de convertirse en el protagonista de Retrato del artista adolescente, hubo una época en que Stephen Dedalus era más que un personaje: era el seudónimo con el que Joyce firmaba todo lo que escribía, desde sus relatos hasta las cartas que enviaba a sus amigos. El mismo nombre (que alude a san Esteban, uno de los primeros mártires del cristianismo, y a Dédalo, creador del famoso laberinto donde se encerró al minotauro) nos da una idea de cómo se veía a sí mismo por aquel entonces. Era la época de Stephen Hero (Firmamento, 2022), y como indica Diego Garrido, traductor del libro, en ese momento se estaba produciendo en Joyce un trasvase de fe. El escritor se había ido alejando progresivamente del catolicismo para consagrarse a la literatura. No es de extrañar entonces que tratara de consolar a su madre con sus propias palabras. La literatura era lo único en lo que creía.

Stephen Hero iba a ser la primera novela del irlandés. Empezó a escribirla en algún momento de 1903, pero cuando tenía escritas unas mil páginas, se dio cuenta de que no llevaban a ninguna parte. En el verano de 1905 decide abandonarla, y, aunque más tarde reutilizaría algunas partes para escribir Retrato del artista adolescente, muchos episodios, la mayoría autobiográficos, se quedaron por el camino. El valor de Stephen Hero, en ese sentido, es evidente. Pero además tiene interés por ser toda una declaración de intenciones. Por boca de Stephen Dedalus Joyce expone una teoría de la estética, habla de su gusto por dramaturgos europeos como Ibsen o Maeterlinck o de sus ideas sobre el auge nacionalista y el catolicismo. Sabía que se exponía al repudio de sus compatriotas, pero lo aceptaba porque era Stephen Dedalus: mitad creador de laberintos, mitad mártir.

Tras el abandono de Stephen Hero, Joyce se centra de lleno en los relatos que había ido escribiendo en paralelo. Al igual que Virginia Woolf, encuentra en el relato corto el formato más apropiado para la experimentación. Desde entonces hasta el momento en que dio el volumen por terminado (finalmente se publicó en 1914), Joyce no paró de escribir y reescribir lo escrito. El resultado es uno de los mejores libros del siglo xx. Lo curioso es que, como señala Diego Garrido, los relatos de Dublineses no parecen escritos por la misma persona que escribió Stephen Hero. Esto puede parecer una apreciación personal o una forma de hablar, pero contiene más verdad de lo que se podría pensar: cuando Joyce abandonó la novela, dejó de firmar como Stephen Dedalus para empezar a firmar con su propio nombre1.

En los últimos meses, además de la mencionada traducción de Stephen Hero, se ha publicado en España una nueva traducción de Dublineses a cargo de Carlos Manzano (Navona, 2023), una buena oportunidad para comprobar que el libro es mucho más que un mero calentamiento para Ulises –y también mucho más que el célebre relato “Los muertos”–. Tradicionalmente, Dublineses se ha entendido como una colección de epifanías. En cada relato el protagonista experimenta una “manifestación espiritual repentina” a través de la cual descubre algo relevante sobre sí mismo o sobre el mundo. Así, el narrador de “Arabia” se ve de repente como una “criatura movida y escarnecida por la vanidad”; al final de “Los muertos”, Gabriel Conroy llega a ciertas conclusiones sobre la vida… Pero en Joyce las cosas nunca son tan sencillas y si nos quedamos en la superficie nos estaremos perdiendo buena parte de lo que está en juego en cada relato. Cuando el narrador de “Un encuentro” se arrepiente de que su amigo corra en su ayuda porque en su “fuero interno siempre lo había despreciado un poco”, el lector queda algo descolocado, pues hasta entonces la historia se había centrado en el encuentro de los dos menores con un adulto que parece ser un pervertido. No obstante, si nos fijamos en que, para no revelar sus verdaderos nombres, hace creer al desconocido que su amigo se llama Murphy (apellido irlandés donde los haya) y escoge para sí el muy británico Smith, la frase cobra un sentido inesperado. 

Al igual que Ulises, Dublineses se compone de un entramado de detalles que se sostienen los unos a los otros de forma coherente. Su estructura se sustenta en una serie de paralelismos, ecos (la moneda de oro que consigue Corley a través de una criada en “Dos galanes” resuena en la moneda que Gabriel Conroy le da a una de las sirvientas en “Los muertos”) y contrapuntos (por ejemolo, el niño que mira hacia la ventana desde la calle en la primera página tiene su reflejo al final cuando Gabriel Conroy contempla cómo cae la nieve desde la ventana de su hotel). Pero si en Ulises el principal obstáculo es el propio lenguaje, en Dublineses es su aparente nitidez. Todo parece claro, a la vista, hasta que empiezas a sospechar que algunas escenas podrían tener un significado simbólico: el cáliz que se le cae al padre Flynn en “Las hermanas”, la funda del arpa que se le cae al músico hasta las rodillas… E. L. Epstein2 vio en la descripción de Corley uno de los “Dos galanes”, un falo andante, con prepucio y todo: “Tenía una cabeza grande, globular y grasienta; sudaba en todas las estaciones del año y su gran sombrero hongo, ladeado, parecía un bulbo crecido dentro de otro.” Se podría pensar que Epstein está incurriendo aquí en un delirio interpretativo, que está viendo cosas, falos, donde no hay, pero dado que el propio escritor solía decir que Joyce en alemán se dice Freud es perfectamente posible que tuviera razón. 

Un rasgo común de todos los relatos de Dublineses es que eluden una interpretación única. Algunos están deliberadamente inconclusos, acaban en puntos suspensivos o con una frase que, lejos de poner punto final, abre nuevos caminos, nuevas incógnitas. Joyce no teme a las elipsis (“Psa, no es nada” es lo máximo que alcanzamos a saber de qué le ocurrió al protagonista de “La gracia”) y sus frases, aparentemente sencillas, dicen mucho más de lo que parece en una primera lectura. Hasta “¡Derevaun Seraun!”, exclamación delirante que repite la madre de la protagonista de “Eveline” al final de su vida, podría significar “el final del placer es el dolor”, si se tratase de una deformación del gaélico, o “el final de la canción es la locura total”, si lo fuese del irlandés3. Todo ello convierte cada relato en un verdadero desafío para el lector. Joyce dijo que escribió Ulises para tener entretenidos a los críticos durante trescientos años, pero se diría que ese propósito venía ya de mucho antes. 

Otra característica típicamente joyceana que está presente en Dublineses es la intertextualidad. La reescritura, a menudo subversiva, de mitos e historias bíblicas y la alusión a otros libros empezó también antes de Ulises. “Las hermanas” remite a la visita de Jesús a la casa de Marta y María tras el fallecimiento de Lázaro; “Eveline” podría aludir a Evelina, or the history of a young lady’s entrance into the world o a una novela pornográfica de la época victoriana4 (lo que no deja de tener gracia, pues la protagonista parece más bien recatada). Pero si hay alguien presente, aunque sea de forma implícita, desde la primera frase del libro hasta la última, ese es Dante. La alusión a los círculos del infierno aparece en Dublineses en clave paródica (por ejemplo, en “La gracia”), pero también en su faceta más “dantesca”. Tal vez el mejor ejemplo de esto sea “Los muertos”, no en vano Joyce lo escribió durante el infierno autoimpuesto de su exilio. Se ha dicho que su protagonista, Gabriel Conroy, personifica al escritor que habría sido de haberse quedado en Irlanda. También que en este relato Joyce dijo adiós a una forma de escribir. A partir de ese momento, la intertextualidad, lo mítico, tendrán un peso cada vez mayor en su escritura, en detrimento del componente autobiográfico. 

Esta mutación se aprecia bien en la progresión de Stephen Dedalus como personaje. En Stephen Hero, y puede que también en Dublineses5, Stephen toma prestados algunos elementos de la vida del escritor. Después tendrá un carácter cada vez más mítico: en Retrato del artista adolescente, serán los mitos de Ícaro y Dédalo los que se entrelacen con su historia; en Ulises, será el de Telémaco (aunque Stephen tendrá también mucho de Hamlet o de Cristo). Mientras escribía Ulises, Joyce confesó en una carta que el artista adolescente ya no le interesaba tanto como esa personificación del hombre común que es Leopold Bloom. Puede que detrás de esa pérdida de interés hubiera en realidad una falta de fe. Decía antes que Stephen Dedalus nació en el momento en que el escritor dejó de creer en la religión para empezar a creer en su alma artística. Es posible que al final esa fe también acabara por decaer. Desde luego, poco tiene que ver el Stephen de Ulises con el del Retrato. El fallecimiento de algunos de sus amigos en la Gran Guerra y a causa de la violencia en su Irlanda natal pudo hacer que Joyce perdiera la esperanza en lo que el arte podría aportar a la humanidad. Ese pesimismo supura a través de su gran personaje. Lo que pasó después es conocido. La presencia de Stephen Dedalus es cada vez más tenue, hasta desaparecer por completo hacia el final de Ulises. Ahora que acabamos de celebrar el Bloomsday me pregunto si este personaje no merecería también tener su día. Al fin y al cabo, es muy posible que Joyce nunca hubiera llegado a ser el Joyce que conocemos sin él.

  1. Gabler HW, The Rocky Road to Ulysses. En: Gabler HW, Text Genetics in Literary Modernism and Other Essays. Cambridge: Open Book Publishers, 2018; pp. 11-45. En realidad, en esos primeros momentos Joyce utilizaba el apellido “Daedalus”, que cambió más tarde por “Dedalus” para que sonara más irlandés.
    ↩︎
  2. Epstein EL. Hidden Imagery in James Joyce’s ‘Two Gallants’. James Joyce Quarterly 1970; 7(4): 369-370.

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  3. Tigges W. “Derevaun Seraun!”: Resignation or Escape? James Joyce Quarterly 1994; 32(1): 102-104.
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  4. Wicht W. “Eveline” and/as “A Painful Case”: Paralysis, Desire, Signifiers. European Joyce Studies 1997; 7: 115-142.
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  5. Aunque Stephen Dedalus no aparece de forma explícita en Dublineses, algunos han visto a Stephen de niño en el narrador de los tres primeros relatos. Véase, por ejemplo, Magalaner M. The Humanization of Stephen Dedalus. Mosaic: An Interdisciplinary Critical Journal 1972; 6(1): 63-67. 
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es periodista y escritora. Su novela más reciente es Las siete vidas del cangrejo (Editorial Alegoría, 2016)


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