Yo estoy en la imagen, de Miguel Ángel Hernández, escritor y profesor de Historia del Arte en la Universidad de Murcia, existía ya mucho antes de plantearse como libro. Eran textos escritos en los últimos 15 años, nacidos en los alrededores de otros proyectos “mayores”. Los hemos visto publicados en los medios y formatos más diferentes: en revistas de arte, libros de artista, en catálogos de exposiciones, suplementos culturales en páginas web o incluso en las paredes de una galería. Y germinaban también en Infraleve. Lo que queda en el espejo cuando dejas de mirarte (Editora Regional de Murcia) o El dolor de los demás (Anagrama). Muchos están modificados, reescritos, incluso reformados por completo. La cuestión es que estaban en medio de ninguna parte. Hasta que han encontraron el lugar preciso, que no es otro que el hecho de estar juntos en este libro, editado por el sello Acantilado.
Su libro más extraño, asegura…
Sí, porque el lector encontrará ensayos, memorias, narraciones de no-ficción, narraciones de ficción, textos híbridos… diferentes formas e incluso estilos. Diferentes formas textuales que, sin embargo, están atravesadas por obsesiones y temas que se repiten –duelo, memoria, tiempos entrelazados, ruinas del futuro, la ética de la mirada– y que, sobre todo, están hiladas por una misma cuestión: la intuición de que para experimentar una imagen es necesario habitarla, dejarse tocar por ella, estar en ella.
¿Dónde se ha sentido más cómodo?
Creo que es precisamente en ese camino de en medio en el que me siento más cómodo, en el lugar en el que ensayo y narración, ficción y realidad, memoria y observación de la realidad se dan la mano, en ese intersticio que me permite explorar, probar… ensayar.
Y uno de sus mejores trabajos, y mire que ya van unos cuantos buenos…
No sé si será uno de los mejores, pero sí que me siento muy contento con el resultado. Algunos de esos textos surgieron después de muchos meses de trabajo y dedicación. Muchos pasaron desapercibidos porque se publicaron en catálogos de artista que nadie ha leído. En cierta manera tenía también una deuda con ellos, con todo ese trabajo y esos hallazgos que estaban en una especie de limbo, a la espera también de lectores.
Le acompaña el tema de la muerte de sus padres, la memoria… La dedicatoria a sus padres es clave. ¿Es Yo estoy en la imagen una especie de culminación?
No sé si será una culminación, porque uno difícilmente escapa de sus obsesiones, pero sí que cierra algunas cuestiones y líneas que había tratado desde la ficción. O más que cerrarlas –nunca nada se cierra del todo–, las modula y en ocasiones hasta las lleva hacia otro lugar, les da una vuelta… insiste sobre ellas. Esta es, tal vez, la idea que me gustaría apuntalar: la insistencia. Vila-Matas ha escrito mucho sobre ella. Nunca terminamos de solucionar un problema, sino que insistimos sobre él. Y creo que aquí es lo que hago. Insistir sobre el duelo, sobre la biografía, sobre la memoria. Y hacerlo de un modo diferente al de la novela o el ensayo, desde un lugar intermedio y con la ayuda de las imágenes. La dedicatoria conjunta a la memoria de mis padres, aun a pesar de haber sido tema de muchos de mis libros, la tenía pendiente. Y aquí es también una clave de lectura. Están presentes –en su ausencia– en muchos de los capítulos del libro.
Torrente Ballester decía que la literatura confiere al mundo los desenlaces de los que este carece.
En cierta manera, la literatura nos sirve para generar sentido a lo que, en realidad, no lo tiene. Porque la vida no tiene narrativa. Pero necesitamos inventar una. Y ese relato que nos damos y que damos a los demás es lo que configura nuestra experiencia de la realidad. Necesitamos historias para comprender la vida. Y aún más para comprender la muerte.
¿De no haber expresado el duelo, quizá no habría podido enfrentarse a sus otros libros?
Puede ser, sí. En realidad, el duelo por la muerte de los padres está presente y se filtra en mucho de lo que he escrito, pero nunca he llegado a escribir “el libro de duelo por los padres”. En los diarios hay una presencia en varios momentos. En Cuaderno […] duelo hay un cuento sobre la muerte de mi madre y otro sobre la muerte de mi padre. En El dolor de los demás su muerte aparece de fondo. Y en estos textos el duelo se filtra en la experiencia de ciertas imágenes, que hacen emerger el recuerdo. Pero, como decía, no he escrito un libro explícito dedicado a ellos. En lugar de eso, el duelo y la memoria se han filtrado en los demás libros y textos que he escrito. Se podría decir que es “mi tema”. Aunque no haya sabido escribir el gran libro pendiente. Al menos, me quedan las dedicatorias.
¿Cómo ha sido el proceso de creación?
La génesis es muy sencilla. Durante los últimos años, mientras escribía mis novelas y mis ensayos académicos, escribía estos textos que para mí eran una especie de laboratorio. Se publicaron en los medios y formatos más diferentes: en revistas de arte, en libros de artista, en catálogos de exposiciones, en suplementos culturales en páginas web o incluso en las paredes de una galería. Un laboratorio formal y también un laboratorio de ideas. Textos libres que disfrutaba escribiendo, pero que luego no encontraban un lugar preciso. Estaban en medio de ninguna parte. Un día miré hacia atrás y vi que ahí había algo que podía funcionar. Se los envié a mi agente, Marina Penalva, y ella fue quien me animó. Fue la primera que vio ahí un libro. Después llegó el trabajo de armarlo todo, pensarlo, darle un sentido. Y ahí ayudó también bastante la visión de Sandra Ollo. El caso es que todos esos textos sin lugar encontraron el lugar preciso, que no era otro que el hecho de estar juntos en este libro.
Cómo las palabras, las imágenes, el arte, llenan nuestra memoria y nos ayudan a asumir el duelo…
Las palabras y las imágenes –también los objetos– son la clave para recordar a quienes ya no están. Las historias que contamos, las fotografías que conservamos, el resto material de una vida que se fue. De algún modo, necesitamos todo eso para no olvidar del todo, pero también pueden tener un peligro, que es quedarnos a vivir en ellos, que se conviertan en un nuevo hogar y no sepamos mirar al futuro. Es el peligro de la melancolía, donde el objeto y la palabra del pasado son más fuertes que la vida del presente. Eso nos inmoviliza. Así que necesitamos palabras e imágenes, pero también debemos darles un sentido y avanzar hacia delante.
¿Nos explican los recuerdos?
Somos lo que recordamos, aunque en algún momento Lacan dijera que “ser no es más que olvidar”. Somos memoria. Pero la memoria es siempre una construcción que hacemos desde el presente. Así que eso que somos es también una ficción, un relato que nos damos, muchas veces de modo inconsciente.
¿De qué forma el pasado determina el presente?
De todas las formas. No hay presente sin pasado. De hecho, la estructura del tiempo es compleja. El pasado siempre está reverberando en cada instante del presente. No es posible establecer un corte. Toda experiencia del presente es ya pasado, aunque sea de un microsegundo. Percibimos –si por percibir queremos decir interpretara el mundo en diferido.
El instante. Lo que queda en el espejo tras mirarte parece que queda en el olvido y, sin embargo, sigue en nuestra memoria…
Lo que queda en el espejo cuando dejas de mirarte, el subtítulo de mi primer libro de cuentos. Habla precisamente de todas aquellas cosas que no podemos ver pero sabemos que están ahí, de todo aquello que no es cuantificable, medible, apresable, pero existe. Es una medida simbólica, poética incluso, de la realidad. ¿Qué queda en el espejo de nuestra mirada? Nada, claro. Nada tangible. Pero sí que hay una presencia poética. Algo estuvo allí. De algún modo. Y si lo recordamos ese algo adquiere un peso en nuestra experiencia.
¿Entre dos instantes perceptibles siempre hay uno imperceptible?
Percibir, como decía, siempre es interpretar, aunque sea inmediatamente. El propio “instante” es una interpretación, un recorte de una sucesión continua que nosotros decidimos interpretar como algo diferente. En una realidad, no existe más allá de nuestra capacidad para identificarlo como tal. Así que todo instante, por verlo como tal, es siempre perceptible.
Pérez Galdós en Fortunata y Jacinta: “Por doquiera el hombre va lleva consigo su novela”. ¿Todos llevamos un libro en nuestro interior?
Todos llevamos historias. No una, sino cientos. Pero no todas las historias tienen por qué acabar en la forma de libro. De hecho, no deberían. Hay historias que se quedan en la barra de un bar, en el asiento de un taxi o en la cola del pan. No siempre se convierten en libro. No hace falta.
Walter Benjamin, Roland Barthes, Sontag… Sus obras siguen teniendo una actualidad extraordinaria
Son autores infinitos. Vuelvo a ellos una y otra vez. Cada vez que los leo me dicen algo diferente. Y, sobre todo, vuelvo a ellos porque su prosa es espectacular y emocionante. Son escritores con mayúscula. Pero es cierto que también hay que saber “cuándo” escriben. Debemos situar las obras en su contexto y saber que no se trata de una filosofía universal y para todos los tiempos. El mundo ha cambiado mucho. Aun así, algunas ideas nos sirven hoy, reformuladas y moduladas, para entendernos y entender nuestra relación con las imágenes.
Cuánto expresa esta frase de Benjamin: “Sólo concebimos la felicidad en el aire que una vez respiramos”…
En realidad, esa frase es la primera mitad de una de las Tesis sobre la historia (la número dos), pero Benjamin no se queda ahí. Porque eso sería decir que sólo hay felicidad en el pasado. Para él, algo de ese aire sigue en el presente, nos toca y nos habita. Dice: “¿Acaso no nos roza a nosotros también una ráfaga del aire que envolvía a los de antes?”. Es decir: el pasado sigue aquí con nosotros. Y con él, la posibilidad de redimirlo, de transformarlo. En realidad, Benjamin defiende que el aire de pasado sigue estando aquí, de un modo u otro, también como esa mirada invisible depositada en el espejo.
Es un libro que habla de pérdidas, pero también de ganancias, y con ganancias me refiero a lograr esa especie de salvación que necesitamos
Habla de pérdidas, pero también de encuentros, y sobre todo de responsabilidades, como por ejemplo las que todos tenemos como espectador. Nos dicen que los medios nos manipulan, que ya no vemos nada, que estamos ciegos. Y nos victimizan a quienes en realidad no queremos ver. El libro apunta hacia la necesidad de tomar partido cuando decidimos mirar o cerrar los ojos. Y también habla de futuros posibles, sobre todo en algunos textos de ciencia ficción que buscan preguntarse por lo que nos quedará de la memoria, de las imágenes y de nosotros mismos en los próximos años, qué ganaremos y también qué perderemos.
Tras esta reunión de textos tan dispares, ¿qué le interesa de la literatura?
Me interesa todo. A veces creo que demasiadas cosas. Por eso cuando entro a alguna librería acabo arruinado. Porque me interesan cuestiones sobre las que estoy escribiendo, pero también sobre las que he escrito, que siempre las acarreo. Si alguien entrase en mi biblioteca descubriría libros de filosofía, novelas, ensayos sobre arte, sobre sexo tántrico, apariciones marianas, satanismo, control mental, historia política, espiritismo, música… qué sé yo, de todo.
Recuerdo que Tatiana Abellán le pidió, no hace mucho, su microbiografía en seis palabras. “Siempre he buscado el mismo lugar”, le dijo usted. ¿Lo sigue buscando?
Sigo en lo mismo, sí. Aunque cada vez más voy intuyendo que ese lugar tal vez sea precisamente el de la propia búsqueda. Buscar un lugar también es un lugar.
Empieza uno tratando de averiguar el escritor que quiere ser y acaba descubriendo el escritor que puede ser, dice Martínez de Pisón en Ropa de casa, ¿Ha llegado a esta conclusión también?
Pisón es un sabio. Y es cierto que entre el escritor que uno quiere ser y el que puede ser hay una distancia abismal. Pero que haya distancia no significa que no exista un camino. De hecho, el escritor que uno puede ser, en el fondo, depende mucho del escritor que uno quiere –o ha querido– ser.
Nieves B. Jiménez es periodista y escritora.