La fiebre de la literatura ecuatoriana

Históricamente, la literatura ecuatoriana no ha tenido la notoriedad de otras de la región. Hoy goza de una gran vitalidad, gracias a una serie de obras extraordinarias escritas por mujeres.
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La manera más rica de entender la tradición, afirma el británico Raymond Williams, es cuando la pensamos selectivamente. Es decir, cuando escogemos una vertiente que resulte poderosa para operar dentro de una definición o una identificación cultural y social. Al terminar de leer Fiebre de carnaval (La Navaja Suiza, 2022), la primera novela de la poeta y escritora Yuliana Ortiz Ruano (Limones, 1992), me pregunté por la tradición en la que insertaría esta obra, ya que escogerla implica también dar una interpretación de la literatura ecuatoriana contemporánea.

Podría decir que Ortiz Ruano viene de la tradición de narrativas afroecuatorianas cuyo representantes más conocidos son Adalberto Ortiz (1914-2003), autor de Juyungo (1941), novela del realismo social que puso en el mapa de la literatura ecuatoriana (y regional) la cultura de los pueblos negros de Esmeraldas, provincia del noroeste del país, y Nelson Estupiñán Bass (1912-2002), cuya obra poética, ensayística y novelística fue de gran influencia en el movimiento panafricanista de mediados del siglo pasado. Ortiz Ruano seguiría también los pasos de Luz Argentina Chiriboga (1940), escritora esmeraldeña que fue homenajeada en el encuentro de la Asociación de Ecuatorianistas por su prolífica trayectoria. Chiriboga expone con una sensibilidad profunda la situación de la mujer en su provincia, e introduce temas como la violencia de género y el control de la natalidad. Sus novelas más conocidas son Bajo la piel de los tambores (1991), Jonatás y Manuela (1994) y En la noche del viernes (1997).

Narrada en primera persona, Fiebre de carnaval es la vida de Ainoha, una niña de ocho años que se hace adolescente al ritmo de la salsa que oye en la casa de su abuela “mama Nela”, donde viven su madre, su padre y sus tías. Todos pertenecen a la clase media esmeraldeña. La casa está entre los barrios de La Guacharaca y 20 de noviembre: “Hay algo tejido entre esas dos lomas que nos empanan, algo innombrable que nos deja en la mitad del desborde de la delincuencia y la comemierdería”.

Ainhoa cuenta la vida de su familia que migra de las islas del norte hacia la capital de la provincia. Describe escenas rurales de las fiestas celebradas a San Martín de Porres, y se mete de cabeza en el frenesí del carnaval esmeraldeño en los barrios más pobres de la ciudad; ofrece así un panorama amplio y personal de la pobreza, el olvido y la rica cultura musical de la zona. La salsa es un fuelle que atiza la llama de una prosa azul-rojiza, en la que se combinan escenas muy crudas, otras dolorosas y otras cargadas de humor. Esta niña lectora y perspicaz describe a sus tías “negrísimas” –un “mujerío”– a las que llama “ñañas”, y devela un universo femenino amenazado, violentado y pautado por hombres. A la casa familiar cada tanto llega su abuelo, “papi Chelo”, el patriarca y el terror de las mujeres de la familia.

Ortiz Ruano se alinea, por supuesto, con la brillante línea de narradoras ecuatorianas de este siglo. Mónica Ojeda (Guayaquil, 1988) es quien abre las puertas al grupo de voces nuevas y desafiantes que pueblan el horizonte de la literatura ecuatoriana contemporánea. Nefando (Candaya, 2016) explora desde el lugar oscuro de la “deep web” el incesto. Ahí radica la agudeza de Ojeda. Al abordar el incesto desde la red oculta, Ojeda permite a sus protagonistas adueñarse de la narrativa de aquello que les sucedió y resignificarlo. Ojeda hace una propuesta literaria que salta las reglas del juego: las literarias, porque las víctimas usan imágenes; las de la ley que no condena el incesto por ser “violencia doméstica”; e incluso las del tabú, porque lo muestra como fundamento de la cultural patriarcal. En Mandíbula (Candaya, 2018), Ojeda narra la historia de una joven y su maestra en situación de encierro. Un secuestro provoca una relación perturbadora entre las protagonistas y explora lo abyecto en la cultura de nuestro tiempo.

Los dos volúmenes de cuentos de María Fernanda Ampuero (Guayaquil, 1976) –Pelea de gallos (Páginas de espuma, 2018) y Sacrificios humanos (Páginas de espuma, 2021)– también ofrecen una exploración descarnada del incesto, de las relaciones familiares, de las complejidades de la conformación de subjetividades en una sociedad como la guayaquileña. El incesto en Ampuero, como en Ortiz Ruano y Ojeda, es una forma concreta de vida, una manera eficaz de someter a las mujeres jóvenes, de hacerlas sentir que son solo valor de uso y de cambio. Estos relatos ofrecen una mirada aguda hacia el ejercicio de la violencia y la dominación perversa de padres y abuelos, tema presente y solapado en la sociedad.

Aunque con estilos muy distintos y marcados por la musicalidad de la región de donde nace el ritmo de su prosa, Ortiz Ruano tiene mucho en común con otras narradoras que forman parte de este paisaje literario. Con Natalia García Freire (Cuenca, 1991) –autora de Nuestra piel muerta (La navaja suiza,2019) y de Trajiste contigo el viento (La navaja suiza, 2022)–, Ortiz Ruano comparte un apego a la armonía de las palabras pautada por la naturaleza, en este caso por los árboles –el capulí en la zona cuencana, el guayabo en la zona esmeraldeña– que rodean y dan cobijo a las protagonistas. Con la obra de Daniela Alcívar Bellolio (Guayaquil, 1982) –Siberia (2018) y Lo que fue el futuro (2022), ambas editadas por Candaya)– comparte una prosa intensa, tan rica en imágenes que por momentos parece poesía pura, aunque los referentes geográficos y familiares a los que alude cada autora son tan distintos como lo son la costa y la sierra ecuatorianas. Respecto a Gabriela Ponce Padilla (Quito, 1977) –Sanguínea (Candaya, 2019)– y a Julia Rendón Abrahamson (Quito,1978) –Lengua ajena (De Conatus, 2022)– tiene en común la soltura y el desparpajo para hablar de las relaciones personales, aunque Ortiz Ruano lo hace desde la mirada ingenua y perspicaz de una niña. Por último, vale mencionar a Solange Rodríguez Pappe, (Guayaquil, 1976) autora de La primera vez que vi un fantasma (Candaya, 2018), que coincide con la autora en la elaboración de un universo extraño en el que la realidad y lo fantástico aparentan ser lo mismo.

Menciono aquí solo algunas autoras de este casi primer cuarto siglo XXI e incluyo sus obras más relevantes. Todas muestran que la escritura, aunque aparenta acontecer en solitario, es un acontecimiento profundamente colectivo. Al escribir, cada autora explora su subjetividad frente a un paisaje natural y social. ¿Cómo? Escuchando quizás alguna melodía; negociando la idea que surgió de alguna lectura o de alguna conversación; retorciendo una experiencia o un recuerdo para hacerlo ficción; transformando las palabras de otros en propias; escuchando el ruido de lo literario alrededor; tallereando un texto en comunidad; exorcizando la realidad para convertirla en arte y, así, descubrir –lo mejor posible– aquello que se quiere decir. Todo eso hace de la escritura un acontecimiento colectivo. ¡Qué tiempo maravilloso viven las letras ecuatorianas! La novela de Ortiz Ruano es parte de este período de esplendor. La tradición de la literatura ecuatoriana, que históricamente no ha tenido notoriedad si se la compara a la de otros países de la región, ahora muestra una vitalidad y una fuerza narrativa impresionantes.

Que la vertiente más fuerte de la tradición en la que se ubica esta obra esté en el teclado de mujeres no es extraordinario, pero su literatura sí lo es. Que sean mujeres quienes han puesto a las letras ecuatorianas en el mapa de la literatura escrita en español no es extraordinario, pero sus obras sí lo son. Que las mejores historias del Ecuador contemporáneo sean de un tono íntimo no es extraordinario, pero la prosa con la que se narran estas historias sí lo es. Extraordinario es que las historias de mujeres que sobreviven la violencia de los espacios más íntimos sean los temas literarios del momento, en el contexto de un país atravesado por desigualdades, violencias y dolor. Extraordinario es que este tipo de violencia aparecía naturalizada hace poco en otras tradiciones literarias del país. Por fortuna, ahora jóvenes como Yuliana Ortiz Ruano tienen cabida en una tradición literaria robusta por su uso de lenguaje, dinámica, diversa, desenfadada, en la que no tienen que justificar lo que escriben, porque su literatura las legitima. ~

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(Quito) es profesora del Departamento de Español y Portugués de la Universidad de Austin.


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