George Orwell escribe una necrológica de Rudyard Kipling

Rudyard Kipling murió en enero de 1936. George Orwell quiso reconocer al escritor que fue tan importante en su infancia, al que le afea haber prestado su genio al colonialismo.
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Rudyard Kipling era el único escritor inglés popular en este siglo que no era al mismo tiempo un escritor totalmente malo. Su popularidad, por supuesto, pertenecía esencialmente a la clase media. En la familia de clase media típica antes de la guerra, especialmente en las familias anglo-indias, tenía un prestigio al que no se acerca ningún escritor de la actualidad. Era una especie de dios doméstico con el que uno crecía y que uno daba por sentado, al margen de que le gustara o no. Por mi parte yo adoraba a Kipling a los trece años, lo detestaba a los diecisiete, lo disfrutaba a los veinte, lo despreciaba a los veinticinco y ahora más bien lo admiro otra vez. Lo único que resultaba imposible, si lo habías leído, era olvidarlo. Algunos de sus relatos, “La extraña galopada de Morrowbie Jukes”, “Tambores de guerra” y “La marca de la bestia” son tan buenos como puede serlo ese tipo de relato. Además, están extraordinariamente bien contados. Porque la vulgaridad de su estilo es un fallo superficial; en las cualidades menos obvias de la construcción y la economía es supremo. Después de todo (véase el Times Literary Supplement), es mucho más fácil escribir prosa inofensiva que contar una buena historia. Y su poesía, aunque se ha convertido casi en un sinónimo de malo, tiene la misma cualidad peculiarmente memorable.

He perdido Bretaña, he perdido la Galia,

He perdido Roma y, lo peor de todo,

He perdido a Lalage

quizá sea solo una cancioncilla, y “En el camino a Mandalay” puede ser algo peor que una cancioncilla, pero “se quedan contigo”. Te recuerdan que se necesita un ramalazo de genio hasta para convertirse en un sinónimo de algo.

Lo que resulta mucho más desagradable de Kipling que sus tramas sentimentales o sus vulgares trucos estilísticos es el imperialismo al que decidió prestar su genio. Lo máximo que se puede decir es que cuando tomó esa decisión era más perdonable de lo que sería ahora. El imperialismo de los años ochenta y noventa era sentimental, ignorante y peligroso, pero no era totalmente despreciable. La imagen que la palabra “imperio” evocaba en esa época era un cuadro de oficiales agotados y escaramuzas fronterizas, no de lord Beaverbrook y mantequilla australiana. Todavía era posible ser un imperialista y un caballero, y no puede haber duda de la decencia personal de Kipling. Merece la pena recordar que era el escritor inglés más popular de nuestra época, y que probablemente nadie evitó de forma tan consistente convertir su personalidad en un espectáculo vulgar.

Si nunca hubiera recibido la influencia del imperialismo, y si se hubiera convertido, como bien habría podido hacer, en un autor de canciones de music-hall, habría sido un escritor mejor y más entrañable. En el papel que escogió, uno se veía forzado a pensar en él, cuando había crecido, como un hombre de un genio extraño y retorcido. Pero ahora que está muerto yo al menos no puedo evitar el deseo de ofrecer algún tipo de tributo –una salva de armas, si fuera posible– al narrador que fue tan importante en mi infancia.

 

New English Weekly, 23 de enero de 1936.

Traducción de Daniel Gascón.

 

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(1903-1950) fue ensayista y novelista. Entre sus obras más conocidas están Homenaje a Cataluña, Rebelión en la granja y 1984.


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