Retrato de José Joaquín Fernández de Lizardi.

Risa

Nada mejor para conocer a alguien que saber de qué se ríe, y lo mismo se puede aplicar a un tiempo. No pocos textos contemporáneos muestran a una Latinoamérica que sigue riéndose, aunque no le sobren motivos para hacerlo.
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Esta es la cuarta entrega de Palabras latinoamericanas, una serie que busca entender el presente de la región a través de la literatura, y viceversa, a partir de palabras clave.



De las muchas mentiras que se repiten sobre la literatura latinoamericana, la de que no tiene sentido del humor es una de las más verdaderas. Este reproche suele ser inmediatamente refutado con los nombres de los dos o tres autores cuya obra, vaya a saber si de manera voluntaria o involuntaria, provoca risa. Pero las parodias y las burlas a la solemne identidad nacional de Ibargüengoitia, las breves ironías de Monterroso o los ingeniosos juegos de palabras y las cultísimas referencias inesperadas de Cabrera Infante no bastan para compensar dos siglos de retórica rimbombante, de elevadas intenciones espirituales y de urgentes denuncias contra las más terribles injusticias. Aunque uno tenga la risa fácil, la verdad es que el número de poetas atormentados o de mecánicos vanguardistas supera por mucho el número de humoristas, siempre y cuando no entren en la cuenta los despistados y despiadados practicantes del humor involuntario, que tristemente equilibrarían las cosas.

No obstante, el panorama no es tan serio, al menos si partimos de la base de que, si el humor siempre es un malentendido que se muestra, la seriedad es uno que nunca se aclara. La verdad es que muchos de los autores y las obras más importantes de la literatura latinoamericana son humorísticos, o al menos lo son también, pues parece que si alguien o algo hace reír ya no puede hacer nada más. Encima, no está de más de recordar que la novela latinoamericana se inaugura con El Periquillo Sarniento y la autobiografía con las Memorias del padre Mier, dos obras cómicas, la primera por decisión y la segunda por fatalidad, lo que no deja de ser una clasificación útil para los humoristas. Fueron los homenajes, los estudios críticos con innumerables notas al final del libro y los discursos pronunciados al inaugurar una feria del libro o una planta de tratamiento de aguas negras los culpables de propagar la idea de que leer es una actividad trascendental y revolucionaria, pero no divertida. Así, al tímido lector primerizo o al pedante lector experimentado no se les ocurriría sonreír ante un cuento o ensayo de Borges, por ejemplo, cuando el conocimiento esencial para leerlo no es conocer a Plotino o a Burton, sino saber reír.

Borges, a decir de Bolaño, es sobre todo un humorista, y lo mismo podría decirse de Los detectives salvajes, ese hermoso y extenso chiste lírico sobre la juventud perdida. A partir del momento en que se decide que es posible leer literatura y reír, o incluso leer literatura para reír, el respetable oro en que están fundidos los versos más inmortales de las letras latinoamericanas puede convertirse en algo más refrescante, subversivo y perecedero, como un epigrama escrito en un baño público que nadie se atreve a borrar. Liberados de la tiranía de la seriedad, es posible leer la literatura latinoamericana con el ánimo despuesto a reír cuando haya algún verso, párrafo, capítulo o libro capaz de romper el pacto de la solemnidad que los malos maestros de literatura hacen firmar a sus alumnos al obligarlos a memorizar poemas de Gutiérrez Nájera, un gran humorista, por cierto, cuando quería.

Y vaya que entre las bromas metafísicas de Borges y las parrandas poéticas del realismo visceral hay motivos para sonreír, incluso en los lugares menos esperados: en la folclórica novela criollista, por ejemplo, el choque de la realidad del campo venezolano con la teoría civilizada del joven Santos Luzardo en Doña Bárbara es hilarante, y lo mismo puede decirse de La tía Julia y el escribidor o de Pantaleón y las visitadoras, de Vargas Llosa, escritas en los años más ilegibles del boom; de la obra de Manuel Puig, que construyó su literatura contestataria a partir del humor y la ternura, o de la obra de Nicanor Parra, tan necesariamente cómica, que restituye a la poesía la faceta desacralizadora y por tanto rebelde. Incluso las corrientes en las que el sentido del humor brilla por su ausencia ponen de su parte: nada más apropiado para la parodia que lo que no sabe reírse de sí mismo. La novela de la Revolución mexicana, a la que de por sí el humor no se le daba muy bien –y para colmo ridiculizada sin misericordia y sin querer por los políticos priístas–, fue carne de parodia para Ibargüengoitia en Los relámpagos de agosto, y años más tarde para Álvaro Enrigue en Decencia.

Los ejemplos podrían seguir –con la simpatiquísima Ciudades desiertas de José Agustín, con las mil bromas de Palinuro de México o con Adán Buenosayres, algo más y algo menos que “nuestro” Ulises– hasta alargar el chiste, pero en lugar de practicar un ejercicio de risible erudición continuado hasta el presente sería más interesante reflexionar sobre qué le causa gracia a nuestra época. Nada mejor para conocer a alguien que saber de qué se ríe, y lo mismo se puede aplicar a un tiempo. En una primera impresión, parecería que nuestra época es ridícula sin moderación –todas lo son, vistas a la distancia– y que, a pesar de ello, o precisamente por ello, la risa no es su mayor virtud. Pero si no sabemos reír, y mucho menos reírnos de nosotros mismos, alguna gracia debemos de tener.

Una de las particularidades de estos años, como lo saben quienes entren regularmente a las redes sociales, es la tendencia a victimizarse. No cabe duda de que hay personas y colectivos a los que no les faltan motivos para el reclamo, aunque la victimización, curiosamente, les está vedada, pues esta es un proceso por definición inaccesible a las verdaderas víctimas. Cuando se recuerda que López Obrador o que Trump –el hombre más poderoso de México y el hombre más poderoso de Estados Unidos, que se tomó un respiro de cuatro años– son campeones de la victimización y que dedican buena parte de su estrategia comunicativa a mostrar cómo el mundo injusto se confabula contra ellos para manchar su prístina reputación, queda claro hasta dónde puede llevarse la victimización y, vistos los resultados y las encuestas de popularidad, lo eficiente que resulta como estrategia comunicativa. Hay autores que, compadecidos de sí mismos, la transformaron en subgéneros tan populares como la novela de duelo y la autoficción más quejumbrosa.

Ocupados en mostrar en primera persona todo lo que se sufre –y habiendo olvidado por completo la explotación laboral de las minas de Potosí o las tragedias del campesinado latinoamericano para concentrarse en la durísima vida del aspirante a escritor–, estos autores no se mostraban muy interesados en el humor, no por nada personal, sino porque no encontraban ningún motivo para reír. Piénsese en la novela de duelo: un libro dedicado a la muerte de un ser querido no se presta para las carcajadas, y si bien es cierto que en los velorios se cuentan los mejores chistes, estos no suelen salir de la boca de la viuda o del huérfano. O en la autoficción del aspirante a artista: entre becas rechazadas, premios no ganados y libros no vendidos, lo que menos tendrá ganas de hacer el escritor frustrado será reír, más aún cuando recuerde que los jurados suelen preferir la tragedia a la comedia. Sin embargo, como parece ser que el humor está condenado a serlo en la literatura latinoamericana, hay excepciones, y estas muestran que la solemnidad y la autocompasión no tienen por qué ser el destino inevitable de ningún género.

Tal es el caso, por ejemplo, de Efectos personales (2022), de la argentina Marina Mariasch, en el que narra la vida y el suicidio de su madre, además de su primer año como huérfana. Sobra aclarar que de ninguna manera se trata de un libro humorístico, sin embargo, es un libro repleto de humor, lo que tampoco resulta tan extraño si se toma en cuenta que, según la autora, fue escrito “para evadir el imán de la muerte”, y la mejor forma de lograr un objetivo tan ambicioso es riéndose un poco, sobre todo de sí misma y del personaje en que se convirtió a raíz del suicidio de su madre. Para dar una idea de la mezcla entre humor negro e ironía que impregna el relato de Mariasch, valga la siguiente reflexión y rápido repaso de las escritoras suicidas: “¿Por qué se matan las mujeres? ¿Escribir las mata? ¿O las salva de no morir antes? Ante la cruel encrucijada entre el amor y la angustia tienen la escritura. Se internan en el mar con los bolsillos cargados de libros-piedras, o se toman el elixir del dulce sueño que evocaron, se disparan pistolas de nácar, o respiran la fresca brisa que brota del horno apagado”.

También hay una escritura desesperada en Diario del dinero (2020), de Rosario Bléfari, en el que cuenta su vida precaria como escritora y música en una Buenos Aires siempre en crisis, sin caer en ningún momento en la autoconmiseración. Bléfari anota obsesivamente sus gastos y sus ingresos, en un permanente estado de cuenta bancaria que de gracioso no tiene nada. Encima, está enferma de cáncer, del que moriría poco después, y tiene una hija pequeña. No obstante, en lugar de abandonarse al lamento rutinario del artista precarizado, en su caso en circunstancias especialmente agobiantes, Bléfari convierte su desesperación en un registro cuantitativo de la vida diaria, que se va en gastar en un café con una medialuna lo que se ganó por publicar un reportaje. El absurdo se lleva al límite de forma tal que, al igual que en Efectos personales, acaba dando risa, una risa culpable y angustiada, incómoda y temerosa, que es una de las mejores risas que la literatura puede provocar.

Existe una queja constante –victimista, claro, para asegurar la contemporaneidad–, según la cual ya no se puede hacer chistes sobre nada, pues el humor misógino, racista, homofóbico y clasista ya no se celebra como en sus buenos tiempos. La queja, por fortuna, tiene algo de verdad, y deja al descubierto que el humor no solo tiene un potencial subversivo –el pueblo burlándose del poderoso en el carnaval–, sino que también se ha empleado para ejercer una violencia opresiva. Esta sensibilidad esgrimida ante todo por las nuevas generaciones –aunque más bien habría que hablar de una mínima decencia– ha tenido una influencia clara en la literatura y es posible percibir un cambio drástico en unos pocos años.

Recuerdo cuando leí La marrana negra de la literatura rosa (2010), del mexicano Carlos Velázquez; el libro me encantó y me hizo reír mucho. Sin embargo, hoy releo alguno de sus cuentos y, lejos de hacerme sonreír, me contrarían. Releo, por ejemplo, “No pierda a su pareja por culpa de la grasa”, y encuentro una serie de chistes rudimentarios sobre los gordos o –para yo también sentirme contemporáneo– un texto gordofóbico, que perpetúa los estereotipos sobre los cuerpos no hegemónicos. Podría decirse que Velázquez pretende denunciar esos estereotipos, de la misma forma en que antes había desmitificado la más hiperbólica cultura norteña, pero la verdad es que la línea entre parodia y homenaje o entre denuncia y repetición de lo que se pretende denunciar ni siquiera es delgada: no existe. Pero si el humor de los cuentos de La marrana negra a mi parecer envejeció mal, el de sus crónicas es cada vez más interesante. Velázquez se dio cuenta de que la clase política se ridiculiza tanto a sí misma que la sátira resultaría reiterativa, que la literalidad imperante no se presta para ironías finas y que la ficción es leída cada vez con mayor sospecha, por lo que el reducto del humor estaba en la autobiografía: El pericazo sarniento, conjunto de crónicas en que cuenta su adicción a la cocaína, resulta esencial para entender la Latinoamérica contemporánea y todas esas cosas urgentes, pero, ante todo –y es lo que más nos interesa en este texto–, es patéticamente divertidísimo.

Quien mejor ha convertido su vida en literatura humorística –en su caso por fatalidad y no por decisión, recuperando una distinción establecida algunos párrafos arriba– es el mexicano Daniel Saldaña París. Lo hace en sus novelas, como en El nervio principal (2018), en la que recupera la noción original de autoficción y a partir de ciertos elementos reales identificables con su propia vida –su infancia, en este caso– construye una trama que discretamente se vuelve desquiciante, y lo hace sobre todo en las crónicas autobiográficas de Aviones sobrevolando un monstruo (2021). En principio, estas podrían leerse como la queja consuetudinaria del joven escritor indignado porque sus poemas no son un bestseller, pero Saldaña París cuenta con la extrañísima virtud en estos tiempos de saber reírse de sí mismo, a veces hasta la crueldad.

De esta forma, tenemos a un cronista que practica la cetrería, a uno que persigue la sombra de Malcolm Lowry por las ruinas de Cuernavaca, a uno que en sus tiempos universitarios en Madrid organiza una piñata con vísceras de animales en homenaje a Bataille o a uno que sin darse mucha cuenta se vuelve drogadicto en Montreal y hace un tour por los diferentes centros de rehabilitación. Las crónicas, como se puede ver, son versátiles, pero todas comparten una misma sensibilidad cercana a la de Bryce Echenique, uno de nuestros humoristas más queridos: la de la risa melancólica de quien sabe que nada tiene remedio, empezando por uno mismo. Además, en lugar de confirmar su poder al burlarse de cualquier colectivo históricamente violentado, Saldaña París se muestra frágil y desde esta fragilidad mira el mundo, siempre dispuesto a pasarle por encima pero, también –después de varias escenas verdaderamente hilarantes narradas mediante ingeniosos aforismos–, a ofrecer alguna posibilidad de reconciliación si se está dispuesto a afrontar la verdad, siempre de la mano de una risa inclemente. Esta posibilidad surge de su peculiar concepción de la literatura, la cual, en sus propias palabras, “tiene esos milagros: uno puede volver a una escena del pasado y observarla, de pronto, con la mirada del testigo; un testigo capaz de compasión y risa”.

Nadie pone en duda los milagros de la literatura a los que se refiere Saldaña París, pero no ha sido en ella –o al menos no en sus soportes tradicionales– donde se han dado los mayores cambios en el sentido del humor; de hecho, si la forma de reír ha cambiado en alguna parte, ha sido en las redes sociales. Por un lado, su efectismo, su inmediatez y su propensión al grito en el cielo y el golpe de pecho han obrado en contra de la ironía, cuya resolución exige un mínimo de calma, complicidad y atención; pero, por otro, han inaugurado una novedosa clase de humor, sintetizado en el meme –un nuevo género por derecho propio–, basado en la dislocación, la cita absurda, el contraste, lo grotesco, la superposición de significados y la parodia y no el pastiche, como normalmente se cree.

Tan novedosos son los memes, que a alguien no acostumbrado a pasar medio día conectado a Twitter o Facebook no le resulta fácil descifrarlos, aunque eso sí, a esa cada vez más hipotética persona desconectada de las redes sociales y por lo tanto de la mitad de la realidad también le cuesta cada vez más trabajo captar la ironía. Así, podríamos afirmar que nos encontramos en el peor de los mundos; en uno, parafraseando a Gramsci, en el que el viejo humor irónico no acaba de morir y el nuevo humor digital y carnavalesco no acaba de nacer, y en ese claroscuro surgen los monstruos más temibles, aquellos que no tienen sentido del humor pero que no por ello renuncian a hacer chistes, seguidos de inmediato por la queja de que ya nadie se ríe de ellos.

A Juan Pablo Villalobos, uno de nuestros principales humoristas –gran tuitero, no por casualidad–, no le han pasado por alto estas transformaciones y ha reflexionado sobre los cambios en el humor en su obra central, No voy a pedirle a nadie que me crea (2016). En ella, un estudiante de doctorado dispuesto a escribir una tesis sobre el humor misógino y homofóbico en la literatura latinoamericana termina convertido en un imprevisto mafioso. La trama, como ya se podrá sospechar, es absurda y cercana a la comedia de enredos, con la novedad de que lo que revuelve son académicos y teóricos de la literatura con narcotraficantes, en una Barcelona demencial. En algún punto de la novela, el narrador –novelista involuntario, pues lo que él quería era escribir una tesis doctoral– afirma que “no hay comedia sin hipérbole”, hipótesis de trabajo que, a falta de tesis, la novela se encarga de demostrar con un delicioso ingenio. Como en buena parte del humor contemporáneo –en una época que generosa e impotente encuentra su mayor originalidad en la relectura–, gran parte de la risa proviene de la parodia, en este caso del mundo académico y del siempre chusco choque entre la teoría y la realidad.

Villalobos es explícito en sus intenciones y mecanismos, en un inteligente juego metaliterario y autoficcional. Con los mismos ingredientes –la parodia, la mezcla y la cita–, pero empleados de manera implícita, sin avisar que lo está haciendo, la argentina Gabriela Cabezón Cámara ha montado algunas de las novelas más interesantes de lo que llevamos de siglo, que ya no es poco. Si en La virgen cabeza (2009) mostraba la insospechada cercanía entre el romancero español y la cumbia villera, en Las aventuras de la China Iron (2017) reescribe el Martín Fierro en clave de meme, y lo digo como un elogio enfático y sincero. Cabezón Cámara interviene la gauchesca y convierte en protagonista a un personaje que, en el original, ni siquiera tiene nombre propio pues se le designa con el genérico y algo peyorativo de “china”, la mujer que Martín Fierro deja en el rancho con sus dos hijos cuando parte a escenificar el poema nacional argentino.

El texto es una venganza y una reivindicación de la china, ya convertida en la China Iron, que sale también ella a descubrir un mundo que, recién estrenado en sus ojos, resulta maravilloso. La novela es cultísima y plebeya, perfectamente coherente en su delirio, y contagia una alegría de vivir gracias a la cual el lector mantiene una sonrisa permanente solo interrumpida por alguna carcajada provocada por una referencia jocosa, por un adjetivo bromista o por una situación carnavalesca, que se lee al igual que la prosa de Cabezón Cámara: como una fiesta a la que uno se cuela y, ya adentro, decide quedarse a bailar en un párrafo. No siempre resulta fácil entrar al texto –la risa también hay que ganársela–, pero una vez que se consigue y que uno se abandona al barroco disparatado de Cabezón Cámara se consigue dejar de lado la reflexión teórica y académica sobre la que la novela está sólidamente montada y abandonarse al gozo del humor y del estilo. Es cierto que el humor es un asunto muy serio, pero cuando es tan sofisticado, celebratorio y espontáneo como el de Las aventuras de la China Iron, la risa consigue ser, de nueva cuenta, solo risa: el punto donde se encuentran la alegría, la cultura y la complicidad.

Contra lo que sospechaba en un inicio, no son pocos los textos contemporáneos llenos de humor en una Latinoamérica que sigue riéndose, aunque no le sobren motivos para hacerlo. Podría hablarse, por ejemplo, de la posible existencia de un humor judío latinoamericano, tradición a la que pertenecería la citada Marina Mariasch junto con autores como Marcelo Birmajer, Tamara Tenenbaum o Ari Volovich; podría hablarse del cuento como un reducto de la risa, como lo muestran esos dos clásicos contemporáneos de la literatura mexicana que son La casa pierde de Juan Villoro y Amores de segunda mano de Enrique Serna. Pero prefiero terminar este texto con Las aventuras de la China Iron porque la parodia –Quijote y Borges mediante– está en el centro de nuestra literatura. Además, la parodia, burlona y destructiva, es ante todo generosa: se ríe de lo escrito para rescatarlo y dotarlo de nueva vida. Y me gusta leer en nuestra época, esencialmente paródica, ese gesto: las ganas de reírse del pasado para reescribirlo y, risa mediante, construir algo nuevo: más justo, más inteligente y más chistoso. ~

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