Foto: Bohdan Paczowski (dominio público)

Gombrowicz y el arte de morder la realidad

Este año se cumple medio siglo de la muerte de Witold Gombrowicz. La fecha sirve de pretexto para emprender un recorrido por su última novela, Cosmos.
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En su Diario, Witold Gombrowicz expuso una síntesis de su plan de trabajo para Cosmos, su última novela, publicada en 1967. Ahí deja claro que es una “novela sobre la formación de la realidad”, y enfatiza: “Será una especie de novela policíaca”. Es importante subrayar esa comparación porque se ha encasillado como una historia policiaca –quizá por fines comerciales– cuando en realidad es algo más complejo. Prosigue: “Ritmos furiosos, acelerados bruscamente, de una Realidad que se desencadena. Y que estalla. Catástrofe. Vergüenza. La realidad que de pronto se desborda debido a un hecho excesivo. Creación de tentáculos laterales… de cavidades oscuras… de fracturas cada vez más dolorosas”.

Pero decir que la última novela que escribió Gombrowicz es novela negra es limitarnos a una visión fragmentada de la trama y no asomarnos más para considerar otras posibilidades. ¿Cómo es ese Cosmos que describe y por qué se aferra con tanto ahínco al abordar de esa manera la historia? ¿Qué representa la novela en la narrativa de Gombrowicz? ¿Puede considerarse que un innovador? ¿Cuánta vigencia posee lo que cuenta?

Para hablar de Cosmos –traducida por Sergio Pitol– primero habría que tomar en cuenta qué es lo que el novelista entiende por realidad; es decir, la exploración de la psique humana llevada hasta el límite de lo absurdo. Porque Gombrowicz, acaso pensando en Beckett, da categoría de arte a un lenguaje y una estructura que se sublevan contra criterios arraigados en literatura: abre los límites de la novela constriñéndola en espacios sin puntos de referencia, restringidos hasta la asfixia. Después se deberían considerar los círculos concéntricos, los cuales se reducen en la medida que evoluciona su propia obra; todo esto matizado con la estética de la ruptura, el caos. “La realidad que de pronto se desborda debido a un hecho excesivo. […] La idea gira en torno a mí como un animal salvaje”, escribe en su Diario.

La novela se parece a un canto en espiral, una exploración que indaga en medio de un mar de posibilidades hechos que han venido ocurriendo. A Malcolm Lowry le gustaba repetir una frase de Baudelaire: “La vida es un bosque de símbolos”. Esta idea también puede ser aplicada al universo gombrowicziano –el gorrión, el palito, el gato, Ludwik, el sacerdote–. Wittgenstein plantea que los límites del mundo son los límites del lenguaje. En Cosmos, Gombrowicz, como Dante, comienza su viaje imaginario perdido en una selva oscura –alegoría de la vida, dificultades y tentaciones–. Pero aquí la escritura hace las veces de Virgilio, será su guía y ruta de salida en los intrincados laberintos por los que deambula. Logra trascender gracias a su prosa y a su perdurable paciencia, pues tuvo que emprender varias veces la reescritura del libro –no menos veces que Ferdydurke, volumen que tradujo al español en el mítico Café Rex de Buenos Aires, en colaboración con varios escritores argentinos encabezados por el cubano Virgilio Piñera.

De ese bildungsroman surrealista que es Ferdydurke, que lo hizo coincidir con Piñera –otro autor contestatario, viajero y transgresor como él– hubo quienes criticaron la traducción, por ejemplo Ernesto Sábato y Arturo Capdevilla. Sin embargo, Ricardo Piglia argumentó que la versión argentina de Ferdydurke es “uno de los textos más singulares de nuestra lengua”.

Con los años, Witoldo, como lo llamaban sus amigos argentinos, contó con la complicidad de Piñera y Piglia, con quienes compartía inquietudes literarias. Advierte Ricardo Piglia en Respiración artificial que Borges es el mejor escritor argentino del siglo XIX, afirmación que puede medirse con otra de sus opiniones recogida en Formas breves: “Arlt, Macedonio, Gombrowicz. La novela argentina se construye en esos cruces (pero también con otras intrigas)”. Lo cierto es que, como Piglia señaló en varias ocasiones, la literatura argentina oscila entre Borges y Gombrowicz, aunque al escritor polaco le haya incomodado que Borges expresara categórico que no le gustó Ferdydunke y que era previsible cómo iba a finalizar esa novela. De hecho, Gombrowicz se fue forjando como uno de los grandes referentes para que los escritores argentinos pudieran decir, a boca de jarro, lejos de Borges o incluso acerca de él, “maten a Borges”, frase que hizo memorable cuando se le preguntó qué se necesitaba en Argentina para adquirir madurez literaria. Esa insinuación la realizó antes de partir a Polonia, tras haber permanecido veinticuatro años de exilio en Argentina. En realidad Gombrowicz nunca eligió tener una residencia conosureña, visitó Argentina porque lo invitaron al viaje inaugural de un trasatlántico y la invasión alemana de Polonia, detonante de la Segunda Guerra Mundial, lo sorprendió durante ese periplo.

La animadversión entre Borges y Gombrowicz recuerda a una relación parecida entre García Márquez y Fernando Vallejo, quien no desperdiciaba la ocasión de comentar que la literatura colombiana contaba con mejores novelas que “Dos años de vacaciones”, título con el que se refería a Cien años de soledad. Vallejo, siempre mordaz, irónico, crítico, incisivo como un cuchillo recién afilado, es autor de un par de ensayos sobre García Márquez: “Cursillo de orientación ideológica para García Márquez” y “Un siglo de soledad”.

Y de la soledad de Macondo –visto como un pueblo marginal– pasamos a la soledad en Cosmos, que es también una constante en la vida de Witold y Fuks, el par de amigos que deciden alejarse de sus respectivas ocupaciones y darse un tiempo para vivir en la campiña, en donde serán los huéspedes de una familia atípica. Ahí se topan con dos hechos que llaman su atención: un palo suspendido por un alambre y un gorrión sin vida, colgado de la misma manera.

La familia que los hospeda está compuesta por un matrimonio, su hija Lena y esposo, y una sobrina, Katasia, quien tiene la boca deformada. Esa peculiar característica se convierte en una obsesión de Witold –el personaje– hasta que descubre –por medio de una fotografía de años atrás– que la chica no nació con ese defecto en los labios sino que es producto de un accidente. Y desde que obtiene esa información, ya no insiste en la idea de creer haber visto que la boca de Katasia y la de Lena se unen de manera inquietante. Describe ese defecto físico como “un enroscamiento del labio superior que saltaba o se deslizaba como un reptil”. Luego centra su atención en las manos de la bella Lena y las de su esposo, y a partir de esa fijación elabora un retrato de sus personalidades y vida íntima. A las circunstancias, sin una aparente explicación, se suma que el gato de Lena, Dawidek, aparece ahorcado en el mismo lugar donde estaba el palito con el alambre y el gorrión.

Witold –alter ego del narrador– empieza a sentirse atraído por Lena, y para llamar su atención usa la pena que provoca en ella la muerte de su gato. Witold no puede poseer el cuerpo de Lena, pero sí logra poseer su dolor, un sufrimiento irreparable que se suma a los extraños acontecimientos. La historia continúa y hay otra víctima: tras el gato, ahora un hombre aparece colgado.

Intenso, innovador, sórdido, irónico, repetitivo, simultáneo, creativo… desolador, así es el Cosmos que diseña Gombrowicz. La receta palito más gorrión, más gato y humano produce inquietud y explora la teoría del esperpento esbozada por Valle-Inclán. ¿Qué clase de ser humano podría pensar la serie de asociaciones y preguntas que sólo causarán más incertidumbre? Se trata de la visión de un autor adelantado a su tiempo y, por esa razón, poco comprendido. Su narrativa no es convencional. No sólo se basa en descripciones sino en lo que puede estar ocurriendo en la mente de los personajes, como si se tratara de madejas de estambre enmarañado, así hay que hurgar en cada uno de los hilos que desembocan en algo fuera de lo común. En ese sentido, abre un abanico de posibilidades que recuerda a las novelas La hermandad de la uva y Camino de Los Ángeles de John Fante. Los habitantes de este  Cosmos, quizá como Arturo Bandini, el personaje de Fante, parecen ser lectores de Nietzsche, Schopenhauer o Spengler.

Cosmos, al igual que otros libros del autor, fue poco valorado en su momento. Tanto al novelista como a su obra los veían como bichos raros. Fue hasta después de su muerte que tuvo lugar una revaloración de su narrativa, pues algunos jóvenes con pretensiones de ser los nuevos Baudelaire arribaron a las letras con aires furiosos, acaso solo para homenajear lo que el escritor polaco había hecho años atrás. Si las novelas de literatura policiaca son como lo que expresa Gombrowicz en Cosmos, habría que hacer notar el encanto de la sutileza en cada una de las pesquisas que desarrolla; sin duda, un gran aporte al género.

 Se dice que Witold Gombrowicz escribía para los jóvenes y para la posteridad. “Su obra –oscura, sonámbula y extravagante– era la reencarnación de su propia personalidad”, asegura Enrique Vila-Matas. Es factible que toda su narrativa se remita a una invitación que puede compendiarse de la siguiente manera: el arte de morder la realidad.

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Nació en la Ciudad de México en 1970. Escribe ensayo y crítica literaria.


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