Foto: Nancy Kaszerman / Zuma Wirew

Harold Bloom: esbozo de elegía

Bloom fue un gnóstico judeo-cristiano creyente en que la literatura es una forma de la trascendencia, pero también portó la otra cara del crítico, la del pedagogo que lleva, paciente, al rebaño de los lectores hacia el abrevadero de las  obras maestras.
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Harold Bloom (1930–2019) encarnó las dos almas del crítico literario.

Fue el provocador que se asume como alimaña para corroer las corrientes políticas y filosóficas imperantes en el campus, destinadas a saquear a la literatura de sus valores, precisamente, canónicos. Antes de El canon occidental (1994), la palabra canon, como iconostasio de las grandes obras a leerse y a preservarse, se usaba, pero poco. Gracias a Bloom, ese libro se convirtió en un arma letal contra lo que él llamó de manera implacable (y antes que él Robert Hughes), “la Escuela del Resentimiento”, es decir el conciábulo de tendencias emanadas del marxismo, la Escuela de Frankfurt, la semiología postestructuralista, la deconstrucción (en la cual el propio Bloom se formó, como lo recordó, burlón, George Steiner) o los estudios literarios basados en la prominencia del género o la raza sobre una tradición que el profesor de Yale buscaba y cuya autoría atribuyó a una mujer, en el Antiguo Testamento. Abogó por la vigencia vetero-testamentaria sin perder el ánimo, judío del Bronx que aprendió yiddish antes que inglés. Fue algo más que un ateo: un gnóstico judeo-cristiano creyente en que la literatura es una forma de la trascendencia.

Por ello, no sólo fue, como dirían los italianos, un crítico militante, sino el portador de la otra cara del crítico, la del pedagogo que lleva, paciente, al rebaño de los lectores hacia el abrevadero de las  obras maestras, consciente de que cada generación las lee de manera diferente, contradictoria. Fue un gran crítico, el hoy fallecido Bloom, por haber llevado, alternas, ambas personalidades. Acaso en sus últimos años, se dejó llevar por el ánimo divulgatorio, educado en la escuela del genio romántico y, por ello, obsesionado en hacer listas de genios y obras maestras para el gran público del que supo hacerse, más allá de la academia. Si en Bloom, al principio, me molestaba su convicción de que sólo sus alumnos estaban capacitados para ser los destinatarios de su sabiduría, al final me hartó la comercialización de su vulgata, sobre todo cuando invadía literaturas que ignoraba por completo –la escrita en español, por ejemplo­– o despreciaba olímpicamente, como la francesa, de la cual, extrañamente, sus conocimientos eran en extremo rudimentarios. Creyó que Poe fue un endriago inventado por los franceses Baudelaire y Mallarmé, lo cual lo privó de entender mucho de la cultura popular (una lástima, siendo como fue un certero anatomista de la “religión estadounidense”) de su propio país, e hizo del no por discreto menos irredento antisemitismo de T.S. Eliot un juicio de valor sobre su poesía. Para no hablar de Ezra Pound.

Debe decirse algo que hoy –con Trump en la Casa Blanca– es muy incómodo en cuanto a Bloom: fue un nacionalista estadounidense y su canon vale (y vale mucho) pero, sobre todo, como un canon de la lengua inglesa. Fue el heredero de la gente de Concord y en él Emerson habría dejado casi a ciegas su herencia espiritual. Pero aunque los gringos también tienen derecho a ser nacionalistas, no fue Bloom un hombre de derechas ni un reaccionario, aunque, como su adorado doctor Johnson, habría aceptado el honrado calificativo de conservador. El autor de La angustia de las influencias (1973), la teoría de la poesía desde la cual se despliega toda su obra fue, digamos, un “modernista conservador” y por ello, un enamorado de Joyce.

Y es que un crítico como Bloom no puede ser otra cosa que un conservador de la tradición, un escrupuloso vigilante (y censor) de lo nuevo. Fue anticuado hasta causar ternura (como cuando antologó literatura infantil, casi toda ella del siglo XIX) y exasperaba por recurrir a lo que –en su contra– fue bautizada como “la jerga de la autenticidad” que lo llevaba a ensalzar, mediante la autoridad del superlativo, autores que conocía de oídas o leídos en traducciones, como José Saramago.

Ante quien disentía de él pero lo hacía con cierta altura estética lo despachaba diciéndole: “el tuyo es un hermoso error”. Bloom cometió  algunos hermosos errores, sin duda. Pero lo honra haber muerto en el índice de los réprobos, tanto para la Iglesia Mormona como para las ultrafeministas. Fue el gran acompañante, el amigo del lector ante el Altísimo, uno de los pocos críticos capaces de tomarnos de la mano y, por ejemplo, introducirnos en cada uno de los actos y en las estancias del mundo de Shakespeare. Yo no sé si alguien, inclusive un Shakespeare, puede ser calificado como “el inventor de lo humano”. Pero sí puedo decir que Bloom fue el guardián de una magnífica porción del canon occidental, justo en el momento en que estaba bajo el fuego más nutrido, rodeado de científicos sociales ansiosos de explicar lo literario con todo aquello que lo niega, poniéndolo al servicio del Resentimiento. Hay un antes y un después de El canon occidental. Ningún crítico literario del siglo XX será ni tan venerado ni tan odiado como lo es y lo será Bloom. Sé que nunca habrá un “último judeo–cristiano” pero hoy se me ocurre ser insensato y decir que Harold Bloom fue esa persona.

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es editor de Letras Libres. En 2020, El Colegio Nacional publicó sus Ensayos reunidos 1984-1998 y las Ediciones de la Universidad Diego Portales, Ateos, esnobs y otras ruinas, en Santiago de Chile


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